Estimada Aurelia...

Si me atrevo a tomar la pluma y escribirle es, más que nada, porque me he enterado de su delicado estado de salud. No piense, por favor, que estuve averiguando o haciendo preguntas sobre su vida, pero el destino quiso que escuchara parte de una conversación de dos vecinas en el almacén donde siempre hacíamos las compras en el barrio. Tampoco fue un chismorreo, al que no hubiese dado crédito, sino un par de comentarios al pasar, bastante cautos y respetuosos.

Comprenderá usted, con el conocimiento que le da el hecho de haber convivido conmigo algo más de siete años, lo difícil que me resulta escribirle, pero no quisiera pasar por descortés o desinteresado. Temo, le confieso, asimismo, que la lectura de esta carta le provoque algún tipo de inconveniente, como ser el de tener que incorporarse en su cama y adoptar, quizás, una posición forzada que agrave aun más su estado de salud. O que le obligue a forzar la vista acarreándole, tal vez, dolores de cabeza insoportables si es que su afección es de índole mental, cosa que desconozco y que lejos está de mi intención conocer.

Le aclaro: no pretendo ningún tipo de respuesta ni de explicación sobre su extraño mal, ya que no es mi ambición avanzar sobre algo absolutamente personal suyo y de carácter, a juzgar por los comentarios, francamente íntimo. Tampoco le pregunté nada aquella vez, ¿recuerda? cuando apareció usted en casa con un ojo negro, producto, sin duda, de un golpe. No quería, en aquella incómoda situación, abundar sobre un hecho que, seguramente, le resultaba doloroso ante su sola mención. ¿Qué sentido tiene revolver en heridas pasadas? ¿Para qué recrear, con mi curiosidad, el mal momento que usted había vivido? Conozco la fea sensación de ser invadido en mi privacidad de esa forma porque también resultaba, para mí, muy molesto cuando la gente me preguntaba, por ejemplo, sobre mi varicela, contraída, no se habrá usted olvidado, a poco de iniciada nuestra convivencia. Yo quería, Aurelia, olvidarme del trago amargo y había amigos inoportunos que se empeñaban en refrescarme el fastidioso mal.

Pero, además, si he decidido no incomodarla con preguntas, es porque imagino —disculpe que me tome la libertad de imaginar— que lo suyo se trata de lo vulgarmente conocido como embarazo, deducción a la que accedo casi, por deformación profesional. Es lo mío.

Sabe usted bien, Aurelia, que mi paso por este valle de lágrimas es en puntas de pies, procurando no perturbar ni molestar a nadie. Y menos que menos a una persona como usted, por la cual sólo guardo afecto y respeto. Sucede que, ahora, a la distancia, comprendo un poco el malentendido que pudo suscitarse con mi conducta basada en el antiguo precepto de que los derechos de una persona terminan donde comienzan los derechos de los demás. Admito, Aurelia, que puede usted haberse sentido un tanto herida por mi renuencia a preguntarle cosas sobre su vida, o sobre su actividad o, simplemente, sobre lo que había hecho, día a día, de los tantos que compartimos en pareja. Pero usted sabe que no me gusta meterme en las cosas de los demás. Comprendo, ahora, a la luz de los acontecimientos, que mi actitud podía interpretarse como desinterés de mi parte, frialdad o lejanía. Sin embargo, no era otra cosa, Aurelia, que un sumo respeto por su vida privada, el deseo de no invadir jurisdicciones, la intención de no herir a usted ni con el pétalo de una rosa.

Ahora advierto que la cuestión de su estado interesante agudizó esa controversia. Es cierto, yo la notaba a usted más gorda y más gorda, observaba cómo crecía a ojos vista el volumen de su abdomen. Pero… ¿cómo puede un hombre educado, criterioso, medido, centrado, hacer ese tipo de preguntas a una señora? Digo a una señora y no a una perdida cualquiera que pueda encontrarse por la calle. Y no sólo digo a una señora sino… ¡a su propia señora! ¿Cómo preguntarle sobre una deformación física y estética, absolutamente incómoda, relacionada directamente con procesos internos femeninos, sin sentirme un grosero, un procaz o un patotero? Y especialmente en estos días, donde la gordura es vista como un pecado venial y se exaltan las dudosas ventajas de la anorexia. ¿Cómo instalar en nuestras conversaciones, de común sencillas pero inspiradas —siempre girando en torno a la poesía de Martí o a la prosa de Mallea, cuando no se refería al cuidado de las plantas—, un tema tan delicado como el de la gravidez, baluarte, por otra parte, del espíritu femenino? La prudencia, Aurelia, ha sido siempre mi rasgo de carácter y admito que ya fue un motivo de desconcierto para el querido padre Anselmo cuando me tuvo que rogar tres veces para que yo contestara si la quería a usted, o no, por esposa. ¿Cómo me iba él a preguntar tal cosa, Aurelia, frente a tanta gente, sin ponerme en una situación comprometida? Con la cabeza asentí, lo recuerdo, Aurelia, y me retiré de la iglesia como siempre lo he hecho, en puntas de pies, para no perturbar a los allí presentes.

