Capítulo 9

10 de mayo de 1617

Hoy me encontrado con la duquesa por el paseo del pueblo. Le he dado los buenos días con mucha educación y simpatía, pero ha pasado por mi lado sin mirarme siquiera, la muy bruja. Que se prepare cuando me case con su hijo. Va a lamentar su mala educación, ya lo verá.

—del diario de Isabelle Dorring

El duque se marchó inmediatamente después de contestar a las preguntas que le hizo Anne. Por supuesto, salió a colación que Cat y Jane también optaban a cubrir la vacante.

—Chicas, no me cabe en la cabeza que no queráis casaros —dijo la señorita Gertrude mirando al duque mientras se alejaba—. Los hombres son muy eh…, entretenidos.

Cat habría jurado que el duque aceleró el paso, desapareciendo de la vista inmediatamente.

—Tú no estás casada —dijo Anne, con un tono de terquedad poco habitual en ella.

¿Por qué querría Anne también vivir en Spinster House? Jamás había dicho antes que quisiera quedarse soltera de por vida.

Bueno, la verdad es que tampoco había mencionado que quisiera casarse. De hecho, se había mostrado poco receptiva a la hora de acudir a las numerosas fiestas de sociedad a las que era invitada. Pero, por el amor de Dios, era hija de un barón. Por supuesto que podría casarse, y muy bien, e irse fuera del pueblo, a Londres, por ejemplo. Era lógico no querer verse confinada el resto de su vida en Loves Bridge, trayendo al mundo un niño detrás de otro, escuchando siempre los mismos cotilleos, viendo a la misma gente y haciendo las mismas cosas un día tras otro, hasta que llegara el de morirse para ser enterrada junto a sus antepasados.

—Puede que no haya tenido un hombre en mi vida hasta ahora —dijo Gertrude—, pero…

—Pero yo creo que lo que debemos hacer ahora es planificar las fiestas, que para eso hemos venido —cortó rápidamente Viola Latham—. Malcolm no va a estar así de tranquilo todo el tiempo. —Como queriendo subrayar lo que decía su madre, Malcolm empezó a protestar, probablemente como reacción a un discreto golpe propinado por ella misma—. Le están saliendo los dientes, ya sabéis.

A Malcolm le llevaban saliendo los dientes dos meses, desde que empezaron las reuniones para preparar la fiesta. Todavía no le había salido ninguno, pero era una excelente excusa para cortar de raíz cualquier debate, al menos según su madre.

Gertrude respiró por la nariz y lanzó una mirada incisiva a Cat.

—Habríamos avanzado mucho más si todo el mundo hubiera llegado a tiempo.

«Todo el mundo» se volvió a mirarla, y notó distintos grados de especulación en sus expresiones.

—Solo he estado ayudando a su excelencia a colocar los anuncios para la vacante en los lugares adecuados. En la mayor parte de los casos, no sabía dónde ponerlos ni a quién preguntar.

—¡Qué considerada! —exclamó Viola en tono jocoso, intercambiando una significativa mirada con Helena Simmons.

—Sí. No cabe duda de que te has convertido en su protectora —dijo Helena. El marido de Helena y el de Tory, una de las hermanas de Cat, eran hermanos, y Helena y Tory se llevaban fatal—. Doy por hecho que también ayudaste al pobre duque, tan desamparado él, a encontrar la oficina de Wilkinson el otro día.

—Sí, sí, claro que lo hizo —confirmó Jane entornando los ojos y con expresión suspicaz—. Yo estaba allí, como siempre… Los vi, y yo diría que se llevaban bastante bien.

—También podrías añadir que prácticamente había convencido al duque de que me diera en ese mismo momento las llaves de Spinster House —recalcó Cat. ¡Por Dios!, ¿pero qué diantres les pasaba? Todas ellas sabían que no tenía la menor intención de casarse.

—No me imaginaba que fueras tan astuta —dijo Gertrude con una risita maliciosa—. Es una táctica estupenda inducir a pensar al duque que su confortable existencia de soltero no corre el menor peligro por lo que a ti se refiere.

—Yo no soy ningún peligro, en ningún sentido.

—¿Cuándo vas a hacerle saber que prefieres tener una habitación en el castillo? —preguntó Cordelia, ignorando la protesta de Cat—. Y, de paso, un sitio en su cama.

—Por tu bien, te aconsejo que no te dejes caer con él entre los arbustos —dijo Gertrude—. Que pague el anillo de boda antes de divertirse.

¡Santo cielo!

—Este duque no va a seguir el camino de su antepasado.

—Tú dile eso a la señorita Rathbone. —Las Boltwood intercambiaron una mirada significativa.

«En el nombre de Dios, ¿quién demonios es la señorita Rathbone?»

No lo quería saber.

—Y no le permitas a ese hombre, a ningún hombre, que se tome tales libertades.

«Si Amapola no llega a interrumpirnos en la habitación de Isabelle Dorring…»

—Os puedo asegurar que no soy ninguna amenaza para la soltería del duque —dijo. Aunque no tenía por qué justificar sus acciones, quizás así detendría tantas y tan ridículas conjeturas—. Cuando llegó a la vicaría para preguntar, mi padre me pidió que lo acompañara hasta la oficina de Wilkinson para que no se perdiera. Y esta mañana me he encontrado con él por pura casualidad. Hubiera sido muy grosero por mi parte no ofrecerle ayuda.

—Mucho se disculpa la dama, me da la impresión —dijo Helena riendo.

