25 de abril de 1617
Ayer llegaron de Londres algunos de los amigos del duque. Los vi con él, paseando y riendo por el pueblo. ¡Qué caballeros tan agradables! Todo el mundo sabe que los amigos de un hombre dicen mucho sobre él.
—del diario de Isabelle Dorring
Marcus, acompañado por Nate y Álex, salieron de la oficina de Wilkinson con las notas que el abogado, o más bien la señorita Wilkinson, pues eran perfectamente legibles, había escrito para anunciar la vacante.
—La señorita Wilkinson es muy atractiva —afirmó Álex—. Si las mujeres de Loves Bridge se parecen a ella, no me cabe la menor duda de que encontraremos alguna de la que te puedas enamorar, Marcus.
—No tengo ninguna necesidad de que hagas el papel de casamentero, Álex. —Si la posibilidad no resultara tan absurda, sería simplemente repugnante—. Además, has de saber que la susodicha es una de las mujeres que aspiran a convertirse en la próxima inquilina de Spinster House.
—¿Lo dices en serio? —dijo Álex, que se echó a reír y miró de nuevo hacia la casa. Los tres pudieron ver moverse las cortinas de una de las ventanas que se encontraban en las proximidades del escritorio de la señorita Wilkinson—. No tengo tan claro que esté hecha para la soltería —comentó ajustándose el sombrero de castor—. Es posible que yo pudiera facilitarte el trabajo eliminándola de la lista de aspirantes.
—No en tres días.
—¿Cómo? ¿De verdad crees que no soy capaz de encandilar a una mujer en ese tiempo? —dijo Álex en tono desafiante cuando enfilaban el camino de vuelta.
—Sé que ni lo vas a intentar. —Álex podía resultar a veces un poco insoportable y despreocupado, pero nunca se le ocurriría jugar con los sentimientos de una mujer.
—No lo sé. Este sitio se llama Loves Bridge**. Cuando encontremos una mujer adecuada para ti, me sentiré libre para ocuparme de mí mismo.
—Ya eres libre de hacerlo, y sobre todo sáltate la parte que tiene que ver conmigo —ordenó. Sabía que Álex estaba de broma: lo habían dejado plantado casi frente al altar hacía solo unos meses.
—Creía que habías renegado del matrimonio para siempre —dijo Nate.
—Si puedo encontrar a una mujer capaz de acabar con la maldición de Marcus, ¿quién dice que no pueda hallar otra que cure mis heridas sentimentales? —contestó encogiéndose de hombros—. ¿Y qué pasa contigo, Nate? ¿Me das permiso para encontrarte a ti también una novia entre la colección de doncellas de Loves Bridge? Pareces un poco solitario últimamente.
—Ni lo pienses, estúpido.
Llegaron al sendero de la iglesia. Era tan estrecho que los tres no podían caminar juntos, así que Marcus dejó que Nate y Álex se adelantaran.
En el momento en que se adentró entre los árboles, la tranquilidad del bosque lo envolvió, y la tensión que lo abrumaba se relajó. Por primera vez en mucho tiempo dejó de sentir la presión continua en el cuello y la cabeza. En lugar del barullo de Londres, de las voces agudas de los comerciantes anunciando a voz en grito sus mercancías, o del ruido de los carruajes traqueteando en los adoquines, escuchaba solo el canto de los pájaros y el rumor de los animalitos al esconderse entre los arbustos. Respiró hondo. También el aire era distinto: olía a pino y a tierra en vez de a humo y a suciedad.
Le pareció que Nate y Álex también estaban sintiendo el encanto del lugar. Habían bajado la voz, como si hubieran entrado en una iglesia. Era…
Marcus tropezó con una raíz, pero recuperó el equilibrio antes de que Nate y Álex se dieran cuenta y le tomaran el pelo. No era de extrañar que la señorita Hutting casi se cayera ayer cuando pasaron por ese mismo camino. El sendero era bastante irregular. Había tenido suerte al ser capaz de sujetarla y evitar que se desplomara. Reaccionó instintivamente y estuvo a punto de caerse también con ella.
Tragó saliva.
Mejor no pensar en eso. No habría tenido ninguna gracia. Podía esperar a hacerlo en una cama blanda…
¡No! ¿Pero qué le estaba pasando? No habría ninguna cama blanda para Cat, es decir, para la señorita Hutting, y para él juntos.
