Te digo más...
¿Te conté la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel? Es mundial la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel. Casi se convierte en otra víctima del imperialismo salvaje el pobre Gordo. Del colonialismo por decirlo de otra manera.
Porque, decime vos, qué carajo tiene que ver con nosotros y con nuestras costumbres el Papá Noel. ¿Quién le dio chapa al Papá Noel? Un tipo vestido para la nieve, abrigado como para ir a la Antártida, en un trineo tirado por renos. ¡Renos, mi querido! ¿Cuándo mierda hemos visto un reno nosotros? ¿Alguna vez vos fuiste al campo y viste un reno? ¿Alguna vez te fuiste a Buenos Aires en auto y viste al costado del camino un reno morfando pasto debajo de un árbol?
Ni siquiera en el sur, donde hace frío y a veces nieva encontrás un reno ni que te cagues. Un reno o un ciervo, un alce o como carajo se llamen esos bichos que tiran el trineo de Papá Noel. De pedo si los ves alguna vez en alguno de esos documentales que pasan en la televisión.
Te digo más, cuando yo era chico, Papá Noel ni figuraba, no existía Papá Noel. Era el Niño Dios el de los regalos. Siempre de chicos en casa hacíamos el pesebre con el Niñito Dios, los Reyes Magos y esa especie de algodón que tenía como partículas de vidrio para representar la nieve y que te dejaba las yemas de los dedos hechas mierda porque te pinchaba la mierda esa.
Claro, vos me dirás, también… ¿Qué sorete tienen que ver con nosotros los Reyes Magos y los camellos y toda esa historia? Está bien, de acuerdo, lo reconozco…
Pero eso viene de mucho antes, viene de siempre. Si es por eso nosotros, es verdad, no inventamos nada, todo lo trajeron los españoles.
Si fuéramos coherentes tendríamos que celebrar alguna fiesta indígena, reverenciar al Dios de la Lluvia, bailar en pelotas bajo la luna y esas cosas, pero…
Pero el apellido tuyo es turco y el mío italiano o sea que mucho que ver con los mapuches tampoco tenemos y entonces admitamos que hay muchas cosas, casi todas, que nos han impuesto.
Pero te digo que esto de Papá Noel es algo reciente, viejo, que trajeron una vez más los yankis para vendernos sus cosas.
Como Halloween, ¿vos podés creer? ¿Vos podés creer que estén tratando de imponer Halloween y nosotros compremos ese paquete como unos pelotudos? ¡Somos unos forros, querido! Porque, llegado el caso, que ellos traten de vendernos sus costumbres, está bien, es el negocio de ellos, defienden su guita después de todo.
Te digo más, si algún mercachifle de acá, que tiene un salón de ventas como tiene la santa de mi hermana, el día de mañana empieza a vender esas calabazas para que los pendejos celebren Halloween y así hacerse un mango y poder parar la olla a fin de mes, bueno, está bien, lo comprendo, qué le vamos a hacer, hay que morfar.
Pero si el día de mañana aparece el más chico de mis pendejos con un zapallo en el balero para festejar Halloween, te juro que le pego tal voleo en el orto que lo mando a la vereda de enfrente del voleo que le pego. Eso tenelo por seguro.
Pero, te cuento, no quiero caer en la misma de siempre, en lo que siempre decimos todos y ya parecemos boludos de tanto repetirlo, eso de que todas las comidas de Navidad y Año Nuevo son comidas para los climas árticos, llenas de frutas secas, pavos rellenos, comidas más pesadas que la mierda, lógicas para esos países donde se cagan de frío.
Siempre repetimos lo mismo y es al pedo, eso ya está dado así y está impuesto. Tampoco pretendo que para Navidad aparezca un tío o un abuelo disfrazado de Patoruzú a repartir los regalos porque quedaría ridículo.
Pero el pobre Gordo casi la palma con esa historia… ¿No te conté la del Gordo Luis? Porque se la cuento a todos. Fue hace como quince años. El Gordo estaba en la lona total.
