Capítulo 4

15 de abril de 1617

He estudiado las costumbres del duque. Sé por dónde suele pasear, así que podré verlo y hasta puede que dar una vuelta con él. Mi corazón se desboca cuando lo veo, literalmente me golpea en el pecho, y hasta me cuesta respirar.

—del diario de Isabelle Dorring

El duque iba a permitir que viviera en Spinster House. Su sueño iba a hacerse realidad. Cat cruzó el cementerio a todo correr y rodeó la iglesia por la parte de atrás.

—Me pregunto por qué Randolph, quiero decir, el señor Wilkinson, no ha dicho nada de que el puesto en Spinster House se había quedado vacante y además le ha pedido a mi padre que mantenga el secreto incluso con su familia —dijo según se aproximaba a la puerta trasera exterior de la iglesia.

—Creo que exagera usted. Su padre dijo que Wilkinson le había sugerido que no lo mencionara. Él es abogado y su obligación es ser discreto. Déjeme a mí —reflexionó el duque, mientras levantaba la cancela y abría la pesada puerta para dejarla pasar.

—Le puedo asegurar que mi padre no le ocultaría a mi madre algo como eso si no le hubieran hecho prometerlo casi sobre la Biblia. Y todavía es más extraño que Randolph no se lo haya contado a Jane. Es quien lleva de verdad la oficina. Randolph no podría sacar adelante el trabajo sin ella.

—Puede que se lo dijera y que ella estuviera muy ocupada en el momento en que había que escribir la carta.

—Puede —concedió ella. Pero era muy improbable. ¿En qué iba a estar ocupada Jane? Se pasaba el día trabajando para su hermano. También iba a la iglesia todos los domingos y estaba en el comité de organización de la feria anual, pero eso era todo. Cat y su amiga Anne, la hija del barón Davenport, a veces habían tenido que asumir las tareas que le tocaban en el comité, precisamente porque el trabajo que le encargaba su hermano se le acumulaba.

Por otra parte, ¿acaso la propia Cat no hacía casi otra cosa que cuidar de sus hermanos pequeños? En realidad no tenía ni un minuto al día que pudiera dedicarse a sí misma, a lo que de verdad le gustaba hacer. Y por eso le apetecía tanto aprovechar la oportunidad que le brindaba la vacante en Spinster House. Recorrió a toda prisa el estrecho sendero entre los árboles que se alejaba del patio de la iglesia. Cuanto antes llegaran a la oficina de Randolph, antes tendría en su mano la llave de la casa, y también de su independencia.

—Creo que a Wilkinson le convendría tener la oficina menos alejada del centro del pueblo —dijo el duque mientras la seguía por el sendero.

La verdad es que le gustaba su voz. No tenía nada que ver con el tono agudo y nasal del señor Barker. Era profunda, aunque no en exceso, y… bueno, no podía decir exactamente por qué otras razones se sentía atraída, pero algo había. Pensaba en eso hasta cuando estaba discutiendo acaloradamente con él.

¡Qué estupidez! No era la voz del duque lo que hacía que tuviera ganas de cantar y bailar, sino su promesa de dejarla ocupar Spinster House. Se volvió para mirarlo por encima del hombro.

—Sí, pero es que tiene la oficina en su casa. Eso resulta mucho más práctico para él y Jane.

«Ya verás cuando le cuente a Jane que voy a ser la siguiente soltera que ocupe la casa. ¡Lo que se alegrará por mí!»

—Además, toda la gente del pueblo sabe dónde… ¡Ay!

Se había torcido el tobillo. ¡Malditas raíces! Alzó los brazos para intentar mantener el equilibrio, pero no había forma. Iba a terminar por los suelos…

Un brazo fuerte y musculoso la sostuvo y la atrajo hacia un pecho duro como una roca.

Apoyó la mejilla en la lana rugosa del abrigo del duque e intentó recobrar el aliento. El corazón le latía aceleradamente debido a… la sorpresa. Tenía que ser eso.

Humm. Olía a cítricos y a jabón, y también a lino y a ropa almidonada. Ni rastro de aquella horrible peste a estiércol. Y también estaba claro que tenía los hombros más anchos que los del señor Barker, y el pecho. Y por supuesto, era más alto que el granjero. Tuvo que echar hacia atrás la cabeza para poder contemplar su fuerte mentón, bien afeitado, y sus labios firmes.

Sus ojos, de color pardo oscuro, la miraban con cierta preocupación.

—¿Se encuentra usted bien, señorita Hutting?