Le dio una patada a una piedrecita y vio cómo saltaba por el camino, delante de él. Estuvo a punto de golpear la bota de Nate antes de perderse en la maleza.
Resultó extremadamente agradable tenerla en sus brazos. Tenía la talla adecuada, ni muy alta ni muy baja, ni muy delgada ni muy gruesa. Perfecta, simplemente.
Apretó los puños. No era perfecta, ni muchísimo menos. No tendría nada que ver con él, exceptuando la posibilidad de que se convirtiera en la siguiente inquilina de Spinster House.
Apretó el paso para unirse a Nate y Álex cuando llegaron a la puerta del patio de la iglesia.
—Aquí, Marcus —dijo Álex—. Danos unas cuantas notas. Si nos repartimos el trabajo lo haremos más deprisa.
Sin duda, pero no iba a saltarse ni lo más mínimo las instrucciones de Isabelle Dorring, que eran de lo más específicas. Era el duque quien debía colocar los anuncios, y así lo haría. Veinte años antes, su tío había insistido en que fuera Marcus el que clavara todos y cada uno de los anuncios a pesar de ser un crío de diez años. Ahora que era un hombre de treinta, debía seguir las reglas de igual forma, incluso con más razón.
Pero no podía explicar eso. Nate lo entendería, pero para Álex sería el colmo. De hecho, seguro que ya pensaba que tenían que llevarlo al psiquiátrico de Bedlam cuanto antes.
—Te lo agradezco, pero no hace falta que os molestéis. No son muchos, y los sitios en los que hay que ponerlas están bastante cerca unos de otros. ¿Por qué no os vais a Cupid’s Inn y os tomáis una pinta? Me uniré a vosotros en cuanto termine.
Sonrió ampliamente para ayudarles a que tomaran la decisión y lo dejaran solo, señalando con la cabeza el camino de la posada.
—No tardaré.
—De acuerdo —respondió Álex sonriendo a su vez—. Nunca le digo que no a una buena pinta de cerveza.
–¿Estás seguro de que no necesitas ayuda? —preguntó Nate. Ya sabía él que sería mucho más difícil librarse de su primo—. La última vez estuve contigo.
—Sí, claro, pero entonces solo éramos unos niños, y tú estabas allí porque tu padre cuidaba de mí —dijo, y esta vez su sonrisa surgió con mayor naturalidad—. Si te acuerdas, lo que hicimos fundamentalmente fue jugar a pilla-pilla en la hierba. No creo que hoy resulte adecuado entretener a los habitantes del pueblo con un espectáculo de ese tipo.
—¡Vaya, por favor! Pues a mí sí que me gustaría veros a los dos persiguiéndoos por la pradera y entre los árboles. Casi sería mejor que una cerveza —rio Álex.
Nate lo miró seriamente y después se volvió hacia Marcus.
—No me importa aguantar tu compañía, aunque a veces no resulte excesivamente agradable.
—Te lo agradezco, pero la verdad es que no necesito ninguna ayuda —dijo sonriendo para suavizar sus palabras.
Álex le dio a Nate una palmada en la espalda.
—Deja que este pobre hombre cumpla con su deber a rajatabla. Nosotros pasaremos el tiempo planificando hasta el más mínimo detalle nuestra campaña de búsqueda de pareja para acabar de una vez con esta estúpida maldición.
¡Vaya por Dios! No deseaba bajo ningún concepto que Álex se entrometiera en sus asuntos, y tampoco le gustó nada que, como reacción a sus palabras, apareciera en su mente la cara de la señorita Hutting, y no solo la cara, sino todo el conjunto de sus atractivos atributos.
La expresión de Nate adquirió un matiz de desagrado.
—No me apetece nada hablar de un asunto tan inapropiado.
—No te preocupes. En cuanto llevemos un par de pintas te inspirarás —dijo Álex.
Hablaba en broma, por supuesto. Eso era todo. Álex siempre estaba de buen humor y le encantaba tomar el pelo a los amigos y la familia. Lo mejor sería seguirle la corriente y así perdería el interés: no era divertido si el afectado no reaccionaba.
—Por favor, Nate, impide que Álex me ponga en contacto con una bruja horrorosa.
Nate gruñó y sacudió la cabeza.