Cat miró a Malcolm.

«¿Niño, por qué no empiezas a berrear?»

Malcolm le dedicó una radiante sonrisa, aunque a través de los deditos, que se estaba chupando con auténtica fruición. Por ese lado no parecía posible que llegara ningún tipo de ayuda.

—¿Podemos dedicarnos a lo que hemos venido a hacer, a planificar la fiesta, o lo dejamos para otro día?

Viola levantó una ceja al notar el tono de Cat, rayano en la desesperación, y al parecer le dio algo de pena.

—Naturalmente. Justo antes de vuestra llegada la señorita Cordelia había propuesto incluir entre las actividades de este año la búsqueda de un tesoro.

Lo cierto es que Cordelia hacía cada año la misma sugerencia, y también cada año Gertrude era la única del comité que apoyaba la moción. Todo el mundo sabía que el único objetivo de las hermanas era fisgonear en las casas de los demás.

—Sí —confirmó Cordelia dedicándole a Cat una amplia sonrisa—. Y puesto que tú estás en unos términos tan, eh…, amistosos con el duque, ¡podrías persuadirle de que permitiera incluir el castillo en la zona de búsqueda!

—No. Estoy. En. Términos. Amistosos. Con. El. Condenado. Duque.

El resto de las damas tomó aire con fuerza.

—Perdonadme —dijo enseguida. No debía perder las formas. Se volvió hacia Cordelia—. Sabes perfectamente que el señor Emmett te acompañaría encantado a dar una vuelta por el castillo para que puedas meter la nariz hasta en el más recóndito y condenado, perdón, quiero decir «ordenado», rincón del castillo.

—Qué tono más apasionado, ¿verdad? El duque es un hombre con suerte —dijo Gertrude, dándole a su hermana un codazo de complicidad.

—¡¡El duque no es un hombre con suerte!!

—No creo que sea oportuno perder el control, señorita Hutting —dijo Cordelia.

—Aunque yo estuviera interesada en el matrimonio, cosa que todo el mundo aquí sabe que no es el caso —dijo, y volvió a tomar aire con fuerza—, el duque no se casaría conmigo. Recordad la maldición.

—Nadie cree ya en esa maldición —respondió Helena riendo.

—El duque sí.

—¡Ah! —dijo Viola alzando las cejas de nuevo—. Así que, por lo que veo, sabes con certeza lo que piensa el duque al respecto, ¿no, Cat? —En este punto miró significativamente a Helena—. Igual sí que hay algo entre ellos.

—¡No hay nada entre nosotros! —explotó. Pero ¿cómo podía convencerlas? Miró a su alrededor. ¡Ah, claro!—. Jane sabe también que el duque cree a pies juntillas en la maldición. Quedó muy claro cuando estuvimos en el despacho de su hermano hablando sobre cómo anunciar la vacante en Spinster House. ¿Tengo razón, Jane?

—La verdad es que quería que se siguieran las reglas al pie de la letra, sin omitir ni el más mínimo detalle. Se lo dejó claro a mi hermano, y a nosotras, de una forma tajante y, en cierto modo, angustiada —¡Bien por Jane! Era demasiado honesta como para no decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

—¿Lo veis? —dijo Cat aliviada, y dejó escapar un profundo suspiro—. Bueno, vamos a dejar este estúpido asunto y a centrarnos en…

—Pero la maldición no impidió que su padre se casara con Clara O’Reilly —dijo Gertrude.

—No, desde luego que no —insistió Cordelia soltando un suspiro—. Hasta daba pena observar ese cortejo, si es que se le hubiera podido llamar a eso un cortejo.

—Sí. —Gertrude tomó el relevo de inmediato—. El duque, es decir, el padre del duque, era muy atractivo. Literalmente, podía haber elegido a la dama que hubiera querido y para lo que hubiera querido, salvo a Clara. Ella no le permitía meterse entre sus sábanas bajo ningún concepto, a no ser que le pusiera en el dedo el anillo de casada.

—Lo intentó. —Era el turno de Cordelia—. Le enviaba regalos espléndidos.

—Que ella rechazaba uno tras otro.

—Y la invitaba a fiestas espléndidas en el castillo.

—A las que ella no acudía.

—Al final estaba tan loco por ella que apareció en el servicio dominical —dijo Cordelia riendo—. Todos pensamos que el pobre vicario iba a desmayarse.

—Y, ¿te acuerdas, Cordelia?, tan pronto como el vicario dio la última bendición, todos los hombres, y también bastantes mujeres, corrieron a hacer apuestas sobre cuándo se produciría el matrimonio.

—Así que ya ves —dijo Cordelia dando un golpecito supuestamente amistoso en el brazo a Cat—. Juega tus cartas con inteligencia, querida, y serás duquesa. La historia suele repetirse.

Cat retiró el brazo como si la mano de Cordelia quemara.

—Pero cómo se te puede ocurrir que yo… Yo jamás… —titubeó. Ya era bastante despreciable llevar a un hombre al matrimonio con artimañas basadas en la excitación y el deseo, pero si encima él pensaba que eso iba a conducirlo irremediablemente a la muerte…—. Yo no quiero ser duquesa. Ni quiero ser la esposa de ningún hombre.

—¿Pero te importaría ser viuda? —preguntó aviesamente Gertrude.

Malcolm empezó a gimotear. ¡Gracias a Dios!