¿Y también calidez? ¿Había calidez en sus ojos, aparte de preocupación? Calidez que se convertía en calor…

Se echó hacia atrás prácticamente al mismo tiempo que él la soltaba de entre sus brazos.

—Sí, sí, naturalmente. Me encuentro bien —respondió. Se levantó ligeramente el vestido y movió el pie—. ¿Ve? No me he hecho daño.

Él miraba fijamente…

Vaya, le había enseñado el tobillo sin ningún recato. Se bajó la falda como si tuviera que apagar un fuego con ella. Seguramente pensaba que era una descarada.

—Ha si-sido culpa mía —titubeó. De repente le costaba respirar—. Sé pe-perfectamente que no se debe andar por aquí sin mi-mirar al suelo. Como puede ver, hay raíces por todas partes.

—Sí, hay muchísimas. Tome mi brazo.

—Oh, no. No es necesario —dijo dando un paso atrás.

—Por favor, hágalo. Insisto. No me perdonaría que volviera a tropezar y se cayera.

Miró el brazo, cubierto de cara lana azul. Sería una falta de educación, y también bastante estúpido, no dejar que la ayudara. No es que lo necesitara, por supuesto, pero si volviera a dar un mal paso, se sentiría como una idiota.

—No muerdo —susurró él inclinándose ligeramente.

Sin duda había un trasfondo seductor y oscuro en sus palabras.

¡Qué ridiculez! Estaba actuando como una gallina asustada.

—Jamás se me habría pasado por la imaginación que tuviera usted tal costumbre —respondió al tiempo que posaba la mano sobre su brazo.

Tenía un brazo fuerte, y su cabeza solo le llegaba hasta el hombro. Se sintió pequeña y frágil.

Pero no tenía nada de pequeña, ni mucho menos de frágil. Era tan alta como la gran mayoría de los hombres de Loves Bridge, incluyendo a su padre. Solo el señor Barker era más alto. Ella…

El tobillo se le volvió a torcer y el duque la sujetó con fuerza. Esta vez fue capaz de recuperarse inmediatamente.

—¡Excúseme, por favor! Le aseguro que no suelo ser tan torpe.

Antes de que pudiera evitarlo, él puso su mano sobre la de ella.

—Estas zonas son bastante traicioneras para andar.

Sí, era verdad, pero él no tropezaba.

El peso de su mano encima de la de ella estaba afectando de manera extraña a su respiración. Tragó saliva, y sintió algo que se parecía bastante al pánico.

—No necesito su ayuda. Siempre hago sola este trayecto —espetó, y el tono utilizado sonó brusco hasta para sus propios oídos.

Pero él no se lo tomó a mal. Todo lo contrario: la comisura derecha de su boca dibujó una media sonrisa.

—Entonces me disculpo, señorita. Debe de ser mi presencia lo que la hace tropezar.

No, no era por él. Ni mucho menos. ¿Qué se creía? ¿Qué era una estúpida y joven virgen asustada por estar sola con un hombre por primera vez y con miedo de perder la virtud? ¡Qué idea más absurda!

—Simplemente ni miraba por dónde pisaba.

La verdad que su presencia resultaba abrumadora. Tan cercano, tan grande, tan… masculino. En el cementerio no se sintió afectada, pero ahora se encontraban en un sendero estrecho y sombrío…

Si pudiera leerle el pensamiento creo que se sentiría horrorizado. Seguro que saldría corriendo como alma que lleva el diablo de vuelta a la iglesia, a la vicaría y a su castillo. No, probablemente no pararía hasta Londres.

Esa idea hizo que se sintiera mejor, y se las arregló para sonreír incluso. Solo tenía que llegar al final del sendero, que ya estaba bastante cerca. A partir de ahí el camino era más ancho y no había raíces. No tendría que andar tan cerca de él.

Aflojó el ritmo y no levantó la vista del suelo. Enseguida consiguió volver a pensar en el asunto que verdaderamente le interesaba.

—¿Cuándo podré mudarme a Spinster House?

—Pues yo diría que de inmediato —dijo él, que había acomodado su paso al de ella—, pero supongo que el señor Wilkinson será quien se lo diga.

—¿Entonces no tiene usted ningún documento que explique cómo se gestiona todo?

—No, Wilkinson es quien los tiene —dijo algo tenso—. Lo único que sé es que debo estar presente físicamente cuando se seleccione a la soltera, y que debo firmar el acuerdo.

—¿Tuvo que hacerlo también cuando tenía diez años?

Él asintió.