—En fin, toda esta cháchara insulsa me aburre. Lo que tenemos que hacer es relacionarnos con una buena cerveza. No tardes, Marcus, o tendremos que llevar a cuestas a Álex al castillo, borracho como una cuba. En Londres no sería motivo de asombro. Aquí seguro que sí.
—Eh, para ya. Los dos sabéis que aguanto el alcohol bastante mejor que vosotros.
—Ya. Pero, por el amor de Dios, no intentes demostrarlo aquí —dijo Nate cuando él y Álex echaron a andar—. Loves Bridge ya tiene estos días suficientes motivos de cotilleo, así que no sería nada bueno que añadiéramos al cóctel un conde ebrio.
—Yo diría más bien un marqués ebrio.
Marcus los vio marchar y se dirigió a la vicaría. Tenía que hablar con el vicario para pedirle permiso antes de poner el anuncio en la iglesia. Con un poco de suerte, la señorita Hutting no estaría en casa.
Cruzó el patio de la iglesia y se paró para tocar la tumba de Isabelle Dorring.
Bueno, para ser exactos, simplemente la lápida, dado que la mujer no estaba enterrada aquí, ni en ninguna parte.
«Es la asquerosa maldición la que me hace desear a la señorita Hutting.»
Se apoyó con fuerza sobre la lápida.
«No voy a dejar que Isabelle me controle. De ahora en adelante evitaré a esa mujer. No será tan difícil. Solo voy a estar aquí tres días más.»
Miró hacia delante y le dio un vuelco el corazón. La señorita Hutting estaba cerrando en ese momento la puerta de la vicaría.
«Puede que no me haya visto. Me esconderé detrás de la no-tumba de Isabelle.»
No, eso sería una cobardía, y una tontería. Y además, ya era demasiado tarde. La señorita Hutting lo había visto, no cabía duda.
Puede que se fuera a hacer sus recados y no le hablara.
Naturalmente, no lo hizo. Cambió de dirección y se dirigió hacia él a propósito. Por un momento tuvo ganas de esconder el rabo entre las piernas y salir corriendo, pero resistió la tentación y afirmó los pies en el suelo.
—Buenos días, excelencia.
—Buenos días, señorita Hutting.
Miró los papeles que llevaba entre las manos.
—Supongo que son los anuncios de la vacante de Spinster House, ¿no es así?
¿Y qué otra cosa iban a ser?
—Sí —confirmó, y empezó a andar hacia la vicaría—. Precisamente iba a hablar con su padre para que me permitiera poner uno en la iglesia y me indicara el lugar más apropiado para hacerlo, así que si me perdona…
—Mi padre no está en casa —dijo ella sonriendo. Fue una sonrisa amplia, que hizo que sus ojos y sus dientes brillaran con una intensidad abrumadora.
Las damas de Londres nunca sonreían así. A veces componían una media sonrisa poco convincente, doblando ligeramente los labios y manteniéndolos bien cerrados.
—Es una pena. —Tendría que dejar la iglesia para el final—. ¿Sabe cuándo regresará?
—Bueno, tardará bastante. Pero yo puedo ayudarle. Sé exactamente dónde tiene que poner el anuncio.
—No quiero entretenerla. Usted iba a algún sitio, ¿no es así? —«No puedo estar con ella bajo ningún concepto.»
Pero eso era lo que deseaba hacer, y de una forma casi desesperada.
—Solo iba a Cupid’s Inn. He quedado con Jane, con nuestra común amiga Anne Davenport y con otras damas para hablar sobre la fiesta del pueblo. He salido temprano, así que tengo tiempo de sobra para ayudarle —dijo, y después gruñó sin contenerse—. Sabía que mi madre me iba a endilgar a los gemelos, así que no le di opción y me marché de inmediato. Los niños habrían resultado muy molestos en la reunión. Como puede imaginarse, resulta imposible cuidarlos y al mismo tiempo intentar mantener una conversación coherente.
Por desgracia, él no podía imaginarse nada de eso. No tenía la más mínima experiencia con niños.
La señorita Hutting había echado a andar ya hacia la iglesia. Se volvió para atrás al darse cuenta de que él no iba a su altura.
—¿Viene conmigo?
Se sintió desfallecer, así que probó con un último argumento.
