Mi encuentro con Jawaharlal

Con seis meses de anticipación tuve que gestionar mi cita con Jawaharlal. En realidad yo, hace un año, no tenía la más mínima idea de la existencia de Jawaharlal, el brahmán levítico de la Senda de lo Intangible. Y Tamara me habló de él una tarde en que tomábamos sangría en esa especie de jardín de invierno que tiene en su casa.

Hacía calor, me acuerdo. Tamara, como siempre, estaba sentada sobre ese sillón color caca que tiene, descalza, recostada sobre uno de los apoyabrazos y con las piernas recogidas sobre los almohadones. Siempre le gusta andar descalza. Dice que la hace sentir más libre y la conecta con la energía de la tierra.

Es una mujer interesante, Tamara. Muchos dicen que está absolutamente loca, que se la pasa actuando, que ha compuesto un personaje de languidez permanente, pero así y todo es muy agradable. No sé. A mí me cae bien.

Por supuesto que a María Laura no. Aguanta mi relación con ella porque Tamara ya tiene como sesenta años y descuenta que yo no me voy a encamotar con una mujer tan vieja. Tamara tiene sesenta y los demuestra, son su orgullo.

Siempre dice que jamás ocultaría una sola de sus arrugas, que las arrugas son como los anillos que indican la edad de los árboles, o como las insignias que muestran el grado de los militares. Tenía puesta una de esas túnicas hindúes que son como de seda y fumaba.

Su casa está siempre llena de plantas, gatos, velas, sahumerios y música rara. Esa música hindú, que son como ruiditos, como ensayos de los instrumentos antes de empezar a tocar.

Pero a mí me hace bien hablar con ella. Nunca supe de qué trabaja o cómo se mantiene pero de todos modos siempre me cuenta que come tallos de bambú, como los pandas; soja, pétalos de flores, raíces, bulbos, glóbulos homeopáticos, cosas que, en definitiva, no cuestan un carajo y se encuentran tiradas por la calle o te las regalan en las verdulerías si comprás un camote. Y yo ya andaba bastante confundido por esa época. Me resistía a aceptar, sin embargo, que todos mis malestares, úlceras, esofagitis, arritmias, urticarias, se relacionaban con los quilombos que habían empezado a aparecer con María Laura, mi mujer.

—¿Escuchaste hablar de Jawaharlal? —me preguntó Tamara, cuando yo terminé de contarle mi último despelote familiar. Le dije que no—. ¿Tampoco leíste nada de él?

Volví a negar con la cabeza. Tamara me explicó que ya mucha gente importante de Buenos Aires, psicólogos, filósofos, decoradores, economistas, pintores, viajaban periódicamente a la India para visitarlo, conocerlo, acceder a la paz interior, recibir una palabra de esclarecimiento o intentar captar el sentido misterioso del tiempo.

—Viene ahora —me dijo—. A Buenos Aires.

—¿Ahora?

—En julio. Dentro de seis meses.

—Ah. Falta mucho.

—Según como se vea —suspiró Tamara, sonriendo, casi condescendiente—. Lo del tiempo es tan relativo. Tan relativo. Deberías reservar desde ya tu turno para verlo. Mañana a más tardar. Es la primera vez que viene al país y todo el mundo está desesperado por consultarlo. Son encuentros absolutamente personales, de más está decirlo. Viene a un hotel cinco estrellas de Buenos Aires y va a estar solamente dos días.

—Dos días… Es poquísimo…

—Es tan relativo, lo del tiempo.

Yo, para ser sincero, ya había intentado varias terapias de las llamadas alternativas. Mi mundo había empezado a resquebrajarse desde esa tarde en que María Laura me tiró por la cabeza con el multiprocesador Kenia en medio de una discusión sobre si al jugo de frutas convenía agregarle, o no, leche condensada y nueces secas.