—Tendremos que posponer la reunión hasta la semana que viene. Esperemos que en la próxima seamos más productivas —gritó Viola para hacerse oír por encima de los berridos de su hijo—. Y, por favor, seamos todas puntuales, no como hoy —concluyó, mirando directamente a Cat.

Cat asintió. No tenía ni tiempo ni ganas de discutir sobre eso. Tenía que hablar con Anne.

—No habrás dicho en serio que quieres conseguir la vacante de Spinster House, ¿verdad? —No fue ella quien preguntó: Jane parecía que iba a pelearse con Anne de un momento a otro.

—Por supuesto que sí —respondió Anne dirigiéndose a la puerta de la sala.

—¿Pero por qué? —La incapacidad de imaginarse una razón válida era lo que descolocaba, y también enfurecía, a Cat. Al parecer a Jane le pasaba exactamente lo mismo—. Tú no necesitas vivir en Spinster House.

—Sí, claro que lo necesito —dijo Anne mirándola con cara de enfado.

—Pero si tu padre es barón —dijo Jane según salían, completamente perpleja.

—Sí, un barón. Y además un lerdo, un vago y un egoísta. —La voz de Anne se había puesto muy aguda. Respiraba y parpadeaba muy deprisa.

¡Vaya por Dios! Anne iba a romper a llorar, y nunca lo hacía. Algo debía ir mal, pero que muy mal.

—¿Habéis visto qué piernas tiene ese hombre? Y lo que les sigue…

La voz de Gertrude Boltwood fue lo primero que escuchó al abrir la puerta de la taberna. Sería un desastre que ella o su hermana vieran a Anne a punto de echarse a llorar.

—Vamos. —Cat agarró del brazo a Anne, y Jane y ella se dirigieron a toda prisa a la puerta de la calle.

—¡No es posible! Las Boltwood vienen directas para acá.

—Vamos al sauce —propuso Cat. Anne seguía luchando contra las lágrimas. Necesitaba hablar con alguien, estaba claro, y el sauce era donde siempre habían ido, desde pequeñas, a compartir sus secretos.

Torcieron en la esquina y avanzaron rápidamente por el estrecho sendero; después subieron la escalera y continuaron a lo largo de la valla de piedra que separaba el prado de la granja Linden. Algunas vacas levantaron tranquilamente la cabeza para observarlas, igual que las ovejas que deambulaban por allí. Enseguida cruzaron el puente de madera y llegaron al sauce. Cat obligó a Anne a sentarse junto a ella en un banco que alguien había colocado bajo las ramas del espléndido árbol en tiempos inmemoriales, y Jane se sentó al otro lado. El arroyo corría alegremente cerca de ellas.

—Venga, Anne —la animó Cat—. Cuéntanoslo todo.

Anne sacó un pañuelo de un bolsillo y se sonó ruidosamente.

—Ya sabéis que mi padre me obligó a ir el otro día a la fiesta en casa del vizconde Banningly.

—Sí —respondieron Cat y Jane simultáneamente.

Había estado semanas quejándose amargamente de eso. Después de su vigesimosexto cumpleaños, hacía varios meses, el barón había decidido que su hija corría serio peligro de convertirse en una solterona. Así, no paraba de forzar a Anne a acudir a fiestas y eventos de la alta sociedad, y cuando descubrió que se pasaba mucho más tiempo en las bibliotecas leyendo que intentando seducir a hombres casaderos, había decidido acompañarla a las fiestas.

Anne volvió a aspirar por la nariz, pero se rindió y volvió a sonarse.

—Dios, cómo odio todo eso. Los hombres son mortalmente aburridos. No saben hablar más que de caballos y de caza. Si tienen título o dinero, y la mayoría de los que van a esas fiestas disponen de una de esas cosas como mínimo, resultan todavía más insufribles. Al parecer esperan que caigas rendida a sus pies, pongas ojitos o te desmayes de admiración ante sus portentosas hazañas. ¡Qué asco de botarates! —exclamó, apartándose el pelo de la cara—. Te miran como si estuvieran en una feria de caballos de carreras y tú fueras el que están pensando comprar.

—La verdad, eso suena horrible —dijo Cat. Pero Anne había ido a muchas fiestas a lo largo de los años, y nunca había vuelto de ninguna en ese estado—. ¿Acaso ha habido alguno que le ha pedido tu mano a tu padre?

—No —respondió Anne, y frunció los labios—. Es algo peor, mucho peor que eso.

—¡Santo cielo! —exclamó Jane palideciendo—. No me digas que alguno… Seguro que si tu padre estaba allí habrá evitado que alguno se… —Jane puso la mano sobre el brazo de Anne como muestra de apoyo—. ¿Acaso algún sinvergüenza intentó aprovecharse de ti?

—¡No, por Dios! —respondió Anne librándose de la mano de Jane—. Por supuesto que no. ¡Que alguno lo intente! Al que se le ocurra le costará subirse a un caballo durante unos días.

—Entonces, ¿cuál es el problema? —preguntó Jane algo arisca.

—¡Mi padre! —exclamó Anne, que empezó a llorar otra vez—. ¡Ese viejo chivo, a sus cincuenta años, se siente atraído y está cortejando a una chiquilla de veinte!

—¡Oh! —Cat se quedó mirando a Jane, que tenía la boca abierta y no era capaz de cerrarla, lo mismo que le pasaba a la propia Cat—. Pero yo pensaba que se citaba con la viuda Conklin para ese tipo de… cosas.