—No estoy seguro de que deba aceptar su amable ofrecimiento, señorita Hutting. La señorita Wilkinson podría poner alguna objeción.
—No sea ridículo. Jane no es tan estúpida.
La verdad es que quería librarse de los anuncios tan pronto como pudiera, y le resultaría fácil averiguar si la señorita Hutting pretendía conducirle a un lugar oscuro y apartado para poner alguno de ellos.
«Seguro que soy capaz de controlarme durante unos minutos. No tardaremos nada en colocar el anuncio en la entrada de la iglesia.»
—Tiene razón. Discúlpeme por titubear tanto —dijo alcanzándola.
—Yo no pensaba que los duques titubearan. Se supone que eso es de plebeyos —dijo ella riendo abiertamente.
Las mujeres de Londres tampoco se reían abiertamente. Soltaban risitas nerviosas y contenidas.
—La verdad es que habitualmente no lo hago. —¿O sí? Quizá sí que fuera esa la tónica de su vida, el titubeo y la indefinición constantes. Aunque la verdad, ¿qué otra cosa podía hacer si no estaba a su alcance escribir su propio destino?
Caminaban a la par. El día anterior se había dado cuenta de lo fácil que le resultaba a ella mantener su ritmo. Seguro que podía hacerlo gracias a sus largas piernas.
—No se lo tome como una intromisión, pero ¿me podría decir a dónde ha ido su padre?
—A visitar a lord Davenport —dijo arrugando un poco su pequeña y muy atractiva nariz.
Demonios, era solo una nariz, un mero apoyo para los lentes cuando hacía falta, y demasiado pequeña como para ser muy bonita.
Pero hacía que su cara fuera realmente armoniosa.
—Me imagino que se pasarán horas hablando de caballos y de caza. Mi padre es hermano del conde de Penland, concretamente el cuarto hermano, y creció montando a caballo.
—Y supongo que lo echa de menos, ¿verdad? —Le gustaba todo de ella. Se daba cuenta de que no era una belleza clásica, pero a él sí que le parecía hermosa. Solo con mirarla se sentía feliz. Y también sentía otras cosas…
Tenía que dejar solucionado el asunto de Spinster House tan pronto como pudiera e irse de ese pueblo. Su vida podría depender de ello.
—Algo. Pero por lo que he oído, y al contrario de lo que ocurre con otros hermanos pequeños de familias nobles, él sí que disfruta de su condición de vicario —afirmó volviendo la cabeza para mirarlo—. De todas maneras, no creo que haya ido a hablar de las caballerizas del barón. Deduzco que mi madre lo ha mandado a que hable con lord Davenport por si él conoce algunos pretendientes adecuados para mí.
Esa suposición le sentó como una patada en el estómago.
¡Qué tontería! Acababa de conocer a la chica. Ella estaba decidida a no casarse nunca. Y, por encima de todo, estaba emparentada, aunque fuera lejanamente, con Isabelle Dorring, la responsable de todas sus desdichas.
—Si el conde de Penland es su tío, ¿por qué sus padres no la enviaron a Londres para presentarla en sociedad?
—¿Cómo dice? —dijo bruscamente, mirándolo con disgusto—. ¿Para que desfilara por la pasarela del matrimonio como un cerdo de raza en una feria?
Él se rio con ganas. La descripción de la señorita Hutting se acercaba mucho a lo que en realidad pasaba en la temporada social londinense.
—Ni mucho menos como un cerdo. Quizá como un caballo, un purasangre.
—En absoluto puedo compararme con un purasangre —gruñó ella—. Pero, en todo caso, mi madre nunca habría sugerido nada semejante. Mi padre y el conde no se llevan bien. Dice que su hermano es engreído y pomposo.
—La verdad es que creo que no anda descaminado. —El conde era mucho mayor que Marcus, pero su hijo había ido a la escuela con él—. Pero el vizconde de Edgeon es peor aún.
La señorita Hutting le dedicó una sonrisa de aprobación, lo que le hizo muy feliz sin poder evitarlo.
—Sí, sin la menor duda. Cuando el conde y su familia vinieron a la boda de Tory, nada de lo que había en Loves Bridge les parecía que estuviera a su altura. Pero es la hija de Penland, mi prima Juliet, la que verdaderamente me saca de quicio. Es de la edad de Tory y está casada con un vizconde…
—Uppleton. —Otro personaje que a Marcus le traía sin cuidado.