Ella más de una vez había amenazado con agredirme físicamente, pero esa fue la primera vez que lo intentó en forma abierta. Yo había fracasado ya con el Control Mental. Al principio me pareció interesante, pero me resultaba poco confiable que el tipo que dictaba el curso fuera el mismo que, tiempo atrás, le había dado un curso de venta de cosméticos a mi hermana.

No era que yo desconfiara de su versatilidad, pero ese conocimiento suyo de alguien de mi familia no me dejaba muy tranquilo. Confieso que prefería que nadie se enterara de esas actividades mías donde buscaba un poco de paz y sabiduría, porque enseguida empezaban a mirarte como a un loco. Tanto que le decía a María Laura que salía a correr a las siete de la mañana y me iba a lo del Control Mental. Apenas Pianovi, que era el tipo que dictaba el curso, me decía que me concentrara y cerrara los ojos, me quedaba dormido. Pero completamente dormido.

Roncaba y molestaba a los demás. Babeaba. Duré muy poco en ese curso. Después, en la medida en que aumentaban mis peleas con María Laura, intenté unas clases de bricolaje, la homeopatía y también el tai-chi-chuan. El tai-chi-chuan me hacía muy bien para la coordinación muscular, pero no lograba relajarme. Al profesor —“sabón” debíamos llamarlo— se le había metido en la cabeza que teníamos que practicar al aire libre, en las plazas, y a mí me daba una vergüenza tremenda. Me resultaba insoportable estar allí, en una plaza pública, moviéndome en cámara lenta, vestido como un maestro ninja, a la vista de todos, rogando que no pasara ningún conocido.

Volvía a mi casa y tenía que tomarme un Valium triple para relajarme. Lo soporté hasta el día en que me vio un amigo de mi hijo Marcos, a la salida de la escuela secundaria junto con otros compañeros. Adolescentes despiadados que podían gozar torturando animales domésticos y que yo adiviné de reojo mientras levantaba una pierna en ese movimiento identificatorio de la “cigüeña de Fu-chen”, que me suele producir un calambre terrible acá atrás, en los aductores.

Escuché, de pronto: “¡Roberto!”, y supe que el guacho de Alvarito me había detectado. O que había creído reconocerme y, estupefacto, deseaba confirmarlo. No le contesté, fingiendo estar concentrado en mi armonía corporal. Pero me di cuenta de que me había puesto rojo, y la transpiración me corría por las axilas como un torrente. “¡Roberto!”, me volvió a llamar Alvarito. En medio de un giro, elevé un dedo de la mano, como saludando y oí que Alvarito decía: “¡Es Roberto, es Roberto, boludo!”. Se alejó con los demás, en patota, y segundos después escuché una explosión de carcajadas. Ese día no resistí más y abandoné el tai-chi-chuan.

Pasé también por el reiki, esa disciplina en la que una mujer (en mi caso era una mujer) le pasa a uno la palma de la mano muy cerca de la piel para captar las diferentes energías. Pero yo, mal informado, creí que se trataba de un estilo especial de masaje, el masaje tailandés o cosa así, donde, entre otras cosas, el masajista le camina a uno por la espalda. Me pasé el tiempo esperando que esa tipa me pusiera una mano encima, trémulo y anhelante. La veía acercar su mano a mi pecho, a mi estómago, a mis muslos, lentamente, prometedoramente, sin tocarme nunca y pensé que no se animaba a hacerlo, que era una principiante a la que le daba asco la piel masculina.

Yo soy un acomplejado con mi cutis, tiene granos, barritos, espinillas, y hasta verrugas. Pero no llegaba a explicarme cómo no me tocaba ni siquiera el pecho donde no tengo ni siquiera pelo. Eran momentos de ansiedad, confusión y frustración profundas. Al segundo día en que persistió en no tocarme no volví más, muy caliente. Después Tamara me contó que el reiki consistía en captar la energía con las palmas de las manos pero sin contacto alguno.

