Matar al mensajero

Según Aristágoras de Tesalia, la costumbre de matar al mensajero que traía malas noticias data del siglo VIII (a. de J. C.) cuando Régulo ordena lapidar al correo que le informa que Xantipo, su carnero predilecto, ha caído por un despeñadero, haciéndose pedazos.

La historia recoge más tarde los avatares de Sebo de Agrigento, un joven espartano que debe notificar al monarca Cayo Sempronio que sus tropas han sido exterminadas en la batalla de Salamina.

Esparta ya estaba en decadencia, pero conservaba aún vestigios de anteriores grandezas. Cayo Sempronio, hijo de Argólida y Sempronio I el Adulto, nieto de Terencio Emilio, hermano de Trasimeno y Pánfilo el Ilota, sobrino de Alcibíades y Elenita, amigo cercano de Publio Escipión, cliente asiduo de Cátulo y paciente ocasional del sabio Pisístrato de Rodas, había teñido con su carácter sensible y perceptivo, la nueva cultura de su ciudad, tradicionalmente guerrera.

Muerto su padre, a quien en la intimidad familiar llamaban “El Cruel”, el nuevo monarca no vaciló en dejar de lado las férreas costumbres militares que habían caracterizado al pueblo espartano. Durante su corto gobierno florecieron los cenáculos literarios, los juegos danzantes y los arreglos florales, reemplazando al adiestramiento de combate donde se habían forjado generaciones y generaciones de espartanos. Notificado del cambio, a través de trovadores trashumantes que cantaban las glorias de Esparta, la codicia floreció en el espíritu ambicioso de Aníbal, el Conquistador de las Galias.

Poco tiempo atrás, durante su campaña al Asia profunda, Aníbal había incorporado los elefantes a sus huestes, con lo que nació una nueva costumbre que habría de imponerse en todo el Peloponeso: el circo. Aníbal ya disponía de cuatro legiones reforzadas con elefantes, dos con osos bailarines y otras dos con perros equilibristas.

En el año 324 a. C. Aníbal, con su formidable ejército, cruza el Rubicón e invade las planicies de la Mesopotamia y el fértil valle del Metaponto, amenazando así directamente los dominios de Cayo Sempronio, a quien llamaban ya “El Esteta”.

Cayo Sempronio no se intimida. Ante el disgusto de los principales pretorianos de su ejército y la inquietud de la población, pone al frente de sus tropas a Efraín de Cadmio, un pintor naturalista por quien sentía verdadera admiración y respeto.

Efraín no se arredra ante el desafío, pese a que debe enfrentar, ni más ni menos, a Aníbal y sus enloquecidos elefantes, flamantes conquistadores de toda Asia menor, parte de Asia mayor, trozos de África aborigen, y los imperios sunita, persa y mandarín, en el lejano y remoto Oriente.

Marco Polo, el viajero, es quien advierte a Efraín de Cadmio sobre los riesgos de su aventura. Polo es quien provee a Efraín de las telas para sus cuadros, trayéndolas desde los confines del reino de la Cochinchina en naves que han desafiado, ya, todos los mares. Conoce a Aníbal puesto que también ha comerciado con él, aprovisionándolo de elefantes, cocodrilos del Ganges y hasta gatos procedentes de Siam a los cuales Aníbal ha conferido cargos menores en su ejército de ocupación.

Efraín no duda. Convence a Cayo Sempronio de que deben tejer una alianza con las otras tribus de la región para detener a Aníbal.

“¡Datenta Aníbal! ¡Datenta Aníbal! es la consigna que recorre, como un reguero del nuevo producto explosivo que han inventado los cochinchinos —la pólvora—, el valle del Éufrates, los olivares de Elche, los viñedos de Arcadia, las termas de Caracalla.

Los imperios vecinos deciden apoyar a Cayo Sempronio. Efraín de Cadmio reúne entonces bajo su mando a los oscuros cafres del vértice del Tigris, los asiáticos mongoles llegados desde las alturas de Tamerlán, los pálidos nativos alfareros de las riberas del Ganges.

Dispone, ya en el campo de batalla, los negros por un lado, los amarillos por el otro, y balancea los blancos de forma que el impacto visual no sea agresivo.