La viuda era una mujer complaciente, de edad indeterminada, que vivía a las afueras de Loves Bridge. Antes de que Cat naciera ya se había mudado a su pequeña casa de campo, y era muy popular entre los hombres del pueblo. No cabía la menor duda de que alguna vez hubo un señor Conklin, pero como la viuda era agradable y cortés, nunca decía una palabra más alta que otra y siempre se negaba a «atender» a hombres casados sin el permiso de sus esposas, las mujeres del pueblo la aceptaron sin excesivas quejas.

—Sí, cl-claro que lo hacía —musitó Anne—, pero ahora ha decidido que está en-enamorado. Quiere volver a casarse.

—Ya —dijo Jane mirando a Cat como para pedirle ayuda.

¿Qué podía decir ella? Ninguna de las dos tenía la menor experiencia con este tipo de cosas. Los padres de Cat seguían felizmente casados, naturalmente, mientras que los de Jane habían fallecido en un accidente de carruaje siendo ella una niña.

—Puede que tu padre quiera compañía para la vejez, Anne —dijo Cat—. Debe de sentirse muy solo.

La madre de Anne había fallecido a finales del año en que ella fue presentada en sociedad, así que tampoco tenía mucho sentido que, de repente y sin venir a cuento, el barón sintiera la urgente necesidad de una esposa.

No había quien entendiera la forma de actuar de los hombres.

Anne le lanzó una mirada desamparada.

—La viuda Eaton es la hermana más joven, mucho más, de la esposa de lord Banningly. Solo tiene veinticinco años, uno menos que yo, y su marido falleció hace unos meses.

—¡Oh! —Cat no encontraba nada apropiado que decir.

Bueno, podía pronunciar alguna frase amable, o de comprensión.

Miró a Jane, que movía la cabeza de un lado a otro y se encogía de hombros como muestra de impotencia. Al parecer tampoco se le ocurría nada que añadir.

—Mi padre quiere un heredero, y la mujer tiene dos hijos jóvenes. Al parecer esa es la razón principal por la que la ha escogido.

—¿Hay otras? —preguntó Jane.

—Supongo que es bastante guapa —dijo Jane ruborizándose.

—No me puedo imaginar a tu padre contándote a ti estas cosas, Anne —dijo Cat. A veces el barón era huraño e insensible, pero nunca había pensado que pudiera ser tan cruel con su hija.

—No era necesario que me dijera nada. Resultaba dolorosamente obvio que miraba con ojos de comprador de ganado a todas las mujeres jóvenes de la fiesta.

—Ya, pero… ¿la mujer se prestaba a que la miraran como se mira a una cabeza de ganado en una subasta? Si no estuviera interesada, y perdóname por decir esto, pero el barón tiene edad suficiente como para ser su pa… —En ese momento Jane se contuvo y emitió una tosecilla—. Quiero decir que el barón es bastante mayor que ella.

Anne apretó con fuerza el pañuelo que tenía en la mano, tanto como la mandíbula.

—Sospecho que busca un hogar para ella y para sus hijos. Parece más que dispuesta a atender las necesidades de mi padre. De hecho… —Anne dejó de hablar y apretó con fuerza los labios.

A Cat le daba miedo preguntar. No así a Jane.

—¿De hecho, qué?

—Una tarde lluviosa, durante una de las fiestas, al tratar de evitar a un vizconde especialmente pesado, entré en la biblioteca de la mansión y me encontré a la viuda Eaton en brazos de mi padre, con el corpiño bajado y las faldas revueltas.

«¡Diantre!»

¡Vaya por Dios! Cat esperaba que su exclamación no se hubiera escuchado. Pensaba que no, y además no dudaba de que tanto Anne como Jane compartían su sorpresa e indignación.

Así que ya lo veis —concluyó Anne—. Es imperativo que me vaya a vivir a Spinster House.



Marcus estaba en el estudio del castillo en una reunión con el señor Emmett. Era la mañana siguiente a la que había colocado los anuncios. Dentro de unos días estaría en condiciones de abandonar para siempre Loves Bridge.

No obstante, antes se tenía que ocupar de un montón de cosas. Sus amigos tenían toda la razón. Ni el más profesional de los administradores podía ocuparse de una hacienda y hacerlo mejor que el dueño.

—Excelencia, si echa un vistazo a este informe comprobará que el drenaje de la zona sur debe arreglarse.

El papel temblaba en la mano de Emmett como si fuera un pajarillo recién atrapado. Esperó a que el administrador lo dejara sobre el escritorio. Antes ya había tratado de tomar otro informe que le había acercado el anciano, pero su intento solo hizo que el temblor se notara más.

—Puedo cabalgar con usted si quiere inspeccionar la zona, excelencia.

—Muchas gracias, señor Emmett.

No estaba nada seguro de que Emmett pudiera sostenerse a lomos de un caballo. La señorita Hutting tenía toda la razón: mentalmente, el hombre mantenía toda la agudeza que uno pudiera desear. Su conocimiento del castillo, de su contenido y de sus circunstancias era casi enciclopédico. Pero físicamente…

Físicamente seguro que estaba estupendamente, o al menos mucho mejor de lo que se podía esperar en un hombre que había sobrepasado con creces los ochenta. ¡Ya le gustaría a él estar a esa edad como estaba ahora Emmett, si es que pudiera vivir tanto! Pero aparte de su fortaleza relativa, un anciano de ochenta años con algo de parálisis no podía pasarse los días galopando por la hacienda, a lo largo y ancho de un territorio tan vasto.