También un amigo del trabajo me habló del shri-ananda, una modalidad hindú que procura la armonía del espíritu con el cuerpo, la carta astral y la ropa blanca. Se basa en pequeños mordiscos que el especialista le aplica al paciente sobre la nuca. Me dijeron que era muy estimulante, pero no me animé. Luego leí que un canadiense quedó parapléjico con eso.

Y lo que ya me había desalentado definitivamente era el yoga. Acudí al yoga tras una de las peleas más encarnizadas con María Laura, cuando me confesó que yo era la peor basura que había conocido en toda su vida. Y no me lo dijo atacada por la furia. Me lo dijo fría y razonadamente, absolutamente convencida de lo que sentía, como si hubiese llegado a esa conclusión después de un análisis profundo.

No sé qué hubiese sido peor, si eso o la violencia física, porque María Laura enojada era de temer. Y si no, me remito al episodio del mutiprocesador Kenia. No pude en el yoga asimilar los cambios de respiración. La profesora, Teresita Ayerza, nos contaba que Gandhi, por ejemplo, respiraba tan sólo siete veces durante el día.

Dos veces antes de cada comida y una vez a la noche, cuando los problemas de la geopolítica ya lo abrumaban. Yo, admito, soy una persona simple, y tenía la firme idea de que nosotros sabíamos respirar desde chiquitos, de lo contrario todos hubiéramos muerto, pero al parecer no es así. Los orientales sí saben respirar. Lo hacen con el esófago y algunos, los de Sri Lanka, incluso con el hígado. Hay países, me decía Teresita, donde casi no se respira, es un hábito obsoleto. Pero ellos, los asiáticos, consiguen una mejor oxigenación de la sangre. La sangre de los malayos, por ejemplo, son puros globitos y es casi blanca. Diez mililitros de sangre malaya valen casi por medio litro de la nuestra. Dosifican, si se lo proponen, la irrigación del cerebro también.

En el Nepal, me contaba, hay lamas que tienen irrigación artificial, que no sé cómo la consiguen pero es muy cara. Irrigan más el cerebro durante el día, que es cuando lo necesitan, y durante la noche apenas si le dejan pasar algunos chorlitos.

Llegará un día, estoy seguro, en que nos enteraremos de que tampoco sabemos mirar y que siempre hemos mirado muy mal. Que, por ejemplo, usamos apenas un cinco por ciento de la capacidad de la pupila. Que hay que hacerlo con los ojos entrecerrados, supongamos, o descargando toda la energía óptica en los lagrimales, como lo hacen los tibetanos.

O escuchar, sin ir más lejos. Seguramente escuchamos para la mierda y los que escuchan bien son los chinos, que ponen la oreja de otra manera, que discriminan los sonidos, que separan los agudos de los graves.

Al segundo día en que me empecé a poner morado en la clase de yoga el profesor me recomendó que no siguiera con eso de la respiración, por un tiempo, hasta que regularizara mi ritmo cardíaco.

Se lo agradecí profundamente. Pero me sentí desprotegido ante mi crisis matrimonial. Entonces, afortunadamente, Tamara me habló de Jawaharlal y las Ordenanzas de la Senda de lo Intangible.

Tuve que llamar a un número de teléfono que aparecía en un aviso de “Clarín” para concertar la cita con el brahmán. Me contestó una voz con fuerte acento extranjero hablando muy mal el castellano, que me tomó el nombre, me dio un horario y me preguntó cuál era mi problema. Le dije que tenía problemas de relación con María Laura. Me preguntó si María Laura era yo o mi mujer.

Le dije que mi mujer. Dijo “Ah” y cortó. No me dio tiempo a preguntarle cuánto me costaría esa visita. Tamara me dijo después que había muchas formas de pagarle al maestro y que una de ellas era con la “armonía sensitiva”.

—¿Qué es eso? —me atreví a preguntarle yo.