—Sí. Bajo, medio calvo y completamente repulsivo. La verdad es que me da cierta lástima que se haya unido a él de por vida pero, lo crea o no, ¡a ella le doy pena yo! Me comentó en la boda lo descorazonador que debe ser el que una hermana pequeña se casara antes que yo, y me aseguró muy amablemente que todavía había esperanzas de que lograra cazar un marido, y que no debía desesperarme, pues ya habría alguien, ¡fuera quien fuese!, para mí. Aunque probablemente tendría que conformarme con un granjero.
Respiró profundamente para controlar el malhumor que le producía recordar la conversación.
—No es usted la única que considera que esa mujer es odiosa —afirmó.
—No me sorprende —dijo ella, forzando una sonrisa, que le salió algo torcida—. Afortunadamente, tanto ella como el resto de la familia no acudieron a la boda de Ruth, aunque parece que sí que van a venir a la de Mary. —Se detuvo a la puerta de la iglesia—. Sé que seré capaz de soportar durante un rato la charla insustancial sobre mi soltería el breve tiempo que tenga que dedicarle a mi prima, pero lo de mi madre es otra cosa. De verdad que me gustaría que dejara de forzarme a encontrar un pretendiente.
Él no podía entender por qué la señorita estaba tan en contra del matrimonio. En su caso había una razón muy válida: para él el matrimonio era una sentencia de muerte. Pero para la mayoría de la gente se trataba de una situación razonable y cómoda.
—Estoy seguro de que su madre lo único que desea es que encuentre a alguien que la quiera y se preocupe por usted—dijo al abrir la puerta de la iglesia y ofrecerle el paso.
—Sí, sin duda es eso lo que desea —dijo echándole una mirada glacial según entraba en la iglesia, que estaba fresca y oscura.
—Da la impresión de que duda de que el matrimonio pudiera ser algo beneficioso para usted —dijo él alzando las cejas—. Pero, como mínimo, señorita Hutting, podría salir de la vicaría, que como dice usted, está abarrotada, y podría disponer de su propia casa.
—Sí pero, ¿a qué precio? —dijo ella, resoplando—. Estaría atada a un marido, un hombre para quien tendría que cocinar y limpiar, además de cuidar a sus hijos, y todo sin la menor ayuda, ni de él ni de nadie. No dispondría de tiempo para mí misma. No, gracias, no me interesa.
Cuando terminó de hablar, señaló un tablón en el que había ya puestos varios anuncios y notas.
—Aquí puede usted poner el anuncio de la vacante de Spinster House.
—¿No quiere tener hijos? —¿Y por qué diablos le preguntaba eso? Clavó la chincheta del anuncio con un poco más de fuerza de la necesaria.
Él sí quería tener hijos. Cada vez que veía a una niñera cuidando críos sentía pena, y se acordaba de cómo echó de menos el amor de unos padres, aunque sus tíos se portaran con él como si lo fueran de verdad. Pero eso no era más que una estupidez. A no ser que tuviera la fortuna de que naciera primero una hija, nunca vería a su hijo dar sus primeros pasos, ni le oiría reír, ni escucharía sus balbuceos.
Incluso alguna vez había considerado la posibilidad de tener bastardos, si es que era capaz de encontrar alguna mujer dispuesta a cargar con la descendencia ilegítima del Duque Maldito, pero había rechazado la idea casi inmediatamente. Tal vez se trataba de una consecuencia de la propia maldición, pero la idea de transmitir a un niño inocente su sangre, pero no su apellido y su riqueza, le parecía una inmensa falta de respeto.
—N-no —respondió de forma un tanto insegura la señorita Hutting, pero inmediatamente recuperó la firmeza en la voz—. Los niños dan muchísimo trabajo, ya sabe.
—En realidad no lo sé, y no lo sabré nunca.
—No debe usted dejar bajo ningún concepto que esa estúpida maldición condicione su vida —dijo ella muy seriamente.
—La asquerosa… perdón, la condenada maldición condiciona mi vida, lo quiera o no lo quiera.
¡Santo Dios! ¡Ya le gustaría a él que la maldición fuera algo tan simple, y que él estuviera en condiciones de hacerle caso o no! De ser así, podría casarse, tener una familia y vivir una existencia normal, como cualquier otro hombre de Inglaterra. Pero no. No podía enfrentarse al matrimonio sin enfrentarse al mismo tiempo a la muerte.