—Parece razonable, pero tiene razón: creo que debería ir a echar un vistazo personalmente —afirmó. Dado que estaba obligado a quedarse hasta que se resolviera el asunto de Spinster House, no estaría de más que aprovechara el tiempo en asuntos productivos.

—Eso sería estupendo, excelencia.

Vaya por Dios, Emmett prácticamente botaba de alegría en la silla. ¿De verdad le apetecía tanto ir a ver unas cuantas acequias?

—Quiero decir que es magnífico que preste un interés personal a la tierra, excelencia. No es mi intención ser crítico, entiendo perfectamente sus razones para no querer visitar el castillo. Pero sus arrenda­tarios tienen verdaderas ganas de verle, de hablar de sus problemas con usted, aunque solo sea por ponerle cara a la persona que les apoya y que garantiza su sustento.

Era evidente que el administrador tenía razón. Se lo debía a sus arrendatarios.

Miró a Emmett con cierta curiosidad. ¡Humm!

—¿Cuándo empezó usted a trabajar en el castillo, señor Emmett?

—Cuando tenía veinte años, excelencia.

Así que debió conocer perfectamente a su padre y a su madre. Podría decirle si había algo de verdad en la historia que le había contado la arpía de la señora Barker.

¿Pero de verdad quería saber él algo de sus padres?

Sintió, más que pensó, que sería una cobardía no preguntar.

—¿Y qué edad tenía mi padre por aquel entonces?

—Siete, excelencia. Y su hermana, es decir, su tía, lady Margaret, tenía doce. Tampoco es que pasaran mucho tiempo por aquí. La duquesa prefería vivir en la casa de Londres.

—Por supuesto.

—Así son las cosas —dijo Emmett dando un profundo suspiro.

—Y, una vez que mi padre alcanzó la mayoría de edad, ¿empezó a interesarse por la gestión de la hacienda? —preguntó Marcus. Mientras hablaba colocó cuidadosamente sobre la mesa el informe que le había dado Emmett, de modo que formase un ángulo recto con los bordes.

Levantó la vista justo para ver cómo Emmett fruncía el ceño y la piel de sus mejillas, llenas de arrugas, se ruborizaba. ¡Vaya por Dios!

—Venía por aquí con bastante frecuencia, pero he de decirle que no era para atender ni gestionar los asuntos de la hacienda. Disculpe mi sinceridad.

¡Ah! Tenía bastante claro a qué tipo de «asuntos» atendía su padre en sus visitas al pueblo.

—Emmett, esta mañana me he encontrado con la señora Barker.

Lo que en un principio era un gesto que intensificaba las arrugas de la frente del anciano se acabó convirtiendo en una expresión muy hosca.

—Esa mujer es extremadamente desagradable.

—Sí, estoy de acuerdo con usted.

Dejaría caer el asunto. Sabía que no podía salir nada bueno de remover el fondo de la ciénaga, cuyo fango databa de hacía mucho tiempo, pero tampoco podía soportar la idea de que la gente del pueblo supiera más que él de un asunto tan personal.

—Ella me dio a entender que mi padre visitaba Loves Bridge cuando quería tener, eh…, compañía femenina.

En algún momento había tenido la esperanza de que la mujer le hubiera mentido o él la hubiera interpretado mal, pero Emmett asentía con pesar.

—Sí, es cierto. Siento decirlo así, excelencia, pero su padre era un calavera.

¡Por Zeus! Su padre había sido mucho más que un simple calavera. Una cosa era frecuentar los lechos de mujeres londinenses que sabían perfectamente de qué iba la cosa. ¿Pero dedicarse a cazar chicas del pueblo, sobre todo teniendo en cuenta que era el dueño de la hacienda? Eso solo era digno de un absoluto canalla.

Al parecer su linaje estaba lleno de ese tipo de individuos.

Sus tíos seguro que conocían perfectamente la calaña de su padre. ¿Se lo habrían contado a Nate? ¿Acaso él era el único que estaba in albis?

El verdadero sinvergüenza había sido su padre, no su madre como él había pensado hasta ahora. Quizás eso explicaba su ausencia…

No. Nada podía explicar eso.

¡Por Dios! ¿Qué más daba? Aunque su padre hubiera sido un santo, la maldición habría acabado con él.

—Tuve la gran esperanza de que su padre se hubiera enamorado de verdad de Clara —decía Emmett—. Porque Clara estaba enamorada de él, eso era obvio.

¡Por todos los demonios, otro con el mismo cuento! ¿Por qué pensaba Emmett que su madre estaba enamorada de su padre?

¿Y por qué la llamaba por su nombre de pila?

—¿Hasta qué punto conocía usted a mi madre, señor Emmett? Creo que la tal señora Barker mencionó que ella acababa de llegar al pueblo.

—Si, es verdad. Era la hija del hermano de la señora Watson, la antigua modista del pueblo. Su hermano les envió a la sobrina para que aprendiera el oficio con ella, aunque me da la impresión de que lo que pasaba era que su nueva esposa no quería que la chica se quedara con ellos. Era muy hermosa.

—Eso me dijo la Barker. —Él no conocía a su madre. Ni siquiera había visto ningún retrato de ella. Si existía, debía estar arrinconado en algún ático del castillo—. Por lo que me dicen, no me imagino a mi padre casado con una mujer fea.