Ella conocía la historia del Duque Maldito desde que tenía uso de razón. Era su historia favorita, y la llegada de los caballos y del brillante carruaje negro le había añadido un atractivo especial. Isabelle, la trágica heroína seducida y abandonada por un vil miembro de la nobleza, era su antepasada, aunque bastante lejana. La maldición significaba el triunfo de Isabelle tras su muerte y un motivo de orgullo, pero ella nunca había pensado en su efecto sobre los descendientes del malvado duque. A decir verdad, nunca había pensado en ellos como personas de carne y hueso, sino como malos de cuento.

Este hombre era muy, pero que muy real, y no parecía en absoluto un villano.

—¿Y qué hubiera ocurrido de ser usted todavía un niño muy pequeño, o un bebé? Seguramente se habría excusado su presencia. Resulta imposible que un niño pequeño tenga que cumplir con esa tarea.

—Mi tatarabuelo tenía solo tres meses cuando se produjo una vacante en Spinster House. Su protector y su niñera lo trajeron a Loves Bridge, y estuvo en la sala mientras se escogía a la soltera para cubrir la vacante. El conde firmó el acuerdo en su nombre, pero también se adjuntó la huella del dedo del niño.

Una superstición absurda. ¿De verdad que hombres hechos y derechos, bien educados, pensaban que algo terrible sucedería si no seguían al pie de la letra las instrucciones de ese viejo documento? Si fuera de su responsabilidad…

Un momento…

—¿Ha dicho usted la niñera del bebé, no su madre?

Estaba claro que una mujer inteligente habría aportado algo de sentido común al procedimiento.

—Su madre no estaba allí —respondió él torciendo el gesto—. Las duquesas de Hart nunca se han caracterizado por sus instintos maternales.

¡Pobre niño! Ella no querría ser madre, pero no era capaz de imaginarse a una mujer enviando a su bebé a hacer un recado así acompañado solo por la niñera y un guardia aburrido para atenderle. Su madre jamás habría hecho algo parecido.

—Pero su madre sí que vino cuando le tocó a usted venir a los diez años, ¿verdad? —preguntó.

¿Había visto a alguna mujer aquel día? La verdad es que no se acordaba. Los caballos habían acaparado toda su atención.

No, eso no era completamente cierto. Si lo pensaba bien, sí que recordaba un niño. En realidad a dos, pero ella se fijó en uno de ellos. Era alto y delgado, e iba con la espalda muy derecha, quizás algo agarrotado. Pensó que parecía demasiado serio y orgulloso para ser un niño y sintió un poco de pena por él, pese a que viajaba en un precioso carruaje, llevado por unos caballos magníficos. ¿El duque era ese niño?

—No, mi madre no vino.

Su tono de voz y su expresión fueron igual de tristes.

Tuvo que contenerse para no apretarle el brazo como muestra de su comprensión.

Ya era malo que una madre enviara a su bebé solo con un guardián y una niñera pero, en todo caso, un niño de meses no sería capaz de recordar nada. Sin embargo, un niño de diez años… Seguro que lo recordaba demasiado bien.

—¿Estaba enferma? ¿Por eso no pudo venir con usted?

—Señorita Hutting, mi madre me dejó al cuidado de mi tía, la hermana mayor de mi padre, ya fallecido, poco después de dar a luz. Desde entonces no la he vuelto a ver. En realidad, no la conozco.

Dio la explicación en un tono muy altivo, aunque a ella le dio la impresión de que simplemente intentaba ocultar sus sentimientos. Trató de estudiar su expresión, pero la sombra de los árboles le impidió verle bien el rostro.

—Eso es terrible.

—No, de ninguna manera. Estoy seguro de que he sido mucho más feliz creciendo con mi primo y su familia —afirmó. Se detuvo y frunció el ceño—. Me sorprende que no sepa toda esta historia. ¿Es de verdad posible que la gente del pueblo no cotillee acerca del Duque Maldito?

—En absoluto. ¿Por qué íbamos a cotillear? Usted no viene nunca por aquí, y a casi nadie le interesa lo que pase o deje de pasar en los círculos sociales de la capital. Lo que sí que nos importa es lo que haga en la Cámara de los Lores, y la inmensa mayoría del pueblo aprueba su labor. A decir verdad, creo que están gratamente impresionados por que acuda a las reuniones en lugar de pasar todo el tiempo en mesas de juego o en prostíbulos.

—Es usted muy franca —dijo Marcus alzando las cejas.

—Sí, es una de las ventajas de haber escogido la soltería —respondió ella sonriendo. Por fin habían llegado al final del sendero, por lo que soltó la mano de su brazo—. La oficina de Randolph está muy cerca de aquí.

—Espléndido.