Pero en la lona lona, no tenía un mango partido por la mitad, lo habían despedido de la proveeduría donde laburaba y lo ponías cabeza abajo y no le caía una moneda.
Para colmo, se venían las fiestas y algo había que comprar para poner arriba de la mesa el 24 a la noche. El Gordo tiene dos pibes que eran muy chiquitos en ese entonces y a esa edad a los pendejos no les vas a andar explicando el fato del Fondo Monetario Internacional, la tecnología que reemplaza a los trabajadores y todas esas pelotudeces.
La cuestión es que empezó a buscar laburo, alguna changa, cualquier cosa, trabajar de lo que fuera. Primero empezó por su barrio, con los amigos y conocidos, ahí por Mendoza al fondo. Ya después entró a andar por cualquier lado para conseguir algo.
Y resulta que en barrio Echesortu, una vieja que tenía una casa bastante grande de electrodomésticos le ofrece disfrazarse de Papá Noel y repartir caramelos a los chicos en la puerta para promocionar el negocio. Lo de siempre. Le tiraba unos mangos, por supuesto, que al Gordo le venían bastante bien. Y ahí fue el Luis, che.
Ahora, imaginate la escena, porque estamos hablando de Rosario, Capital de los Cereales, ubicada a orillas del anchuroso Río Paraná.
El Gordo Luis, tenés que pensar en un tipo arriba de los cien kilos, fácil fácil debe andar por los 120 porque es alto, grandote, Luis.
Y te digo que resultaba perfecto para Papá Noel porque el Luis es más bueno que Lassie, nunca lo he visto enojado al Gordo, es un pan de Dios.
Pero tenés que tener en cuenta una cosa, ineludible. Rosario… pleno pleno verano… mediodía, un sol de la puta madre que lo reparió, algo así como 83 grados a la sombra, y ese gordo metido adentro de un traje de Papá Noel con una tela tipo felpa así de gruesa, así de gruesa no te miento, gorro, barba de algodón, bigotes, botas y guantes.
¡Guantes! Porque la vieja era una vieja hinchapelotas, conservadora, que quería que el Gordo se pareciera exactamente a Papá Noel y que se vistiera todo como correspondía, el pobre Gordo.
¿Viste que hay veces en que tipos hacen de Papá Noel pero sin guantes y hasta a veces sin barba, o pendejas jovencitas vestidas de colorado pero con polleritas cortonas, tipo minifaldas, y las gambas al aire así están más frescas?
Pero claro, el Gordo Luis era perfecto para hacer de Papá Noel y por eso se le ocurrió eso a esa vieja hija de puta. Porque lo vio al Gordo gordo y con esos cachetitos medios coloradones que tiene el tipo, el personaje, Santa Claus.
Hasta voz media ronca tiene Luis… ¿viste que Papá Noel se ríe siempre con esa risa ronca? Jo, jo, jo… Hasta eso tiene Luis, la voz ronca. Jo, jo, jo…
Pero vuelvo al tema.
Doce del mediodía, pleno diciembre, un sol que rajaba la tierra, un calor infernal, los pajaritos que se caían muertos al piso por la canícula, se venían en baranda y se desnucaban contra la vereda… Y el Gordo ahí, che, con el traje de lana gruesa, barba y bigote, sacudiendo una campana de papel maché o algo así y dándoles caramelos a los chicos que se juntaban para verlo.
A los quince minutos, a los quince minutos, te juro, el traje del Gordo ya no era colorado… ¿viste que esos trajes son colorados medio clarito? Bueno, era violeta, violeta era por la transpiración a chorros que largaba el Gordo.
Pero no un pedazo, alguna zona del traje, no. Ni tampoco era solamente debajo de los brazos o arriba de la zapán que es donde uno transpira más, no.
Era todo, completo, íntegro. Al Gordo le corrían ríos de sudor sobre la piel, ríos, torrentes que le empapaban acá, acá, acá, las ingles, las pelotas, las pantorrillas, ríos que le inundaban las botas, por ejemplo.