—Sí, claro. Pero ser guapa y no tener dinero no es una situación fácil para una mujer —afirmó Emmett frunciendo el ceño—. Watson era mi amigo íntimo, y hablamos varias veces, tomando una cerveza, acerca de los detalles de la visita de Clara. Cuando el duque empezó a perseguirla, Watson me pidió que averiguara las intenciones reales de su padre, excelencia, aunque evidentemente yo no estaba en condiciones de preguntarle semejante cosa. Lo intenté una vez, dada mi gran amistad con Watson, y fui duramente rechazado y reprendido, supongo que con razón. Yo soy solo el administrador.

Él siempre había creído que su madre atrapó a su padre entre sus redes, pero dos personajes tan diferentes como Emmett y la arpía de la Barker estaban convencidos de que sucedió al revés.

—El cortejo fue demasiado breve, al menos yo lo veo así. Se casaron en la iglesia del pueblo, e inmediatamente se fueron a la casa de Londres. Creo que… —empezó, pero cerró la boca—. Bueno, la verdad es que ya da igual…

—¿A qué se refiere? ¿Qué es lo que da igual, señor Emmett?

Emmett entornó los ojos y se inclinó un poco hacia Marcus.

—Su excelencia, sé que no es un asunto que me incumba, pero, bueno…, siento tener que decirle que no creo que el duque tratase bien a Clara.

—¿Piensa que la golpeaba, que le hacía daño? —¡Por Dios bendito! ¿Acaso la perfidia de su padre no tuvo ningún límite?

—¡Oh, no, excelencia! —dijo Emmett mirándole horrorizado—. No me refiero a eso, perdone si me he explicado mal. Lo que creo es que, una vez que consiguió, eh…, tenerla, volvió a sus costumbres habituales, es decir, a frecuentar burdeles y a acostarse con mujeres fáciles de Londres. Supongo que era de esperar, al fin y al cabo era un duque y podía hacer lo que quisiera sin dar explicaciones a nadie, pero la pobre Clara no estaba preparada para ello, ni se lo esperaba. Para ella, el matrimonio y la fidelidad eran consustanciales —afirmó meneando la cabeza—. Era una chica de campo, no de la capital, y además irlandesa.

—El tipo, quiero decir, mi padre, sabía quién era cuando se casó con ella.

—Sí, claro, pero una cosa es saber y otra querer saber, no sé si me explico bien. Además, francamente, su padre estaba absolutamente obsesionado con Clara en el aspecto físico, y no pensaba o no quería pensar con claridad. Una vez que obtuvo lo que quería, es decir, acostarse con ella, se acabó…

Estaba más claro que el agua. Su condenado padre no utilizó la cabeza para pensar, sino el pene.

—Por lo demás, me pregunto muy a menudo si no fue la maldición la que condujo a su padre a la obsesión por Clara y la que le hizo actuar sin ningún tipo de consideración ni lógica después, cuando supo que ella estaba embarazada.

Marcus podía entender el miedo, por no decir el pánico, que debió de sentir su padre por aquel entonces. Eso de tener la muerte rondando a tu alrededor… Por su parte, esperaba encontrar el valor y la dignidad suficientes como para vivir con honor una vez llegado su turno.

—Quizá no deba culpar a su padre de todo lo que ocurrió —dijo Emmett moviéndose incómodo en la silla—. Supongo que Clara confiaba en que cambiara después de la boda, que asentara la cabeza. Pero descubrió muy pronto que no iba a ser así —concluyó, negando de nuevo con pesar.

—En todo caso —continuó—, cuando volvió a Loves Bridge tras quedarse viuda, no quiso implicarse en absoluto ni aprovechar su condición de duquesa. Incluso insistió en quedarse con los Watson, pero la convencimos de que eso no hubiera hecho más que desatar las habladurías y los cotilleos. El siguiente duque tenía que nacer en el castillo.

Así que su madre lo abandonó porque cargó sobre sus hombros de bebé los pecados de su padre. Demonios, eso era. De eso iba la maldición, por supuesto. Era un castigo para los herederos por el pecado del tercer duque.

Emmett se comportaba como si tuviera algo más que decir pero le costara.

Probaría a decirlo por él.

—Y entonces mi madre me llevó con mis tíos y me dejó con ellos para poder liberarse al fin de la maldición, ¿verdad? —Mirando el asunto fríamente, la verdad es que él haría algo parecido si pudiera: se libraría de la maldición. Aunque, ¿a cualquier precio…?

—No, no fue eso lo que pasó, ni muchísimo menos, excelencia. Sus tíos vinieron aquí, al castillo. Convencieron a Clara de que sería mejor que su madre lo dejara a usted con ellos.

—¡¿Cómo dice?!

Eso era imposible. La tía Margaret y el tío Philip nunca habrían sido capaces de hacer semejante barbaridad. Fue su madre la que decidió abandonarlo y dejar a sus tíos la responsabilidad de criarlo. Porque no lo quería.

—Por favor, excelencia, intente comprender. —Los vidriosos ojos de Emmett lo miraban algo indecisos—. Clara había sido llevada a Londres, lejos de la poca gente a la que conocía y quería, e introducida en una sociedad que la despreciaba y escarnecía, tanto por la maldición como por su origen y acento irlandeses. Su marido la ignoraba e iba de cama en cama sin preocuparse por ella, y cuando murió inesperadamente…

—¡¿Inesperadamente?!