—¿Sabe una cosa? —dijo, al tiempo que echaba a andar por la calle—. Nunca he llegado a comprender por qué su antepasado accedió al acuerdo sobre Spinster House. No puedo imaginar que un duque se sienta obligado a hacer lo que le pida la hija de un simple comerciante, ni ahora ni entonces.

—Espero que fuera porque el duque tenía al menos un ápice de honor —respondió él con la voz algo ronca. A ella le pareció que la pregunta no le había gustado.

Por Dios santo, ¿de verdad se podía sentir ofendido por acontecimientos que sucedieron hacía doscientos años? Puede que fuera el resultado de vivir en una casa donde los antepasados te observan continuamente desde los retratos de las paredes.

Estaba claro que tenía que centrarse en el siglo xix.

—Él no violó a Isabelle, ¿verdad? —Y en cualquier caso, aunque lo hubiera hecho, las cosas pasaron hacía dos siglos.

—¡Pues claro que no, por Dios! —dijo el duque, que parecía que iba a ponerse malo—. O al menos nadie ha contado nunca nada parecido a eso. Por lo que yo sé, su, eh…, su relación fue consentida. Pero eso no es excusa: el hecho es que la señorita Dorring se quedó embarazada del duque, que después se casó con otra mujer —afirmó frunciendo el ceño—. Le rompió el corazón.

Cat resopló audiblemente. Sí, así le habían contado a ella la historia.

—¿Usted no cree en ese tipo de romanticismo, señorita Hutting? —preguntó el duque, de nuevo sorprendido.

—No tengo paciencia para esas ilusas necedades. Isabelle no ha sido, ni muchísimo menos, la única mujer de la historia seducida por un hombre rico y guapo. Además, a diferencia de la mayoría, tenía dinero. Podría haber levantado la cabeza y salido adelante de alguna forma. Hubiera sido mucho más inteligente que suicidarse e impedir el nacimiento de su hijo inocente.

—Pero estaba desesperada, hecha pedazos —dijo él, mirándola de hito en hito.

—Fue una estúpida egoísta —afirmó. Cat nunca se dejaría destrozar así, de entrada porque no tenía la menor intención de dejar que ningún hombre se metiera en su cama. En todo caso, si el destino quisiera que se encontrase alguna vez en una situación como esa, seguro que se enfrentaría a ella de forma mucho más inteligente que Isabelle.

—En cualquier caso, ni se me ocurre quejarme —dijo sonriendo—. La forma de actuar de Isabelle me ha dado lo que siempre he soñado: la oportunidad de vivir por mi propia cuenta. —Le daban ganas de pellizcarse para comprobar que no estaba soñando. Cuanto antes firmara el duque los documentos necesarios para obtener las llaves de Spinster House, mucho mejor.

—¿No echará de menos a su familia?

¿Había un deje melancólico en su voz?

—No. Usted mismo ha dicho que la vicaría debía de estar abarrotada. Le aseguro que lo está. Hasta tengo que compartir cama con mi hermana Mary.

—Entiendo que eso debe de ser muy incómodo.

No parecía muy convencido, pero es que no tenía la menor idea de cómo era su vida. Era un duque.

—Su excelencia, si usted tuviera diez hijos, ninguno de ellos tendría que compartir cama, ni siquiera habitación. Y usted se podría retirar a su estudio y cerrar la puerta para que no le molestara nadie —explicó, pensando que lo último que había dicho también se podía aplicar a su padre. Estaba claro que los hombres tenían una vida mucho más fácil que las mujeres—. Nadie sería capaz de encontrarlo si usted no quisiera ser molestado. Conozco el castillo. ¡Es enorme! Sin embargo, yo no tengo la posibilidad de cerrar puertas, ni hay ningún lugar que me garantice la intimidad, ni siquiera un momento. ¿Puede usted siquiera imaginarse lo que es eso?

Su única respuesta fue una mirada fija y penetrante. Era evidente que no podía imaginarse semejante cosa. Era como pedirle a un elefante que se imaginara cómo sería la vida de un ratón.

—La vicaría está justo enfrente de Spinster House, en la misma calle —explicó encogiéndose de hombros—. Si me entra la necesidad repentina de ver a mis padres, a mis hermanas o a mis hermanos, puedo hacerlo en cualquier momento.

Sin embargo, a ellos que ni se les ocurriera cruzar la calle y dejarse caer para verla cada vez que quisieran. De eso nada. Ya tomaría las medidas que fueran necesarias para que lo entendieran con absoluta claridad.

El duque la seguía mirando intensamente.

—¿Qué pasa? ¿Por qué me mira así?