—La armonía sensitiva —se encogió de hombros Tamara, entrecerrando los ojos y oscilando una mano en el aire, como si ese gesto aclarara el asunto por completo.

A todo esto yo tenía la sensación de que había algo que a mí todavía no me habían explicado, que me estaban dejando fuera de una conspiración conjunta o de una broma colectiva. Lo mismo que me ocurrió hace muchos años, en una reunión en casa del Gallego.

Habían decidido, después de comer, jugar al Detective, entretenimiento que yo no conocía. Tal vez por eso me habían elegido a mí como figura central. Tenía que salir del living y ellos —eran como 14— inventarían una historia relativa a un crimen. Luego yo debía entrar, comenzar con las preguntas y, a través de las respuestas, ir dilucidando el misterio hasta dar con el asesino. Muy animado —había tomado vino esa noche— dejé pasar el tiempo establecido para que ellos armaran la historia y volví al living.

Empecé con mis preguntas y ellos, según el reglamento del juego, sólo estaban obligados a contestar sí o no, al unísono.

Armé la historia, imaginé cómplices, acusé secuaces, acoplé parejas de amantes entre amigos y amigas allí presentes, hasta que me dijeron que la historia no existía. Que la había ido armando yo con mis preguntas. Que ellos simplemente se habían confabulado a contestar “sí” a todas mis preguntas que terminaran con vocales, y “no” a las que terminaran con consonantes. Por eso sonaban tan unánimes y convincentes las respuestas.

Me sentí un pelotudo y al volver a casa tuve una de mis primeras grandes peleas con María Laura que sabía cómo iba el juego y no me lo dijo. Argumentó que si me lo hubiera dicho no tenía ninguna gracia y me acusó de estar caliente con la negra Sofía a quien había sindicado, en mi historia, como mi informante.

Esa noche amenazó pegarme con uno de sus zapatos de taco alto, me gritó que no valía la pena ir a reuniones sociales conmigo y yo le dije que no soportaba que sus amigos me agarraran de pelotudo.

Me invadió un ataque de ansiedad por verlo a este hombre, al Jawaharlal, el sabio de la Armonía Sensitiva.

Cuando viajaba en el auto hacia Buenos Aires iba re-bobinando lo de mi relación con María Laura. Cómo había ido empeorando todo, cómo se había ido deteriorando.

Tras una primera década medianamente buena, tranquila, reposada, empezaron las peleas, las discusiones, los griteríos. El reproche permanente, la queja, la intolerancia más que nada. Eso me fue llenando de ansiedad, de inquietud, de una angustia vaga y oscura que me rodeaba como una bruma. Yo soy un tipo bastante nervioso, lo confieso. Y un estado de constante agresión me saca de quicio. Es como caminar sobre una delgada capa de hielo que, a cada paso, se puede resquebrajar y uno sabe que, abajo, espera el agua helada, el frío mortal, el plancton, las orcas, las ballenas asesinas.

Difícil vivir así.

No comprendía demasiado bien cómo la convivencia había generado tal incompatibilidad, como si una lija hubiese estado raspando, raspando y raspando la piel de cada uno de nosotros hasta que finalmente, ahora, estábamos ambos en carne viva. Jawaharlal, creo que ya lo dije, recibía en un hotel cinco estrellas de Buenos Aires, en uno de esos hoteles de Puerto Madero, nuevo. Si no digo el nombre no es por el hecho de no hacer publicidad ni ninguna de esas pelotudeces sino porque no me acuerdo. Tenía tal grado de excitación que ni me fijé en el nombre.

Sólo recuerdo que era de esos hoteles impresionantes, con un lobby gigantesco y muy luminoso y lleno de plantas. Algo impersonal, por otra parte.

Son hoteles que no transmiten rasgos característicos de ningún país. Uno está allí adentro y puede imaginar que está en cualquier parte del mundo, da igual. Supuse que Jawaharlal, en su infinita sabiduría, lo había preferido así.

