El tío James
James salió un día lluvioso de la penitenciería de Milwaukee y aún recuerdo la impresión que le dio sentir la lluvia sobre la cara.
—¿Sabes cuánto hace que no tengo esta sensación, Kenneth? —me preguntó, mirando hacia arriba, ofreciendo su rostro a las gotas y rechazando la protección de mi paraguas—. Años oyendo el ruido de los truenos afuera, viendo a veces los reflejos de los relámpagos… —continuó diciendo ya en el coche, mientras tomábamos la autopista a Chicago, rumbo a mi casa— …pero sin poder sentir nunca la lluvia sobre mi cabeza. No sabes lo que hubiese dado por una gotera, al menos… Pero esas celdas son condenadamente herméticas… ¿Cómo se llamaba aquella canción? —la tarareó, muy mal.
—“Gotas de lluvia caen sobre mi cabeza” —le dije—. De la película “Butch Cassidy”.
—De la película “Butch Cassidy” —asintió James, pensativo.
Durante todo el trayecto hasta Chicago casi no habló. Lucía más viejo, por cierto, y algo más gordo. Lo vi seguir con la mirada la oscilación del limpiaparabrisas, como un tonto, meneando la cabeza. Lo hizo durante tanto tiempo que preferí mencionárselo, riendo, como restándole importancia.
—¿Sabes cuánto tiempo hace que no veo un limpiaparabrisas, Kenneth? —me dijo, lo que aumentó mi inquietud. Quizás los años de encierro habían impreso en su cerebro algunas vetas de locura—. Por otra parte, no puedo mirar a lo lejos. Ha sido mucho tiempo de mirar siempre cosas que estaban muy cerca. La celda es pequeña, Kenneth.
—Tendrás que acostumbrarte.
—Si hubiera sabido lo que era la cárcel, hubiera hecho lo que hicieron ellos.
—¿Quiénes… “ellos”?
—Butch Cassidy y Sundance Kid. Hubiese salido haciendo fuego hasta que me mataran…
Susan había preparado un bizcochuelo y chocolate caliente para recibir a James, cosa que no había hecho ni siquiera cuando Roy volvió del campamento de scouts. Roy mismo estaba contento de tenerlo a James en casa. Hasta dejó de tocar la batería y bajó de su pieza para recibirlo. Le parecía interesante, me dijo, tener a un ex convicto entre nosotros, le resultaba más interesante que tener un hámster, el ratón lustroso que corría vanamente todo el día en su rueda de madera, como si fuera un atleta preparándose para los Grandes Juegos de los Roedores.
—No se trata de un asesino, Kenneth —me comentó Susan, poco antes de que yo fuera a buscar a mi tío a la penitenciaría—. Él fue a la cárcel por defraudación y estafa. Una cuestión de números.
En rigor de verdad, yo nunca supe muy bien por qué tío James fue a parar a la cárcel.
Siempre me había parecido un hombre correcto y ligeramente aburrido. Trabajaba, cuando aún vivía con tía Lucille en Green Bay, para una sociedad anónima o algo así, como recaudador. Hubo una diferencia en las cuentas, al parecer, y James fue a parar a la cárcel.
No resultó fácil tenerlo en casa los primeros tiempos. No lograba habituarse, por cierto, a la libertad y permanecía mucho tiempo encerrado en el baño. Al principio creíamos que se había descompuesto o algo así, porque permanecía allí horas y horas.
Luego comprendimos que se sentía más seguro en ese lugar pequeño. Se llevaba su radio portátil y, sentado en el borde de la bañera, escuchaba los resultados de las carreras del hipódromo de Los Ángeles. Fumaba, además, una barbaridad.
Insistía sin embargo en que le consiguiéramos algún trabajo. “Antes de que me ponga demasiado viejo”, repetía, como si la edad de 64 años no fuera una cifra ya suficiente como para desalentar a cualquier empleador.
—Cualquier trabajo —me dijo—. No puedo pasarme todo el día en tu casa, sin hacer nada.
—¿La compañía donde antes trabajabas —le pregunté yo un día en que mirábamos los patos del parque Roosevelt— no puede ayudarte a encontrar algo o ya se han fundido?
James meneó la cabeza con aflicción.
—No se han fundido, Kenneth. Esas compañías grandes no se funden. Pero ya no me deben ningún favor —me dijo—. Es cierto que tuve que ir a la cárcel para salvarle la ropa a algunos jefes importantes, pero también es cierto que yo había cometido un error grave. Estamos a mano.