No era que no me importara, le juro, no era que yo fuese indiferente a todo. No era que no me acongojara verla llorar, revolcarse en la cama, escucharla gritar que se sentía muy sola y todo eso. Se supone que, si alguien llora, es porque lo acongoja algo muy íntimo y personal y la intimidad de las personas es un santuario donde yo no debo meterme para nada, Aurelia. Suponía yo que esos llantos obedecían a problemas suyos con su señora madre y, por lo tanto, se trataba de conflictos familiares que no me eran atinentes. Cada familia es un mundo, decía mi padre. Mantuve siempre mi lugar, Aurelia, silencioso pero firme.

Recuerdo como si fuera hoy cuando usted me regañó por no preguntarle nada acerca de sus continuas náuseas y, disculpe la expresión, repetidos vómitos. Aurelia, hubiese sido como si usted me preguntara sobre mi hernia inguinal. ¿Cómo contestar a semejante pregunta sin mencionar partes recónditas de mi cuerpo, sectores poco agraciados, detalles torpes y escatológicos? ¿Cómo referirme (y perdone si soy crudo) a la higienización del braguero, sin herir su sensibilidad ni romper esa maravillosa complicidad poética y espiritual que alguna vez supimos conseguir? No podré borrar jamás de mi memoria todos los ácidos reproches que derramó usted sobre mí, pálida y desencajada, tras uno de aquellos episodios. Y mi silencio, mártir casi.

Me atenazaba la duda, lo confieso, ya que yo ignoraba lo de su embarazo. La notaba rara, es cierto, corpulenta, pero también en alguna oportunidad lo noté corpulento al general De Gaulle, en una foto del “Life” y sin embargo no sospeché nada.

Después, ya fuera de esa casa que fuera nuestra y que aún extraño, calculé los meses, hice cuentas y comprendí que sí, que bien podía relacionar su particular proceso como el resultado de nuestro amor, físico, no platónico, para llamarlo de algún modo.

Me dolió, lo confieso, la expulsión del hogar. Su enojo, su estallido, su descontrol. Entiendo que tal vez usted necesitaba a su lado a alguien más invasor, más entrometido. O, quizás, más expresivo. Alguien que la volviera loca a preguntas, que la cansara interrogándola sobre esa ropita color celeste que usted sacaba día a día y dispersaba sobre nuestra cama y que yo siempre pensé que era para vender entre las amigas y conocidas. Cuando la conocí, Aurelia, recuerde, usted se mantenía vendiendo tupperware, por lo tanto no era descabellada mi teoría. Le confieso, eso sí, y no lo tome a mal, perdone mi imprudencia, que me gustaría saber el nombre que ha de llevar la criatura. No soy de los que se mueren por conocer el nombre de todas las personas, y eso es algo que me ha perjudicado bastante en mi carrera de Oficial de Investigaciones. Tampoco le pregunté el nombre de aquel señor que la acompañó de vuelta hasta casa aquella noche en que usted volvía de una cena de ex alumnos, tal como me lo notificó, desafiante, porque entendí que todo debía quedar en la habitual complicidad cerrada de los grupos de estudio. Sucede, simplemente, que quisiera enviarle unas flores con una tarjetita para usted y nuestro hijo el día en que éste nazca y me agradaría incluir vuestros nombres. ¿Era Adelaida el segundo nombre suyo, o la memoria me juega una mala pasada? Y, en cuanto a las flores, creo recordar que, en algún momento, regando en el patio, usted comentó que los crisantemos eran sus preferidos.