Posiblemente un hotel netamente aporteñado, o netamen-te argentino —si lo hubiera— con recepcionistas vestidos de gauchos o una vaca embalsamada en la puerta como en la parrilla “La Estancia”, le hubiera quitado clima a su presentación, que uno suponía ligada a Bangalore, a Madrás, al Ganges, a los fakires y todo eso.

Sin embargo, sin embargo, cuando uno entraba a la habitación, a la suite de Jawaharlal, ya la cosa cambiaba. Toda esa impersonalidad desaparecía y uno se encontraba con un real clima hinduista. O, al menos, lo que uno supone un clima hinduista, a través de las películas.

Películas que en general hacen los yankis y que, en definitiva, vaya a saber si tienen, realmente, alguna conexión con la India verdadera. Porque las hacen en Filadelfia y los tipos andan tan disfrazados como Abbott y Costello en las películas sobre Arabia con alfombras voladoras.

Pero lo primero que me impactó al entrar fue el olor, como una cachetada. A incienso, por supuesto, muy fuerte.

A flores, a jabón, a humo de velas aromáticas. Y un leve, pero muy leve aroma a bosta. Un olor a Exposición Rural, a mierda de vaca, a fardos de pasto que, por otra parte, no se veían por ningún lado.

Pero el olor estaba, por ahí abajo, debajo de los otros aromas, y no resultaba desagradable ni mucho menos. Mucho almohadón por el piso, alfombras, cortinados, tapices, el techo cubierto por tules colgando, una luz algo débil, tenue, agradable.

Y la música, la música hindú, esa misma que fueron a estudiar los Beatles. Era como estar en Calcuta, en un rincón de Calcuta, donde no he estado nunca pero me la imagino. Faltaba alguna vaca sagrada, algún cebú, alguna cobra con su fakir, pero eso, eso, ya hubiese sido propio de Disneylandia. Sólo los yankis son capaces de animarse a hacer caricaturas de todas esas cosas.

Me atendió algo, no sé si era una chica o un chico, de pelo renegrido y largo a la cachetada, de piel color verde, ese tono morochón aceitunado que tienen los hindúes. Pero vestido así nomás, camisita blanca y pantalón negro y unas zapatillas tipo Boyero.

Me hizo pasar al salón principal. A mí me temblaban las piernas.

En el salón principal, tumbado sobre unos almohadones, sobre una tarima no muy alta y cubierta por tapices, estaba Jawaharlal, el brahmán levítico que me conduciría por la Senda de lo Intangible.

Era más chico, más pequeño de físico de lo que yo lo había supuesto viéndolo en la tapa del libro que me había mostrado Tamara.

Bastante gordo, pelado, de larga y desprolija barba blanca, el poco cabello que le quedaba en la cabeza muy crecido, casi sobre los hombros.

Tendría más de setenta años y menos de no sé cuántos. Porque el otro límite era indefinido. Estaba semirrecostado sobre esos almohadones, panzón, las piernas cruzadas. Llevaba puesta una túnica larga de color amarillo azafrán, un pequeño aro en la oreja izquierda, una guirnalda de flores rosáceas colgando del cuello.

Mi joven acompañante me indicó que me sentara en un almohadón, frente al maestro. Y allí Jawaharlal me miró. Hasta ese momento, desde que había entrado en el salón hasta que me senté, no me había dispensado ni siquiera un vistazo. Me miró con una mirada realmente profunda.

Tenía ojos verdosos muy claros, los párpados algo entrecerrados, a un punto que no supe si me estaba estudiando o se estaba durmiendo.

Permaneció así, largamente, en silencio. Supe que lo hacía para que yo tuviera tiempo de tranquilizarme. Y así fue.

El ambiente de reposo, la música, el incienso, me fueron devolviendo la calma. Había en Jawaharlal, es cierto, una vibración, algo trémulo, una energía. Pero mi preocupación era otra.