Me contaba después —porque todo esto me lo contó él mismo— que sentía las botas llenas de agua, como si las hubiera metido en un balde de agua caliente, le chapoteaban. Todo alrededor, no te miento, todo alrededor, en el piso en un diámetro de ocho metros más o menos en torno al Gordo, parecía que habían baldeado. Toda la vereda mojada, querido, de lo que chivaba el Gordo, se le saltaban los goterones de la cabeza, parecía las Aguas Danzantes el Gordo, imaginate.
Te digo que ya era un espectáculo grotesco, lamentable, pero Luis le seguía metiendo voluntad, le ponía ganas, caminaba de un lado al otro, se reía, llamaba a los chicos, hablaba en voz alta, hasta creo que disfrutaba, incluso, de ser un centro de atención para la zona.
En eso, una vecina, una vieja de ésas que nunca faltan, que están al reverendo pedo como bocina de avión, que vivía a unas dos puertas del negocio de electrodomésticos, sale a la puerta y lo ve al Gordo.
O escuchó el griterío de los chicos y salió a ver qué pasaba.
Lo ve al Gordo y se apiada de él… ¿Viste? Esas viejas comedidas, bienintencionadas, chuecas, que caminan medio encorvadas, que les cuesta moverse pero que rompen las pelotas permanentemente, un cuete la vieja, una ladilla.
Se manda para adentro de nuevo la vieja, flaquita ¿viste? bajita, canosa con un rodete y aparece al rato con una jarra así de grande, pero así de grande, con un líquido amarillento que parecía limonada, lleno de hielo. Transpiraba de fría la jarra. Y se la ofrece al Gordo, che.
El Gordo medio le dice que no, que no se hubiera molestado, que no puede desatender su trabajo pero, en definitiva, la acepta, lógicamente.
Además, los hijos de mil putas del negocio de electrodomésticos no le habían alcanzado ni un vaso de agua al Gordo. ¡Ni un vaso de agua siquiera! Después hablan de los norteamericanos.
Nosotros somos tan hijos de puta como ellos para explotar a la gente. Si acá hubiera negros los tendríamos laburando en el Chaco con el algodón. ¡Al pobre Luis que se estaba deshidratando como un chancho y que le picaba todo y que andaba como mono con tricota el desgraciado, no le habían dado ni agua! Lo que pasaba también es que a esa hora había quedado un solo encargado en el negocio.
La vieja que contrató a Luis no había venido. El dueño del boliche, esposo de la vieja que contrató a Luis, tenía como cinco negocios por otras partes de la ciudad y andaba de recorrida; y el otro empleado que laburaba ahí se había quedado en el fondo del local, rascándose las bolas debajo del único ventilador de techo que tenían esos miserables.
La cuestión es que la vecina saca un banquito chiquito a la calle, lo deja al lado de la puerta de su casa, medio sobre el umbral para que no le diera el sol directo, le dice a Luis “Aquí se lo dejo”, y ahí se lo deja.
Cuando el Gordo pudo zafar un poco del pendejerío, te imaginás que con ese calor llegó un momento en que había mucha menos gente en la calle, se prendió a la limonada y se bajó media jarra de un saque, jadeando como un perro al que lo han corrido a palos…
Pero resulta que no era limonada, boludo, no era limonada.
Era vino blanco. Vino blanco era. La vieja le había zampado en la jarra un par de botellas de vino blanco, le había metido hielo a rolete y se lo había dejado ahí, con la mejor de las intenciones. De esas viejas que van a la iglesia, te cuento, que son las que hacen las peores cagadas, las que te incendian la casa con las velas a la Virgen.
El Gordo, con la desesperación, con el calor que tenía en el cuerpo, recién se dio cuenta cuando ya se había mandado más de catorce litros sin respirar, de un saque.
Y, aparte, seamos sinceros, cuando ya se dio cuenta, no pudo parar, no pudo parar, no pudo parar. Te estoy hablando de un muchacho de 120 kilos después de estar moviéndose casi tres horas a pleno sol con 4000 grados de temperatura. No pudo parar. Se mandó todo el vino blanco de una, fondo blanco. Fondo blanco.
Bueno… te imaginarás… te imaginarás el pedo tísico que se levantó ese muchacho. Una curda inmediata y espantosa, demencial, una curda como para trescientas personas.