—Señorita Hutting, seguramente usted sabe que yo nunca compartiré mi casa con diez niños. Lo más probable es que no la comparta con ninguno.

Por Dios, ¿acaso este hombre era impotente u homosexual? ¿Pero cómo iba ella a saber algo así? Pese a todo, era bastante… ¡Oh! Cat se detuvo en seco.

—Quiere decir que… Se refiere a la maldición, claro. Pero eso no es más que un cuento. ¿O no? —dijo mirándolo dubitativa.

—No, no es un cuento. En absoluto.



La señorita Hutting se había quedado boquiabierta mirándolo.

Le gustaba la chica, pero al mismo tiempo hacía que la cabeza le diera vueltas. Era absolutamente diferente a cualquier otra mujer que hubiera conocido hasta entonces. No era solo el hecho de que no quisiera casarse. Es que, además, decía cosas de lo más extrañas.

¿Cómo era posible que pensara que había algo que reprocharle a Isabelle en toda aquella historia?

No le cabía la menor duda de que el único culpable de todo aquello era el tercer duque, y nadie más que él. Las mujeres eran el sexo débil, después de todo.

Sin embargo, la señorita Hutting de débil no tenía un pelo. Probablemente habría tenido el valor de sobrevivir a un embarazo fuera del matrimonio, aunque dudaba de que tuviera la menor idea del terrible ostracismo al que se tendría que enfrentar.

El deseo volvió a prender en sus entrañas. Pensó que tampoco sabría nada de lo que había que hacer para quedarse embarazada.

Le gustaría enseñárselo de forma práctica.

Era alta, tanto como muchos hombres. Debía de tener las piernas muy largas. De hecho, tenía los tobillos muy bien torneados. Le hubiera gustado ver también la pantorrilla, y el muslo, y el suave vello…

¡Por Zeus! Estaba perdiendo la cabeza. Ya iba siendo hora de hacer todas las gestiones relativas a Spinster House, y sobre todo de salir huyendo de Loves Bridge antes de cometer una auténtica locura.

—¿Quiere usted decir que es verdad que los duques de Hart se mueren antes de que nazca su descendencia? —preguntó ella.

—Sí.

—¡Y una porra! Todo el mundo sabe que las maldiciones solo ocurren en los cuentos de hadas y brujas.

¡Mira que era descarada esa chica! Tuvo que contenerse para no agarrarla por los hombros y sacudirla.

«Y estrecharla contra mi cuerpo.»

Seguro que ella se sintió muy bien entre sus brazos cuando tropezó. Sin duda. Ella…

Definitivamente, estaba perdiendo la cabeza.

—Le aseguro, señorita Hutting, que la maldición es completamente real. Todos y cada uno de los duques, empezando por el que trató de una manera tan execrable a la señorita Dorring, han sido víctimas de ella.

De nuevo se quedó boquiabierta, pero enseguida negó con la cabeza.

—Tiene que haber alguna explicación racional —dijo al reanudar la marcha—. Le puedo asegurar que Isabelle no era una bruja, aparte de que yo no creo en brujas. —Frunció el entrecejo y lo miró—. Me sorprende mucho que un hombre instruido como usted crea en la brujería.

Él la alcanzó. Estaba deseando llegar ya a la oficina de Wilkinson. Miró alrededor con la esperanza de ver la casa, pero los altos setos no se lo permitían.

—Señorita Hutting, no tengo la menor idea acerca de la condición de su antepasada. Lo único que conozco, y muy bien, es la historia de mi familia.

—Tiene que estar equivocado.

¡En el nombre del cielo! ¿Acaso pensaba que no conocía su propio destino?

—No, no lo estoy. Cinco duques, mi padre incluido, han muerto antes de que naciera su heredero. La maldición gobierna nuestras vidas, señorita Hutting, lo queramos o no. Y esa es la razón por la que posponemos el matrimonio el mayor tiempo que nos es posible. En el momento en el que la duquesa de Hart de turno concibe, el duque empieza a contar los días que le quedan en este mundo, a no ser que obtenga una prórroga si tiene una hija. Debo añadir que eso ha sucedido una sola vez en doscientos años.

¿Dónde demonios estaba la oficina de Wilkinson?

Empezó a andar a buen ritmo, sin importarle que la señorita Hutting fuera capaz de seguirlo, cosa que sorprendentemente hizo, y al parecer sin excesivos problemas. Estaba claro que estaba acostumbrada a andar rápido.

Lástima que no quisiera ir de su brazo.

No. Todo lo contrario. Era mucho mejor que no. Cuanto antes rompiera esta extraña conexión que se estaba estableciendo entre ambos, mucho mejor.