La señorita Hutting apretó los labios como si estuviera deseando iniciar una discusión. Afortunadamente, se contuvo.
—Bien, pues entonces créame lo que voy a decirle: en cuanto una mujer tiene hijos, nunca más vuelve a disponer de un momento para ella misma. He vivido eso muy de cerca con mi madre, y no paro de comprobarlo a mi alrededor.
Volvieron a salir al exterior, donde se respiraba el aire cálido de la primavera y brillaba el sol.
—La verdad es que diez son demasiados.
¿Sabría ella cómo habían concebido sus padres esos diez hijos? Tenía que saberlo. Vivía en el campo, rodeada de granjas de animales…
Aunque el acto sexual entre animales era bastante distinto del coito entre un hombre y una mujer. Por lo menos eso es lo que decían los poetas. En los suyos nunca había sentido otra cosa que una pura satisfacción física.
Un suave golpe de viento le descolocó una mecha de su precioso pelo, entre dorado y rojizo, y se movió por delante de los ojos. Ella se lo recogió hacia atrás.
—Sí, diez son muchísimos, pero recuerde que dos de mis hermanas ya están casadas. Cada una de ellas tiene «solo» dos hijos, pero de lo único que hablan es de echar los dientes, de llantos y de mocos —explicó mientras empezaba a dirigirse a la calle bajando la colina—. Quiero hacer algo más con mi vida. Quiero hacer algo importante.
—Hay mucha gente que considera que criar hijos es algo importante, quizá lo más importante que hay en el mundo. —¡Por Zeus! ¡Lo que daría él por hacer algo tan «poco» importante como criar a un hijo!—. Los niños son el futuro.
Un futuro que él nunca vería. La maldición lo mantenía anclado en el pasado. Una vez que su hijo estuviera en el vientre de su madre, su futuro se contaría en días, no en años. ¿Cómo podía esa chica despreciar la actividad de criar niños como si no tuviera más importancia que barrer el suelo?
—Su futuro, quizá —dijo ella—. Eso sí que lo entiendo perfectamente.
—¿Usted cree? —En realidad no tenía ni la menor idea.
Por lo menos se contuvo y no mencionó la «estúpida maldición» otra vez.
—Su apellido y su título se mantendrán una vez que usted se haya ido —dijo alzando la cabeza para mirarlo a los ojos—. ¿Pero no se da cuenta de lo fugaz que es la existencia de las mujeres? Tenemos que desprendernos de todo lo que conforma nuestras vidas, de todo lo que poseemos, incluso de nuestro apellido, y entregárselo a nuestro marido, a su linaje —afirmó, y endureció la voz—. Yo quiero algo distinto. Algo más. Algo que sea mío, que lleve mi propio nombre. —Se detuvo al llegar a la calle—. ¿A dónde vamos ahora?
—Yo tengo que ir a Spinster House —dijo, utilizando a propósito la primera persona del singular—. El señor Wilkinson me dio la llave, así que voy a dar una vuelta por allí y colocaré el anuncio en la puerta.
La señorita Hutting hizo oídos sordos a su desaire pese a la obviedad del mismo.
—¡Ah, qué bien! La señorita Franklin nunca invitaba a nadie a visitarla. Me muero por conocer la casa —afirmó sonriendo—, sobre todo porque espero que se convierta en mi nuevo hogar.
Mira que era atrevida la muchacha. Debería no ceder a sus pretensiones y decirle que lo dejara solo.
Pero no se estaba propasando, ni parecía tener la menor intención de hacerlo. Además, esto era el campo. Las normas de comportamiento social eran mucho menos estrictas que en la capital. Y, por otra parte, había dejado muy claro que no iba detrás de él.
Y quería seguir con ella.
Podría controlarse. Nunca había forzado a una mujer que no lo deseara. Y si, por lo que fuera, perdía las formas, estaba seguro de que esa mujer tan enérgica e independiente le haría recobrarlas golpeándole en la cabeza sin piedad con lo primero que tuviera a mano.
Así que se rindió sin luchar, pero no renunció a seguir indagando sobre sus deseos y lo que pretendía hacer con su vida.