—Para Clara, su excelencia. Hasta ese momento no creía en la maldición —dijo Emmett con un suspiro y dejando caer los hombros—. Volvió a Loves Bridge deshecha, con el corazón roto por el dolor, con el embarazo bastante avanzado y sintiéndose muy mal físicamente. Y, solo unos días después de su alumbramiento, llagaron sus tíos. Ellos formaban parte natural del mundo para el cual había nacido usted, un mundo absolutamente extraño para Clara. Además, su tío era su tutor legal, por su condición de pariente masculino más cercano. Así que cuando su tía sugirió que tal vez sería mejor que ellos lo adoptaran y criaran, Clara se sintió obligada a aceptar.

¡Por Dios, tenía todo el sentido! Pero también ponía su mundo patas arriba.

—Entonces, ¿está usted diciendo que mi madre me dio en adopción solo para beneficiarme?

Emmett se echó hacia atrás y pareció desconcertado, como si lo que decía Marcus fuera una absoluta obviedad.

—¡Pues claro! ¿Qué otra razón podría haber tenido? Se pasó días, incluso meses, llorando después de que sus tíos se lo llevaran.

Emmett tenía que estar equivocado.

—¿Y cómo se explica que no se haya puesto en contacto conmigo desde entonces?

—Sospecho que porque pensaba que a usted no le habría gustado, su excelencia. Me da la impresión de que sus tíos la convencieron de que sería mejor que se olvidara de que había tenido un hijo, porque tener una madre irlandesa sería peor que no tener madre —dijo abatido—. Debo confesar que yo no estaba de acuerdo, pero por aquel entonces yo no sabía nada de la alta sociedad. Y, perdone que se lo diga, pero lo poco que sé ahora no me gusta en absoluto.

Emmett estaba equivocado, tenía que estarlo. Pero…

En su pecho bulló una especie de borboteo, que de entrada le pareció entusiasmo. ¿Tendría razón? ¿Por qué iba a mentirle?

No. La verdadera razón por la que su madre no se había puesto en contacto con él era porque estaba demasiado ocupada pasándoselo bien. Si cuando su padre se casó con ella era una pueblerina sin experiencia, pronto habría aprendido a dejar de serlo.

—¿Y el conde italiano?

—¿El conde italiano? —Las cejas de Emmett saltaron como movidas por un resorte—. ¿Qué conde italiano?

—El que se ha casado con mi madre. Y no me venga con el cuento de que nadie la mantiene. Desde que estoy a cargo de sus fondos, no ha tocado ni pedido ni un solo penique.

Emmett seguía mirándolo absolutamente desconcertado.

—Sí, es verdad que se volvió a casar, pero su marido ni es italiano, ni mucho menos conde. Volvió a Irlanda una vez que se recuperó del parto, y después de unos años, conoció a un médico, irlandés por supuesto, se enamoró y se casó con él. Vive en Dublín y tiene tres hijos.

«¡Tengo hermanos!»

Desvió la mirada de la de Emmett para hacer balance de sus pensamientos, y sobre todo de sus sentimientos, y se sorprendió a sí mismo mirando el retrato del tercer duque. Le entraron ganas de arrancar el cuadro de su sitio y de darle un puñetazo en la cara al maldito sinvergüenza. ¡Ojalá estuviera ardiendo en el infierno!

—¿Entonces está usted en contacto con ella? —dijo, algo asombrado de poder mantener la calma.

—Sí, excelencia. Debido a mi amistad con su tía y, sobre todo, con su tío, además de los acontecimientos tan, eh…, desdichados que rodearon su nacimiento, le tomé mucho cariño, como si fuera la hija que nunca pude tener.

—Entiendo. —Marcus agarró un pisapapeles de latón. Estaba bien eso de poder agarrarse a algo sólido. Sus pensamientos eran un auténtico carrusel.

«Tengo hermanos.»

—¿Qué edad tienen sus hijos?

—Bueno, ya son mayores. Creo recordar que el más joven tiene veinte.

—¿Y el mayor?

—Veinticuatro. La verdad es que tardó unos años en volver a casarse.

«Tengo parientes muy cercanos que no conozco. Irlandeses, no italianos. Y eso solo para empezar. ¿Es posible que haya entendido mal lo que me ha contado este hombre?»

«No. Es imposible.»

—Muy bien, señor Emmett. Muchísimas gracias. Eso es todo.

«Tengo que hablar con Nate para ver si sabe algo de lo que me ha contado Emmett.»

Emmett se levantó de la silla con ciertas dificultades.

—¿Y el problema del drenaje, su excelencia?

¡Claro! Se había olvidado por completo de eso. Lógico, por otra parte, dado cómo había ido el resto de la conversación.

—Sí, por supuesto. Mañana me ocuparé a fondo de ello, pero… —Dudó. ¿Cómo podría decirlo amablemente, sin que el anciano se molestase?

—¿Sí, excelencia?

—Valoro muchísimo su conocimiento, señor Emmett, pero tal vez sería mejor que…, quiero decir, si me acompañara el señor Dunly podría hacerme una idea de su valía.

—Y, además, le da cierto apuro cabalgar con un hombre de más de ochenta años —dijo Emmett riendo.

—No es mi intención mo…

Emmett alzó la mano, que temblaba visiblemente.

—Tranquilo, excelencia, tiene usted toda la razón. Todavía puedo cabalgar, se lo aseguro, pero sé que no podría mantener su ritmo ni media hora. Llévese a Theo, que conoce el problema a la perfección. ¿A qué hora le digo que esté preparado?

—Digamos que a las ocho de la mañana.