Diseña él mismo los uniformes, quitando cobres y brocatos, bronces y cuerinas, para reemplazarlos por aleaciones brillantes, capas vaporosas, tules y sandalias con coturno.

A fines del año 328 a. C, según Aristágoras de Tesalia, se produce la batalla de Salamina, donde Aníbal destroza sin piedad alguna a las legiones aliadas de Cayo Sempronio “El Esteta”, bajo el mando de Efraín de Cadmio.

Siempre según Aristágoras, en sus escritos hallados a orillas del Mar Caspio, un solo hombre de Efraín salió con vida de la matanza, y fue el mensajero Sebo de Agrigento, un joven de apenas 14 años que corría como el viento.

Sebo, aún adolescente e inexperto, comprendió que la suerte estaba echada al observar que en el campo de batalla yacían sin moverse, sin hablar y sin emitir sonido alguno, los 130.000 hoplitas que su jefe había empujado a la contienda.

El joven, sin vacilar, emprendió veloz carrera hacia Esparta, distante unos cien kilómetros de allí. Debía avisar lo antes posible a su emperador, Cayo Sempronio, que debía huir precipitadamente, evacuar la ciudad, trepar a una nave y remontar el Éufrates antes de que la ensoberbecida soldadesca de Aníbal cayera sobre la ciudad y la redujera a escombros.

No obstante, Sebo no quería repetir la triste experiencia de Peidípides, el soldado de Maratón.

Recordaba que aquella historia se había contado, con lujo de detalles, durante largas noches en los fuegos de Esparta, traída por viajeros, caminantes y derviches. En la batalla de Maratón, un mensajero había corrido doscientos kilómetros hasta Esparta, para anunciar la amenaza persa, cayendo muerto luego de cumplir con su heroico cometido.

Sebo de Agrigento no deseaba una novedad a lo Pirro. Quería alertar a su monarca, pero conservar un resto de aliento para huir luego, junto con él, en el esquife.

Por lo tanto, en pleno escape, dosificó el esfuerzo y moderó su carrera dado que le dolía ya un poco el bazo.

Sin embargo, pronto debió abandonar todo cuidado. A sus espaldas le parecía escuchar el entrechocar de espadas enemigas, el retumbar de cascos de caballos, el jadeo estremecedor de los elefantes a través de los atanores de sus trompas proboscídeas.

Dos días y dos noches corrió Sebo de Agrigento, los pies en carne viva. Más de una vez rodó por los polvorientos senderos, flagelando sus carnes con las piedras filosas y las zarzas del camino que se prendían a sus cabellos como queriendo detenerlo. “¡Datenta Sebo! ¡Datenta Sebo!’’, parecían rugir las aguas procelosas del Tigris, río que debió cruzar ocho veces, desorientado.

A pocas leguas de llegar a las amuralladas puertas de Esparta, macilento y agotado, tuvo la fortuna de caer de bruces frente a una cueva donde habitaba una anciana macedonia.

La anciana, Argucia de Corinto, lo confortó brindándole agua, nísperos, dátiles y quesillo de cabra. Le aconsejó, además, que descansara en su cueva toda una noche antes de reanudar la marcha. Pero Sebo se opuso.

—Debo avisar a Cayo Sempronio y a toda la población de Esparta, que hemos sido derrotados y que, en un par de jornadas, las tropas de Aníbal y sus enloquecidos elefantes estarán por acá.

La anciana lo miró con firme conmiseración.

—No envidio tu suerte, muchacho —le dijo luego—. Se ha hecho habitual una repudiable costumbre, la de matar al mensajero que trae malas noticias. ¿Conocías tú a Filipo, de Sicilia?

—¿El hijo de Epaminondas, sobrino de Flaminia, nieto de Atajerjes y Massina, primo de Atilio?

—El mismo. Era mi hijo.

—Sí. Lo conocí en clases de teatro.

—Era mensajero, como tú —se quebró la voz de la anciana—. Cayo Sempronio lo mandó matar cuando Filipo le informó que Temístocles, su halcón predilecto, se había estrellado contra un álamo.

—¿Cómo pudo suceder tal infortunio?