—¿No le importa el hecho de que vaya a pasar sola el resto de su vida? —le preguntó según cruzaban la calle. Al hablar, sintió en el pecho, de una manera casi física, la enorme soledad que se le había echado encima durante los últimos meses.
Ella se rio con ganas mientras se encaminaban hacia Spinster House.
—Me encanta la idea de estar sola, excelencia. Sueño con ello, sobre todo cuando Mary me clava el codo en la espalda noche tras noche. La soledad será la gloria.
No, era el infierno. Había intentado huir de ella viviendo en Londres, rodeado de gente, pero se dio cuenta de que era posible sentirse absolutamente solo incluso estando rodeado de una multitud.
Colocó el anuncio en la puerta de Spinster House y después buscó la llave en un bolsillo.
—¿Pero qué hay del amor, señorita Hutting?
—¿El amor?
—Sí. Yo creía que todas las mujeres soñaban con encontrar el amor. —Metió la llave en la cerradura y la giró.
—Amo a mis padres, y a mis hermanos y hermanas —afirmó, y sonrió de nuevo—. Pero los seguiré queriendo, e incluso mucho más, si vivo aquí, con una calle de por medio.
Por Dios bendito, ¿cómo podía ser tan frívola? Otra vez empleó más fuerza de la necesaria para abrir la puerta.
No pensaba decir nada más. Si abría la boca, seguro que traspasaría los límites de la buena educación. Se hizo a un lado para dejar pasar primero a la señorita Hutting.
Algo en su manera de ladear la cabeza, o el ángulo de sus hombros, o, por qué no, la curva de sus caderas, le aflojó la lengua.
—¿Pero qué me dice del amor de un marido, señorita Hutting? ¿Del roce de sus manos, de sus labios, de su…? —¡Por Zeus! La incomodidad había dejado paso al deseo, que ahora inundaba con fuerza su cabeza, su pecho y sus ingles.
Tenía que controlarse. Forzó una sonrisa.
—Me imagino que no se quejaría tanto del codo de su marido por la noche en la cama.
Cama.
Ah.
Quizá no fuera esa la palabra que debería haber mencionado.
Cat había abierto la boca para contestar, pero cierto matiz en la voz del duque la detuvo. Sonó profunda, y oscura, y cálida, y…
Y ahora se estaba comportando como una estúpida. Se volvió para mirarle y hablar, pero se detuvo de nuevo.
Había cerrado, impidiendo la entrada de la brillante luz de la primavera. Sus anchos hombros casi cubrían la puerta de entrada.
De repente se dio perfectamente cuenta de que estaba sola con él.
Sus ojos, que estaban ligeramente oscurecidos por la escasez de luz, la miraban intensamente. Había fuerza en su mirada. Fuerza y… masculinidad.
Algo especial, intenso y femenino, fluyó hacia su vientre. Le costaba respirar. Sintió el pecho tenso y duro, y el calor inundó sus mejillas. Notó una especie de rubor en todo su cuerpo, pero no de incomodidad. Se trataba de una sensación extraña, y era la primera vez que le ocurría. Tampoco estaba segura de que quisiera experimentarla alguna vez más. No era miedo. Era verdad que, si quisiera irse de allí, él tendría que permitírselo, pero no dudaba en absoluto de que lo haría. No había ningún peligro… al menos por lo que a él se refería.
—Yo… —empezó, y tuvo que aclararse la garganta—. Yo no voy a tener marido, excelencia. No quiero ser la esclava de ningún hombre.
Esa sensación que tenía en el estómago debía de ser hambre. Se tomaría una agradable taza de té y un trozo de tarta de semillas en cuanto llegara a Cupid’s Inn. La señora Tweedon, esposa del posadero, era una espléndida repostera.
—Usted lo sabe. Por eso estoy aquí, en Spinster House —dijo forzando la voz— ¿Qué está pensando?
—Le aseguro que es mejor que no se entere de lo que estoy pensando, señorita Hutting. —Vio que sus ojos tenían un brillo intenso, cálido y casi hambriento.
Se echó atrás y tropezó con una mesa, lo que hizo caer el candelabro que estaba sobre ella. Se estiró y logró atraparlo antes de que se estrellara contra el suelo.
—Una mujer se entrega a un hombre en matrimonio, eso es verdad —dijo él, que ahora tenía una especie de velo sobre los ojos—, pero dicha entrega es mutua. Un hombre también se pone en manos de su esposa.