—Muy bien —dijo Emmett, que hizo una reverencia y se volvió para salir del estudio, pero se detuvo, apoyó la mano en el quicio de la puerta y sacó del bolsillo una hoja de papel doblada—. ¡Ah, por poco se me olvida, excelencia! Trajeron esto de la vicaría justo antes de que empezáramos nuestra reunión. Fue Henry, el hijo mayor del vicario. Dijo que era una invitación a cenar mañana, para usted y sus amigos, lord Haywood y lord Evans.

—Gracias —dijo Marcus agarrando el papel—. Les preguntaré a mis amigos antes de contestar.

—Puede enviar la respuesta con Theo —dijo Emmett guiñando el ojo pícaramente—. Tiene al pobre caballo derrengado de tanto ir del castillo a la vicaría. Es lo que tiene el amor entre los jóvenes, ¿verdad?

—Pues, eh…, sí, me imagino que sí —contestó. Aunque él no había experimentado ese sentimiento, ni sus emociones. Se quedó un momento pensando en ello cuando Emmett se marchó finalmente.

No le dio demasiado tiempo, ya que la puerta volvió a abrirse casi de inmediato, dando paso a Nate y a Álex.

—Hemos visto salir a Emmett, y nos preguntábamos si te apetecería venir a dar un paseo a caballo con nosotros —dijo Nate.

—Pensamos que te haría bien salir de esta habitación tan rancia —le informó Álex echando un vistazo al retrato del tercer duque—, y así dejar de estar obligado a ver a este desagradable individuo.

—Voy a hacer que lo quiten de esta pared y que se lo lleven al lugar más alejado, mohoso y polvoriento de la buhardilla —dijo Marcus mirando el cuadro con desagrado.

—Es una idea excelente —asintió Nate.

—Por cierto Nate, Emmett acaba de contarme una historia increíble. Me ha dicho que mi madre está casada con un médico irlandés y que vive en Dublín.

—¡Qué dices! —exclamó Nate levantando las cejas hasta el nacimiento del pelo—. Es la primera vez que lo oigo. Mis padres, y toda la alta sociedad, creen que se casó con un conde italiano.

—Sí, ya —dijo Marcus pensativo, tocándose la parte de detrás de cuello—. Pero Emmett ha sido muy convincente. Hasta me ha contado que tengo hermanos irlandeses.

—Emmett es muy mayor —intervino Álex después de dar un silbido de pura sorpresa—. Igual se le van las ideas. ¿Os acordáis de Childwich?

—Sí, cómo no. El conde que entendía, ¡y hablaba!, el lenguaje de los perros —dijo Marcus—. Yo estaba presente cuando le dijo a la condesa de Fontenly que el mayor deseo de su dogo era ser cantante de ópera. Pero Emmett no está tan mal, ni muchísimo menos. Me ha hablado con absoluta lucidez de los problemas de la hacienda, por ejemplo del drenaje de ciertas zonas.

—Lo mismo le pasaba a Childwich con todo lo que no tenía que ver con sus conversaciones con los perros.

—Creo que sería conveniente evaluar la situación, Marcus —arguyó Nate frunciendo el ceño—. Por lo menos tienes al señor Dunly, que parece capaz de hacerse cargo de todo si Emmett falla.

—Sí. —Emmett tenía que estar confundido. De todas formas, su relato había sido muy detallado, y tenía lógica.

—No te preocupes por eso —dijo Álex dándole una palmadita de ánimo en el hombro—. Vente a cabalgar con nosotros. Respira aire puro, siente el sol en la cara. Si no piensas más que en el trabajo y en las preocupaciones, terminarás poniéndote enfermo.

—Puede que tengas razón —concedió Marcus echando la silla hacia atrás y estirándose. Le invadió un sentimiento extraño, mezcla de alivio y decepción. Decepción por no tener una familia en Irlanda, pero alivio por no haber crecido y madurado convencido de algo que era una mentira. Y Nate tenía razón: allí estaba Dunly, que podía asumir sin problemas las responsabilidades de Emmett cuando hiciera falta.

Se levantó... y vio la invitación en el escritorio.

—Si os apetece salir del castillo —dijo—, hemos recibido una invitación para cenar mañana en la vicaría.

—Pero el vicario tiene diez hijos, ¿no? —dijo Álex levantando una ceja.

¿Y qué tenía eso que ver con ir a cenar?

—Sí, aunque dos de las hijas están casadas.

—Probablemente acudirán, y llevarán a sus hijos. —Álex puso los ojos en blanco—. Id Nate y tú. Yo prefiero librarme del caos.

—Álex tiene razón, Marcus. No suena a que vaya a ser una velada tranquila y agradable. ¿Por qué no te excusas?

«Porque estará la señorita Hutting.»

No, la razón no era esa, ni muchísimo menos.

—Estoy seguro de que los niños cenarán aparte. El vicario es uno de los personajes más importantes del pueblo. ¿Podéis decirme una manera mejor de implicarme algo más en los asuntos de la hacienda?

—Tienes razón, pero no a costa de tus nervios, Marcus —dijo Álex—. Ve a los servicios religiosos si lo crees conveniente, aunque yo tampoco te acompañaré, pero no sufras un corte de digestión.

Marcus miró de nuevo la invitación. Le parecía que no acudir era inadecuado.

—Creo que mi estómago y mis nervios lo soportarán.

Era su corazón, y otro órgano importante, los que de verdad le preocupaban.