No me contó nada más. Yo tampoco le pregunté nada. En nuestra familia éramos así, no nos inmiscuíamos demasiado en la vida privada de los otros. De la separación de mi hermano Joe, por ejemplo, nos enteramos recién cuando nos invitó al bautismo de su hijo Michael, que había tenido con su segunda esposa.
Una sola vez, una tarde, un señor mayor vino a casa a visitar a James. Bajó de un auto con chofer y vidrios polarizados. Vestía un sobretodo costoso y saludó a James con un beso en cada mejilla. Hablaron afuera, bajo la galería, durante cinco minutos, y el hombre se fue tal como había venido. Tampoco en esa ocasión James me comentó nada.
Seis meses estuvimos buscando un empleo para James, infructuosamente. Él se mostraba más y más molesto con la situación. Yo sabía incluso que lo sacaba de quicio el ruido del lavarropas. No decía nada, pero volvía a calarse los auriculares de la radio portátil y escuchaba cualquier cosa. Roy mismo había perdido interés en James. Al principio, durante el almuerzo, le preguntaba cosas sobre armas y violaciones dentro de la cárcel, pero James parecía no saber nada de eso y se asombraba ante las preguntas de Roy.
—¿En la cárcel? ¿En la cárcel de Milwaukee pasan esas cosas? —preguntaba, algo escandalizado—. No descarto que yo pueda haber sido violado —admitió una noche—. Pero habré estado dormido, porque no me enteré.
—¿No sientes molestias al sentarte? —lo pinchó Roy. Pero mi tío no parecía entender las ironías.
Comencé a mover influencias para conseguirle un puesto a James. Nunca pensé que habría de resultarme tan difícil. Hubo un empresario, amigo mío, que llegó a decirme que los coletazos de la gran depresión del 30 todavía se hacían sentir.
Y lo que estoy contando transcurrió a fines del 93. Otro mencionó la caída del Muro de Berlín como si éste hubiese caído directamente sobre su negocio.
Por último, James decidió salir él mismo a buscar empleo. Eso significó un avance en su conducta porque implicaba dejar la casa y aventurarse en el mundo exterior. Seguía, sin embargo, aferrado a algunas cosas del presidio, como usar una vieja camisa de tela basta, grisácea, de la que no se desprendía ni para dormir.
A mí no me molestaba que la llevara a sus entrevistas con sus posibles empleadores, pero éstos indudablemente se impresionaban ante el número que James llevaba sobre el pecho. Aceptó cambiarla, por último, por una de Roy, negra, con una imagen rugiente de Santana tocando la guitarra, que tampoco era lo más apropiado para un hombre de 64 años que busca trabajo.
—Hoy hice un buen contacto —me anunció una noche, mientras cenábamos.
Me ilusioné, por un instante
—Conocí a otro desempleado. Un muchacho que estuvo en Vietnam. Nadie quiere aceptarlo. Era artillero de un helicóptero. De los mejores. Pero es una actividad que no tiene mucha aplicación en la vida civil. Me citó para mañana en una cafetería del Loop. Cree tener algo para una persona de mi edad.
Al día siguiente, sin embargo, convencí a James de que abandonara su cita y me acompañara a ver a mi amigo Kreiman, a cargo de la Sección Personal de las Grandes Tiendas Michigan. Kreiman contrató a James.
—Ya veremos dónde lo metemos, Kenneth —me dijo, palmeándome la espalda—. Pero algo haremos por él. Son épocas muy duras para incorporar personal, pero tú me has ayudado en otras oportunidades.
Era cierto. Tiempo atrás, yo le había vendido a Kreiman un seguro de vida para su esposa y, a los dos meses, ella se estrelló con su Cadillac contra una de las columnas metálicas del tren elevado. Kreiman nunca olvidó aquel favor.
Esa misma noche, cuando conté en la mesa que James ya tenía trabajo y brindábamos por la buena noticia, vimos por televisión cómo el amigo de James, el ex combatiente de Vietnam, había asesinado con una ametralladora a catorce personas en la cafetería del Loop, antes de que lo despanzurraran con una ráfaga de proyectiles encamisados en acero. James quedó bastante mal. Suponía que tal vez su amigo se había enojado porque él no concurrió a la cita.