Casi no había desayunado, estaba sin almorzar, no había morfado ni tan siquiera un pancho con una coca y se manda casi dos litros de vino blanco bien helado.
Para colmo el Gordo no era un tipo que tomara mucho alcohol, al menos que yo recuerde. Un poco de vino, con la cena, nada más. Alguna copita de sidra. O a veces, en los bailes, alguno de esos tragos maricones como el gin-tonic, pero con mucha más agua tónica que otra cosa.
¡El pedo que se agarró ese muchacho, Dios querido, el pedo que se agarró!
No te digo que empezó a cantar boludeces, ni a caminar torcido, ni a vomitar contra las paredes ni nada de eso.
Pero entró a regalar todo lo que tenía a su alcance, se le dio por la beneficencia, le dio un ataque de comunismo acelerado. Primero terminó en cinco minutos con la existencia de caramelos y chocolatines que tenía para toda la tarde…
¡Y después empezó a regalar los electrodomésticos! Empezó regalándole una tostadora eléctrica a un pendejo. Después le regaló un ventilador a la madre de otro de los pibes, después siguió con multiprocesadoras, veladores, hornos a microondas, etcétera…
Llamaba a la gente a los gritos, entraba al negocio y les daba algo, repartía, entregaba todo.
Y el empleado que se rascaba las bolas adentro del negocio ni se dio cuenta, debía estar en el fondo, en una oficinita que estaba detrás, arreglando papeles; o apoliyando una siesta mientras esperaba que se hiciera la hora en que el patrón llegaba.
Lo cierto es que, te imaginás, a los quince minutos, en la puerta del negocio había un mundo de gente, que venía de todas partes —es una zona muy transitada—, alertada por los otros que ya habían ligado algo de arribeño, por la mamúa del Gordo.
La gente pensaba que era una promoción del negocio o, en todo caso, se hacía la turra, cazaba los artefactos, se los llevaba y a otra cosa mariposa, si te he visto no me acuerdo, anda a cantarle a Gardel.
Tremendo quilombo frente a la puerta del negocio, una multitud amontonada allí, ya no sólo chicos te cuento. Chicos, grandes, medianos, jovatos, familias enteras tratando de aprovechar la generosidad de Luis.
En eso aparece el dueño del boliche, un pelado con cara de amargo que llegó en su auto, un coche nuevo.
Y cuando el tipo se dio cuenta de lo que estaba pasando se puso loco, lógicamente se puso loco. Entró a gritar, a arrebatarle las cosas a la gente, a recuperar licuadoras, televisores portátiles, radios que la gente se llevaba.
A los gritos ese hombre, desesperado, tironeando con los beneficiarios.
Ante el despelote se despertó el empleado de adentro y salió cagando aceite a ayudarlo al pelado. Había tironeos, forcejeos, agarrones, hasta voló algún puñete. Y en eso llegó la cana, un patrullero que andaba de ronda.
En el despelote, cuando medio se enteró de cómo había venido la mano por lo que le contaban los que se piraban con las licuadoras y todo eso, que gritaban que Papá Noel las regalaba, el pelado les indicó a los policías que lo metieran en cana al Gordo, responsable de todo ese quilombo.
Y bien dice el Martín Fierro, que no hay nada como el peligro para refrescar a un mamado. Ahí el Gordo se despejó, se dio cuenta, volvió a la realidad, se esclareció el Gordo.
Además, ya había vuelto a transpirar como un litro del vino blanco me imagino, se había aliviado un poco de la tranca y comprendió la cagada que se había mandado.
Pero te conté que es un tipo manso, un tipo tranquilo, no iba a poner a resistirse o a echarle la culpa a nadie. Supo que tenía la culpa y, entonces, todavía medio tambaleante, bajó la sabiola, se fue para adentro del negocio para cambiarse la ropa en el baño y meterse, derecho viejo, solito, sin que nadie le dijera nada, adentro del patrullero.
Afuera seguía el desbole entre el pelado, su empleado, la gente y los canas que ahora también se habían unido a la tarea de recuperar todo lo que había regalado el Gordo.