—Creo que debería dejar de hacer caso a la maldición —le dijo, y después sus ojos brillaron divertidos—. Bueno, excepto la parte de Spinster House. Está claro que es de mi interés que haga usted honor a esa parte. Pero, por lo demás, viva su vida como le apetezca. Como pariente lejana de Isabelle, le libero de cualquier obligación contraída respecto a mi familia.

—No entiende nada, señorita Hutting —respondió muy serio. ¿Cómo era posible que se comportara de una manera tan frívola con algo que condicionaba toda su existencia?—. La única forma de que me libere de la maldición es casándome por amor.

¡Maldito estúpido! Le molestaba enormemente ruborizarse y procuró evitarlo por todos los medios, pero probablemente no lo consiguió.

—No es posible. Me toma el pelo —dijo ella soltando una risita.

—Por desgracia, no bromeo. Con la muerte no suelo hacerlo.

La chica se sorprendió tanto que subió las cejas, pero no pudo evitar que los ojos siguieran brillando de un modo que de serio tenía poco.

—Bueno, pues ahí tiene la respuesta. Encuentre a una mujer a la que amar. Me imagino que harán cola. Lo único que tiene que hacer es escoger.

—Sí, por supuesto que hacen cola, pero para quedarse con mi dinero, no con mi amor —dijo. ¿Cómo podía creer que las cosas eran tan sencillas?

—Me resulta muy difícil de creer —resopló ella; sus cambios de humor eran bastante repentinos—. ¿Se ha mirado en el espejo últimamente? Debe de haber una buena cantidad de mujeres suspirando por usted.

Estaba claro que la señorita Hutting no formaba parte de ese grupo.

No es que quisiera que esa mujer suspirara por él. ¡Qué idea más absurda!

Aunque interesante, no podía negarlo…

No, ni mucho menos. Miró al suelo.

—¿Estamos cerca de la oficina del señor Wilkinson?

—Sí. Está justo a la vuelta de esa esquina.

«¡Gracias a Dios!»

No echó a correr, pero empezó a andar todavía más deprisa… y la señorita Hutting mantuvo el ritmo una vez más.

—¿Por qué no mandó llamar a Randolph para que fuera al castillo, excelencia? ¿No habría sido una forma más apropiada y menos cansada de hacer las cosas, al menos desde el punto de vista de un duque? —dijo riendo—. Aunque debo decir que ha sido capaz de mantener el ritmo con decoro. Me temía que tendríamos que parar varias veces para que usted descansara, aparte de tener que escuchar sus jadeos y resoplidos.

Primero lisonjas. Ahora insultos.

—Muchas gracias, señorita Hutting. No me limito a estar sentado en mi trono londinense, ¿sabe?

—¿Tiene usted un trono? —dijo ella abriendo mucho los ojos.

Madre mía, la chica era un extraño cóctel de agudeza y candidez.

—No, por supuesto que no. Y soy yo el que va a casa de Wilkinson porque es lo que debo hacer —dijo encogiéndose de hombros—. Me imagino que la señorita Dorring debió sentir un extraño placer haciendo bailar a los duques al son que ella tocó.

—Seguramente tiene usted razón —dijo ella.

Por fin llegaron al final del interminable seto. La señorita Hutting dio unos pasos en dirección a una casita muy agradable, con las paredes blancas y el tejado cubierto de paja.

—Espero que Randolph nos pueda recibir inmediatamente —dijo, y miró al duque por encima del hombro—. Supongo que le estará esperando, ¿no es así?

—Pues sí. Una vez recibida la carta que me notifica que Spinster House ha quedado vacante, tengo cuarenta y ocho horas para presentarme en sus oficinas.

Y cuando lo hubiera hecho y le entregara las llaves de la casa a la señorita Hutting podría dejar Loves Bridge para siempre. Nate, Álex y él se marcharían inmediatamente al Lake District. Pasear por las colinas y los lagos sin la presencia de una sola mujer que le molestara le sonaba a algo así como dar una vuelta por el cielo.

—Todavía me pregunto cómo es posible que Isabelle pensara que el duque y sus descendientes seguirían sus instrucciones, más bien diría sus órdenes, puesto que sin duda consideraba a su antepasado un hombre vil y cobarde —dijo la señorita Hutting con las cejas levantadas.

—Cierto. Y seguramente por eso añadió otra maldición: si el duque no aparece en el plazo de cuarenta y ocho horas, morirá.