¿Hablaría castellano Jawaharlal? Tamara me había contado que dominaba 43 idiomas, pero que 37 de ellos eran dialectos pertenecientes a Siam y a las Islas Maldivas. Otro idioma era el portugués. Yo descontaba que otro más sería el inglés, por eso de la dominación británica. Pero… ¿qué motivo podría tener un brahmán levítico de Nueva Delhi para aprender el castellano? ¿Habría en Calcuta una Peña de Residentes Santiagueños, por ejemplo? ¿O un Centro Gallego que organizara fabadas todos los fines de semana y lo invitara?

—Roberto… —dijo, de pronto, en buen castellano, pausadamente, con una voz algo gutural pero clara—. Tienes problemas con tu mujer…

Me sobresaltó, por supuesto que me sobresaltó. Además, al hablar, me había mostrado una hilera de dientes terriblemente manchados, marrones, casi negros. El agua contaminada del Ganges, seguramente. Nada bueno puede hacerle a una dentadura esa agua donde se bañan los leprosos, los mutilados, las vacas, los cocodrilos, donde arrojan los muertos. Llega un momento en que la placa bacteriana perjudica al esmalte. Eso le había pasado a Jawaharlal.

—No es eso, maestro… —vacilé, encogiéndome de hombros—. En definitiva eso no es otra cosa que…

Me daba vergüenza confesar que había ido a consultar a uno de los grandes filósofos de la actualidad por un doméstico problema con mi esposa. La sola enunciación, incluso, en sus labios, había sonado tan ramplona, tan vulgar, tan común a los millones de habitantes de este planeta que no me sentí merecedor de su atención.

—Eso es… —traté de continuar— …apenas consecuencia de mi desestabilidad emocional…

—No te apresures —me dijo—. El pequeño problema que mora en nuestra casa… —se quedó en silencio por un instante, como buscando la continuidad de la frase. Luego, solivió un poco su cuerpo pesado y buscó una nueva postura. Se recostó sobre su otro flanco. Puso cara de fastidio, tal vez por no encontrar el aforismo adecuado. Aspiró el aire un par de veces. Temí que empezara con el tema de la respiración, como los yogui—. ¿Te agrada el aroma de este sahumerio? —preguntó.

Temí contestar una tontería. Me avergonzaba aparecer como demasiado terrenal frente a ese hombre. Pero las opciones para contestar no eran muchas. Dos, a lo sumo.

—Sí. Me gusta. Me gusta.

Jawaharlal se inclinó hacia un costado, con un pequeño bufido, e hizo sonar una campanita muy chiquita que tomó de una mesa ratona. La campanita, minúscula, casi no se veía entre sus dedos. Apareció uno de sus ayudantes.

—¿Qué sahumerio es éste, Lurgan? —preguntó.

—Palisandro, maestro.

—¿Pero es el palisandro que usamos siempre?

El servidor asintió con la cabeza. Gesto, al parecer, de comprensión universal.

—¿Seguro?

—Seguro.

Jawaharlal volvió a mirarme.

—Hay, Roberto, una armonía universal… —dijo, dibujando con ambas manos una esfera, en el aire—. Dentro de ella… —irguió los hombros, balanceó su cuerpo y acomodó el almohadón donde se sentaba. Se inclinó y volvió a hacer sonar la campanita. Como si todo estuviera concertado, apareció Lurgan con una taza de té y la puso sobre la me-sita laqueada, junto al maestro.

—¿Lurgan? —preguntó Jawaharlal—. ¿Este almohadón es el mío, el de siempre?

Lurgan estiró el cuello para comprobarlo.

—Sí, maestro.

—¿Seguro?

—El de siempre.

—¿Puede haberse estropeado durante el viaje?

Lurgan se encogió de hombros.

—Puede —musitó, redondeando un diálogo que bien podría haber envidiado Kipling.

Jawaharlal buscó acomodarse sobre el enorme almohadón, tirando los hombros hacia atrás, contrayendo los glúteos. Sorbió un poco de té.