¡Oh! La sensación en su vientre se intensificó. Le miró la boca. Tenía los labios finos y firmes, en absoluto gordos y babosos como los del señor Barker. ¿Qué sentiría si rozaran los suyos?
¡Idiota! Un duque no andaba por ahí besando a la hija de un vicario, por muy cálidos y hambrientos que parecieran sus ojos.
Y, concretamente, esta hija de un vicario no deseaba tener nada que ver con un duque, exceptuando que este en concreto tenía la llave de Spinster House. Sin duda era uno de los hombres más importantes de Inglaterra. Después de todo, estaba en lo más alto de la escala nobiliaria, aparte de la realeza. Sin duda esperaba que todo el mundo se inclinara e hiciera reverencias a su paso.
Bien, pues ella no iba a ser una más de su séquito de aduladores. Sin duda era solo esa extraña intimidad, debida a que estaban solos en la casa, lo que le hacía sentir lo que sentía. La luz del sol acabaría con el problema.
Pasó a la sala de estar y abrió las contraventanas. El duque la siguió.
—¿Su madre es la esclava de su padre?
Abrió la boca para contestar que sí, que lo era, pero se detuvo. La vida de su madre podía no ser la que Cat deseaba para sí misma, pero nadie podía decir que fuera una esclava. Todo lo contrario. Tenía una personalidad bastante fuerte. La verdad era que, la mayoría de las veces, era su padre quien actuaba conforme a los deseos de ella.
—N-no —tartamudeó.
—¿Y sus hermanas? ¿Son ellas esclavas de sus maridos?
—No. —No dudó ni un segundo en este caso: sus pobres cuñados eran bastante calzonazos, la verdad.
Tras su contestación, él levantó la ceja como si se le acabara de ocurrir una idea.
—¿Entonces es que usted prefiere a las mujeres? ¿Por eso no tiene interés en el matrimonio?
—¿Cómo dice? —Era imposible que estuviera insinuando eso…
No, seguro que lo había malinterpretado.
—Bueno, la verdad es que la mayor parte de mis amistades son mujeres —dijo ella forzando una sonrisa—. Aunque no puedo garantizar que Jane siga siéndolo, quiero decir mi amiga, si… cuando yo fije aquí mi residencia.
—Eso explica muchas cosas —dijo el duque asintiendo.
¡Cielo santo, sí que quería decir lo que había pensado antes!
—Que tenga amigas no tiene nada que ver con mi falta de interés por el matrimonio, excelencia —dijo acercándose a él para clavarle un dedo en el pecho, pero en el último momento se contuvo y cerró el puño—. Es usted como todos los hombres. No puede entender que una mujer normal y sensible pueda renunciar al gozo que supone atarse al yugo de uno de su género. Nosotras las pobres, débiles, indefensas criaturas, debemos buscar por encima de todo la orientación y el amparo de un hombre. Nosotras…
Dejó de hablar, apretó los labios y respiró hondo para calmarse. No tenía el menor sentido discutir agriamente con el duque. No iba a cambiar su forma de pensar. Ningún hombre era capaz de hacerlo.
Y tampoco debía olvidar que desempeñaba un papel importante en la búsqueda de la siguiente inquilina de Spinster House. No le parecía muy probable que se planteara influir en el desenlace del juego, pero tampoco le convenía ponerlo en su contra ni llevarlo al límite. Así que de nuevo forzó una sonrisa.
—Bueno, esta discusión no nos va a llevar a ninguna parte, ¿verdad? Es mejor que demos una vuelta por la casa para echar un vistazo.
Se dio cuenta de que él la miraba de forma intensa e inquietante.
—Tanta pasión —murmuró él, pasándole el dedo índice por los labios con mucha suavidad—, pero también tanto autocontrol. ¿Y qué pasaría si, durante un rato, aflojara la cadena del control?
Tendría que haberle retirado la mano inmediatamente, pero ya estaba muy cerca de él. Su caricia había sido extremadamente breve. ¿Acaso se la había imaginado?
No. Notó un cosquilleo en los labios. Los tenía hinchados, sensibles, palpitantes… y lo mismo ocurría con el otro par de labios que tenía en otra parte del cuerpo.
«Oh, Dios.»