—¿Que morirá? —Esta vez las cejas se le dispararon hasta casi desa­parecer entre su pelo—. ¿Es como si se diera la vuelta a un reloj de arena, una especie de cuenta atrás?

—Eso creo, aunque nadie ha sido lo suficientemente valiente, o negligente, como para comprobar si esa maldición se cumpliría o no. Hay otra variante: si el duque está casado y su esposa embarazada, abortará.

Ella lo miró hasta que llegaron al umbral de la puerta.

—Es terrible. E increíble —dijo mientras negaba con la cabeza.

La verdad es que sonaba ridículo. Se reiría con todas sus ganas de todo eso de no ser el protagonista de la historia.

—Siento que tenga que cumplir con este ritual supersticioso —dijo, pero inmediatamente sonrió y sus ojos verdes brillaron—. Aunque no puedo negar que me alegro mucho de aprovecharme de él.

Fue como si el deseo lo abofeteara. Quería disfrutar de su alegría y de su entusiasmo.

Quería disfrutar de ella.

«Está tan cerca… Si me acerco un poco más, puedo juntar mis labios con los suyos. Puedo abrazar ese largo y hermoso cuerpo y…»

¡Por Zeus!

¿De verdad estaba inclinándose hacia ella?

Inmediatamente levantó la espalda.

La maldición lo estaba sacando de sus casillas. Cuanto más rápido se alejara de Loves Bridge y de la señorita Hutting mucho mejor. Gestionaría el asunto de Spinster House hoy mismo y mañana literalmente volaría hacia los lagos.

Abrió la puerta y la señorita Hutting se apresuró a entrar, por lo que, a Dios gracias, quedó fuera de su alcance.

—¡Jane! —exclamó—. ¿Sabes lo que ha pasado?

Una mujer de aspecto agradable, con el pelo castaño, levantó la vista de los papeles en los que estaba concentrada. Su expresión era algo severa. Se quitó los lentes y dejó ver unos ojos oscuros y despiertos.

—No —dijo escuetamente, y volvió la mirada hacia él—. ¿En qué puedo ayudarle, caballero?

—¡No te lo puedes ni imaginar! —volvió a exclamar la señorita Hutting, dedicándoles una amplísima sonrisa a ambos—. Es el duque de Hart, Jane. Su excelencia, la señorita Wilkinson.

Se inclinó levemente.

La señorita Wilkinson sonrió y se puso de pie.

—Es un auténtico placer conocerle, excelencia. ¿Qué le trae por…? —se interrumpió, y de repente su cara se puso blanca como la cera. Abrió mucho los ojos y volvió a mirar a la señorita Hutting.

Si la chica hubiera sonreído más abiertamente, su cara se habría partido en dos.

—Sí, Jane, es verdad. ¿Te lo puedes imaginar? La señorita Franklin se ha ido con el señor Wattles.

—¿Con el señor Wattles? —Dio un respingo—. ¿El profesor de música?

—En Loves Bridge solo hay un señor Wattles, o más bien solo había uno —dijo Cat frunciendo el ceño—. No me puedo imaginar en qué estaría pensando la señorita Franklin, renunciar a su independencia por el señor Wattles —inmediatamente se encogió de hombros y volvió a sonreír—, aunque no me importa lo más mínimo. Ella pierde y yo gano.

La señorita Wilkinson bajó las cejas.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que Spinster House ahora está vacante, y yo…

Inmediatamente se abrió una puerta de la casa, y un individuo que parecía la versión masculina de la señorita Wilkinson entró, o más bien irrumpió en la habitación.

—¡Cat! ¿Qué haces aquí? —preguntó, antes de reparar en Marcus— ¡Ah!

—Sí. ¿Sabes a quién he acompañado, Randolph? ¡Al mismísimo duque de Hart!

¿Y ahora por qué diablos parecía Wilkinson culpable?

—Muchas gracias, Cat —dijo, y echó una mirada preocupada a su hermana antes de sonreír y hacer una pequeña reverencia al duque—. Y también le doy las gracias a su excelencia por venir tan deprisa.

—Ha sido un placer —respondió. En cualquier caso, no tenía otro remedio.

—Randolph. —La voz de la señorita Wilkinson sonó muy cortante.

—Después, Jane. Si hace el favor de venir por aquí, su excelencia —dijo Wilkinson muy solícito, indicándole a Marcus la dirección del despacho del que acababa de salir.

Su hermana prácticamente saltó de detrás de su escritorio y bloqueó la puerta del despacho.

—Randolph, ¿por qué no me pediste que escribiera yo la carta al duque?