El Gordo fue al baño, se mojó la cara, cosa que terminó de despejarlo, se sacó esas pilchas de mierda de Papá Noel, se puso la ropa que había llevado él en un bolsito y salió de nuevo para la calle.
Cuando salía para la calle —el negocio es bastante largo— lo ve venir al dueño con uno de los canas, desencajado el pelado, a las puteadas, buscándolo.
Claro, lo ve al Gordo sin el traje colorado, de camisita celeste y pantalones vaqueros, un bolso en la mano, pelo negro achatado por el agua de la canilla, y no lo reconoce. No lo reconoce porque tampoco era él quien lo había contratado sino la conchuda de su esposa. “¿Adónde está? ¿Adónde está?”, me contaba el Gordo que preguntaba el pelado, que venía a los pedos con el policía. Y el Gordo pensó que se refería al traje de Papá Noel que él se había sacado.
Yo no sé si el Gordo lo entendió así, seguía en curda o se hizo bien el boludo, la cosa es que señaló hacia el baño y el pelado y el policía se mandaron para allí. Cuando el Gordo salió a la calle todavía había un amontonamiento de gente y el otro empleado discutía con medio mundo reclamando facturas o recibos de compra.
Nadie lo reconoció entonces al Gordo, sin el disfraz. Incluso, de última, el otro policía del patrullero, que se había quedado afuera, lo encara al Gordo cuando el Gordo ya se piraba y el Gordo piensa “Cagamos”.
Y el cana le pregunta: “¿Ese bolso es suyo?”. El Gordo me contó que él le iba a decir la verdad, que sí, que era suyo. Pero tuvo miedo de que el cana le hiciera más preguntas, o que se lo hiciera abrir y le dijo: “No, lo vengo a devolver”. Y se lo entregó, un bolso de mierda que después de todo a él no le servía para un carajo. El gordo se piró haciéndose el pelotudo, temeroso todavía de que alguien lo reconociese y lo mandara en cana cuando ya estaba a una cuadra.
Casi termina preso el Gordo, mira vos. Zafó porque la vieja que lo contrató tampoco sabía ni cómo se llamaba, ni adónde vivía. Era un contrato basura pero realmente basura el del pobre Gordo. Pero casi termina engayolado. Por tener que disfrazarse de Papá Noel con esos vestidos de invierno, podés creer. Que los argentinos nos tengamos que vestir con ropa de abrigo en pleno verano porque a los yankis se les ocurrió que Santa Claus vende más que el Niñito Dios.
Eso le decía yo al Gordo, después, en el club. “El año que viene ofrecete para algún pesebre viviente, Gordo. Por lo menos de Niño Dios te ponen en bolas en una cunita y te cagás de risa porque estás fresco. Les pedís que te pongan un espiral al lado de la catrera y dormís como un sapo al lado de la oveja”.
Eso le decía yo, para joderlo.
“De lo único que puedo hacer yo en un pesebre viviente es de vaca, Zurdo —me decía el Gordo—. De vaca”.
Pero por lo menos es un animal conocido, ¿no es cierto? Un bicho familiar al paisaje, el rumiante emblemático de la pampa húmeda, base de la riqueza de nuestro país. Algo nuestro… ¡Qué me vienen con que a los chicos les gusta Papá Noel, el trineo y los alces esos! Si mis pibes me vienen a pedir un alce de ésos les pongo tal voleo en el orto que aterrizan más allá de la Circunvalación del voleo que les pego, tenelo por seguro.
Ya bastante que el otro día les compré un conejo, un conejo de verdad, que es terriblemente pelotudo y lo único que hace es comer lechuga y cagarnos todo el patio. Y si me insisten con esas pelotudeces inventadas por los yankis, que se vayan a vivir a Cincinnati, pendejos colonizados de mierda.
Que a mí no me dicen el Zurdo al pedo, querido, me lo dicen por tener una formación doctrinaria… ¡Pobre Gordo! Estuvo a punto de convertirse en una nueva víctima del capitalismo salvaje.