—Uno de los cetreros del emperador olvidó quitarle la capucha que cubre la cabeza de los halcones mientras reposan. El ave fue lanzada a volar y se aplastó aparatosamente contra un álamo. Mi hijo relató la escena a Cayo Sempronio y éste ordenó que lo lapidaran.

—Debo irme —cortó la amarga conversación, ansioso, Sebo de Agrigento.

—Reposa en mi cueva, esta noche —insistió la anciana—. Mañana estarás fresco y vigoroso para difundir la mala nueva.

En eso, dos soldados de Cayo Sempronio acertaron a pasar por el lugar, montados a caballo.

—¡Sebo! —gritaron, reconociendo al muchacho pese a su aspecto desgraciado—. ¿Cómo ha terminado la batalla?

—Bien sabes, valiente hoplita —se irguió Sebo—, que nadie puede enterarse de una noticia antes que Cayo Sempronio. Pero uno de vosotros corra ya, vuele hasta el palacio para advertir al emperador que voy en camino. El otro, que me espere acá, mientras me aseo y me alimento, para estar presentable ante los ojos de los sabios.

Casi de noche, Sebo de Agrigento hacía su entrada en Esparta, en ancas de la cabalgadura del legionario. Le sorprendió encontrar a toda la población despierta, reunida en las escalinatas del foro, portando antorchas y aguardando las noticias que él debía proclamar.

Sebo había sido veloz como el rayo. Si el éxodo comenzaba de inmediato, a nadie encontraría Aníbal para sacrificar, burlar, escarnecer o esclavizar. En el puerto, aguardaba con las velas extendidas el esquife que podría llevar a Cayo Sempronio a buen recaudo.

Sebo trepó las escalinatas, jadeando ahora por la emoción y la ansiedad. A sus frágiles 14 años sabía que concitaba la atención de sus conciudadanos, que todo el mundo estaba pendiente de él. Dentro del palacio, Cayo Sempronio había ordenado suspender la orgía. Callaron los timbales, los armuños y los sarcandos y dejaron de danzar las odaliscas. Se hizo un silencio ominoso.

—¿Qué buenas nuevas me traes, mensajero? —balbuceó Cayo Sempronio, tragando saliva. Se había percatado, ya, del aspecto enclenque de su correo.

Sebo elevó su mano derecha.

—¡Victoria! —rugió.

Un estallido de loca algarabía sacudió el palacio alcanzando a la gente que aguardaba en las escalinatas del foro, que comenzó a danzar, saltar y contorsionarse.

—¡Fácil victoria! —repitió Sebo, su puño en el aire. Cayo Sempronio logró hacer callar por un momento a la muchedumbre.

—Me alarmaste —rió— con tu aspecto menesteroso. Advierto laceraciones, hematomas y escoraciones en tu cuerpo, como si hubieses sido alcanzado por las azagayas y las alabardas del enemigo.

—Caí mil veces —Sebo bajó su mirada—, y mil veces me puse de pie para llegar aquí y contar la maravillosa noticia. Por fortuna, di con la cueva de la vieja Argucia, quien me confortó y retempló mi ánimo.

Esa noche nadie durmió en la ciudad de Esparta. Todos festejaron hasta las primeras luces del alba y luego comenzaron a preparar la gran fiesta con que recibirían a las tropas vencedoras al mando de Efraín de Cadmio.

De Sebo de Agrigento nada se supo, según cuenta Aristágoras de Tesalia en sus escritos, pero no hallaron jamás su cuerpo, luego de que Esparta fuera reducida a escombros y las legiones de Aníbal esparcieran sal gruesa sobre las ruinas. Lo único que se salvó de la quemazón y el destrozo fue el esquife de infladas velas que, según historiadores poco confiables, zarpó durante la misma noche del festejo, conducido, quizás, por el joven mensajero.

Así fue como, con el enojoso hábito de matar al mensajero, nació además la costumbre de la mentira, falsedad moral sobre la cual no había conocimiento hasta ese momento en la historia. O, al menos, no dan cuenta de ella —antes de este episodio—, ni Aristágoras, ni Demóstenes, ni Epaminondas de Cízico, como tampoco Aurelio el Cartaginés en su Piedra Roseta.