—Después, Jane —insistió el abogado pasándose un dedo por el cuello, justo debajo del nudo del pañuelo—. Ahora, por favor, hazte a un lado. Le cierras el paso a su excelencia.

—Me pregunto por qué guardabas en tu escritorio los documentos de Spinster House —dijo la mujer sin moverse un solo milímetro.

—¿Has estado trasteando en mi despacho? —dijo Randolph con cara seria.

—Soy tu secretaria. «Trastear» en tu despacho es parte de mi trabajo —afirmó, y medio cerró los ojos—. ¿Por qué no me has dicho que la plaza estaba vacante, Randolph?

—Pero es que no lo está, Jane —explicó la señorita Hutting, que había estado observando la tensa escena mordiéndose el labio inferior pero sin intervenir, aunque llegados a ese punto ya no pudo contenerse—. O, más bien, no lo estará. El duque ha accedido a que yo sea la próxima soltera de Spinster House.

La señorita Wilkinson puso cara de terca.

—No puede hacer eso.

Cat abrió mucho los ojos, absolutamente asombrada, y sus mejillas se encendieron.

—Sí, claro que puede —espetó, y se volvió hacia Marcus—. Sí que puede, ¿verdad, su excelencia?

La cosa se estaba poniendo peligrosa. Afortunadamente, la señorita Wilkinson habló antes de que él lograra siquiera abrir la boca.

—No puede dejarte ser la soltera de Spinster House así, sin más —afirmó, lanzándole a su hermano una mirada glacial—. Hay que seguir ciertos procedimientos.

—Ahora no, Jane, por favor —insistió por tercera vez el señor Wil­kinson, que casi se estrujaba el pañuelo del cuello, como si se estuviera estrangulando con él—. ¿Le importaría pasar a mi despacho, su excelencia?

—No, claro que no me importaría. Pero me da la impresión de que su hermana tiene algo importante que decir, Wilkinson. —Estaba seguro de que, de un modo u otro, la hermana del abogado haría valer sus razones. Mejor sería escucharlas lo más rápido posible. Y si existía alguna razón que le impidiera otorgar la vacante en Spinster House a la señorita Hutting, quería conocerla. En este asunto, la falta de seguimiento de alguna de las reglas podía traer consigo consecuencias fatales. No tenía la menor intención de caer fulminado en la maldita oficina de Wilkinson.

—Muchas gracias, excelencia. —La señorita Wilkinson sí que intentó fulminar a su hermano con la mirada—. Sabes tan bien como yo, Randolph, que cualquier vacante que se produzca en Spinster House debe anunciarse en el pueblo, es decir, hacerse pública.

—Eh, esto..., —musitó Wilkinson, cuya nuez subía y bajaba por su garganta—. Pero, en mi opinión, es una mera formalidad.

—No. Lo. Es. —La señorita Wilkinson pareció morder los monosílabos—. Y si hay más de una candidata, todas deben ser escuchadas y tener las mismas oportunidades para hacerse con la vacante.

—Pero Jane, soy la única soltera confirmada como tal en Loves Bridge, y estoy completamente decidida a mantener mi situación —explicó mirando a su amiga. No obstante, su voz sonó ligeramente vacilante, como si de repente no estuviera del todo segura de lo que afirmaba.

La señorita Wilkinson no dejaba de mirar a su hermano, ni este de aflojarse el nudo del pañuelo.

—No, Cat, no lo eres, y Randolph lo sabe perfectamente. ¿Por qué crees que ha mantenido este asunto en secreto? —preguntó. Las aletas de la nariz le temblaban de ira contenida—. Hasta ha intentado alejarme con la excusa de un recado absurdo para que no estuviera aquí hoy, pero me olí la tostada y me negué a marcharme.

—¡Oh! —Cat dejó de mirar a su amiga Jane para posar los ojos en Randolph, que se había puesto rojo como un tomate.

—Venga, Jane, deja de decir tonterías…

—¿Tonterías? ¿Tonterías, Randolph? —casi gritó Jane señalándolo con dedo acusador—. Sabes lo harta que estoy de hacer de ama de casa y de secretaria para ti. Quiero vivir en mi propia casa. Quiero vivir en Spinster House.

—Pero Jane, por favor, ten en cuenta…

—No, por una vez ten tú algo en cuenta, Randolph. Estudia bien el documento. Te puedo asegurar que yo lo he hecho. Hay reglas. Hay procedimientos. Hay unos pasos que es obligado seguir —afirmó con una seguridad absoluta—. Así que haz tu trabajo por una vez y síguelos.

¡Por todos los diablos! Estaba claro que Marcus no iba a poder irse hoy de Loves Bridge.