—Toda mujer, Roberto… —continuó— …configura, de por sí… un… —se detuvo, frunciendo los labios, paladeando lo que estaba por decir— …¿Es arándano? —se preguntó a sí mismo, observando el interior de la taza. Volvió a hacer sonar la campanita.

—¿Es arándano? —preguntó a Lurgan, mostrando la taza.

—Es tilo.

—¿No había arándano?

Lurgan negó con la cabeza en un gesto, por lo visto, también universal.

—Usted nos pidió que compráramos tilo —dijo—. Cuando se nos acabó el arándano en Buzios.

—¿Yo les dije? —el maestro se señaló a sí mismo apoyando ambos dedos índices en sus hombros—. ¿Yo les dije eso?

El jovencito aprobó con la cabeza. Jawaharlal musitó algo en un extraño idioma, más profundo, carraspeado, en un tono algo airado. Lurgan bajó la cabeza y se marchó.

—Se les acaba el arándano y compran tilo —me dijo Jawaharlal, bajando la voz—. Saben que a mí el tilo no me gusta. Afecta, por otra parte, a la membrana del tímpano. Siempre lo mismo —dejó la taza sobre la mesita. Volvió a revolverse, incómodo, sobre el almohadón—. La pareja, Roberto, es la conjunción de dos… —Se apretó los ojos con los dedos de la mano derecha. Estuvo así unos segundos, pensando quizás. Se quitó los dedos de los ojos y parpadeó:

—Saben que el palisandro me hace lagrimear… Pero insisten con el palisandro… —hizo sonar la campanita. Apareció Lurgan.

—¿Pueden apagar ese sahumerio? —pidió Jawaharlal—. Me irrita los ojos.

Lurgan, sin una palabra, se llevó el sahumerio. Jawa-harlal agitó su mano frente a su cara.

—Queda el humo —explicó. Tosió—. Me afecta la garganta. Saben que me afecta la garganta. —Dio dos palmadas breves y apareció Lurgan—. ¿Se puede abrir alguna ventana?

Lurgan negó con la cabeza.

—Son herméticas, señor. Puedo prender el aire acondicionado.

—Me seca el sistema respiratorio.

Lurgan esperó. El maestro le habló nuevamente, pero ahora en el intrincado dialecto. Había aristas duras en su voz. Luego de que Lurgan se retirara, me miró pasando una mano frente a su rostro como para graficarme que respiraba mal.

—Hay una imagen de Garuda Purana sobre la mujer, Roberto… —retomó el maestro— …descripta en las Cuatro Esferas de sus Upanishads…

Lurgan entró trayendo otra taza de té. La dejó sobre la mesita y se llevó la anterior. Jawaharlal se revolvió en su asiento, lo adelantó un poco.

—¿Seguro que este almohadón es el de siempre? —consultó a Lurgan, cuando el joven se iba. Lurgan aprobó con la cabeza—. ¿No le habrá cambiado Jahyastithi el relleno?

—Voy a averiguar —vaciló Lurgan, marchándose. Jawaharlal dijo algo como para sí, en dialecto. Probó un sorbo de su nuevo té.

—La cobra, Roberto… no es un ofidio. Es una deidad… ¡Lurgan! —llamó, sin acudir ahora a la campanita. Se lo notaba definitivamente encrespado. Lurgan apareció de inmediato. Indudablemente ya se quedaba pegado a la puerta, del lado de afuera. Hizo un gesto inquisidor con las cejas. El maestro le señaló con el mentón la taza de té.

—¿Éste tampoco le gusta? —preguntó Lurgan, en un tono que me sonó algo descomedido.

—Está frío.

—¿Frío? Cuando lo traje estaba hirviendo. Le traigo otro.

—No. No traigas nada.

—Le traigo otro.

—No traigas nada. Se me pasaron las ganas de tomar té. No quiero tomar té.

Lurgan se encogió de hombros, retiró el té y se fue.

Jawaharlal apoyó su mentón en un puño y se quedó mirando un punto lejano. Resopló. Luego trató de acomodar nuevamente su almohadón.

—En ocasiones… Alberto… —retomó.

—Roberto —me atreví a interrumpirlo.

—Roberto… En ocasiones, el corazón de la mujer se llena de veneno… —se interrumpió, mirando fijamente hacia el techo. Sin que lo llamaran, apareció Lurgan, las manos entrelazadas frente a sus muslos,

—Se mueve… —señaló el maestro hacia arriba.

—¿Qué… se mueve? —con Lurgan acompañamos su mirada.

—La tela. Esa tela que cuelga. Se mueve. Me distrae.

En efecto, uno de los tules que pendía haciendo arcos desde el cielo raso, oscilaba levemente.

—¿Quién prendió el aire acondicionado? —preguntó Jawaharlal, ya colérico—. Yo digo que no prendan el aire acondicionado porque me seca la garganta y ustedes lo prenden.

—No prendimos el aire acondicionado —dijo Lurgan—. Prendimos el extractor de aire porque usted se quejaba por el humo del incienso.

—¡Pero mueve la tela! ¡Mueve la tela y me desconcentra! ¡No puedo ni siquiera hablar!

—Lo apago.

—¡Será posible! —se puso de pie Jawaharlal con impensada agilidad para sus años. De todas maneras, de pie se lo notaba más encorvado—. ¡Saben que no soporto el té frío! ¡Y este almohadón…! —se volvió y le dio una patada al almohadón—. ¡Así no se puede, así no se puede!

Yo estaba bastante trémulo, un tanto asustado ante el fastidio desatado del sabio. Habían aparecido, en actitud sumisa, Lurgan y otros dos asistentes, todos jóvenes.

—¡Que se vaya! ¡Que se vaya! ¡Que se retire! —bramó Jawaharlal—. ¡Así no puedo atender a nadie! ¡Se mueve esa tela! ¡Necesito quietud absoluta!

Comprendí que estaba indicando que había llegado el momento de marcharme.

—Que le devuelvan el dinero y que se vaya —ordenó, por último. Estaba dándome la espalda, con las manos tomadas sobre los glúteos.

—Gracias, maestro —atiné a decir, mientras Lurgan y otro muchacho me ayudaban a incorporarme. El brahmán apenas levantó una mano, a modo de despedida, sin darse vuelta.

—Pero… Yo no pagué nada… —le musité a Lurgan, que me conducía hasta la salida de la suite, presionándome levemente por el brazo. Lurgan se encogió de hombros, restando importancia al asunto.

Me detuve frente a la puerta, ya abierta. Me di cuenta de que el encuentro había sido un fracaso. Tal vez podría haber otra oportunidad.

—En una de ésas, yo… —le comencé a decir a Lurgan.

Lurgan me tocó apenas con los dedos de su mano derecha sobre el pecho, haciéndome callar.

—La enseñanza es ésta, señor Roberto —me dijo, en voz muy baja. Y, cerrando los ojos, elevó su dedo índice hacia lo alto. Se mantuvo así por un tiempo que se me ocurrió ridículamente largo, tanto que pensé que se había quedado dormido. Pero, luego, habló y dijo—: Los años no nos traen ni sabiduría ni tolerancia. Los años, por el contrario, agudizan nuestras manías, nuestras fobias, nuestras locuras…

—¿Eso es todo?

—Eso es todo.

Me señaló la puerta y yo me fui.

Volviendo a Rosario, en el auto, pensé en mi relación con María Laura, en nuestra intemperancia, en las alteraciones que produce el paso del tiempo y en mi poca paciencia para con ella. También repasé mentalmente las palabras finales del joven Lurgan. Y llegué a la conclusión de que el encuentro con Jawaharlal no había sido tan inútil, después de todo.