—Nadie concurre a una cita con una ametralladora, James —lo tranquilizó Roy, con cierta lógica.
James comenzó a trabajar en los grandes almacenes Michigan, como ascensorista.
Duró poco allí. Se hallaba muy a gusto en ese pequeño cubículo que subía y bajaba porque le recordaba a su celda. Pero impresionaba un tanto a los clientes dado que, mientras duraba el ascenso o el descenso, se aferraba a las rejas corredizas que tenían esos viejos elevadores, mirando hacia afuera con expresión dolida. Golpeaba en ocasiones esas rejas y gritaba “¡Atica! ¡Atica!”, recordando la sangrienta rebelión de aquel presidio.
Lo pasaron entonces al mostrador de Informes, y allí fui a visitarlo.
Era un puesto agradable, detrás de una pequeña tarimita algo sobreelevada, frente a las escaleras mecánicas, casi en el centro del inmenso salón de ventas, en la planta baja. James lucía majestuoso con su gorra de visera negra, la corbata blanca sobre camisa igualmente blanca, con unas moderadas charreteras y puños con ribetes rojos.
—Me hubiera gustado que me viera Dixon —me dijo, al verme.
—¿Quién es Dixon?
—Mi amigo, el de Vietnam. Se hubiese dado cuenta de que yo también puedo llevar un uniforme.
—¿Has tenido mucho trabajo, hasta ahora?
—No, para nada. Verás que acá está todo muy bien señalizado, y un mostrador de Informes es casi innecesario. Además, la clientela es antigua y conoce perfectamente los siete pisos del negocio.
Me estaba ya por ir, satisfecho, cuando una señora de unos sesenta años, bien vestida, se aproximó al mostrador de James.
—¿Me puede informar —preguntó, dubitativa— dónde queda la sección Cocina?
Observé cómo la cabeza de James, sorpresivamente, retrocedía como si hubiese recibido un impacto. Entrecerró algo los ojos y se tomó muy fuerte del mostrador con ambas manos.
—La sección Cocina —repitió la señora.
James siguió sin contestar. Me sofoqué. Adiviné, en un instante, que James no tenía ni la más mínima idea de dónde quedaba esa sección. Tal vez no había tenido tiempo de estudiar detenidamente la ubicación correcta de todas las secciones, que eran muchísimas y distribuidas por los siete pisos del edificio. Pero debía contar, supuse, con un plano de la tienda o bien disponía allí, al alcance de su mano, de un teléfono interno para consultar llegado el caso.
—Acá no ha habido nunca una sección Cocina, señora —le escuché decir a James, con voz algo contenida, tensa.
—¿Cómo que nunca ha habido una sección Cocina? —se escandalizó la señora, que no parecía ser de las que se desalientan fácilmente—. Si yo he estado en ella…
—No, señora… Usted se confunde —meneó la cabeza, James.
—¡Compré allí, la semana pasada —se ofuscó la dama— una cacerola de teflón, que impide que la comida se pegue en el fondo! Y ahora sé que la han cambiado de piso… Salió en el diario…
—No hay ninguna sección Cocina, señora… —siguió negando James—. No la hay y nunca la ha habido. Se confundirá usted con otra tienda.
—¡Están haciendo una promoción! —chilló la mujer—. ¡Rifan un juego de cubiertos y usted me está impidiendo llegar a tiempo! ¡Averigüe, por favor! ¡Estoy segura de que el diario decía que era hoy!
—Yo no sé nada, señora. No he visto ni he oído nada, no insista. No hay nada de eso por acá, le repito.
—¡Hace quince años que vengo a Michigan —estalló definitivamente la mujer— y siempre compré en la sección Cocina!
—Señora… —James se había puesto absolutamente pálido, una vena le latía en la frente y la voz le salía atiplada— …Yo no sé nada, le juro, no sé nada, no insista, no me comprometa…
—¿Cocina no estaba en el tercer piso, junto a la sección de Decoración?
James permaneció impasible mirándola, sin emitir sonido.
—¿No estaba en el tercer piso? —la mujer ya gritaba.
—Usted lo ha dicho, no yo —se puso una mano, James, sobre su pecho—. Usted lo ha dicho, no yo.
—¡Si usted no sabe nada, llame a alguien que sepa! —gritó la señora, secundada ahora por varias mujeres más, que esperaban para hacer otras consultas y habían escuchado parte de la conversación—. ¿No está acaso el señor Milicich, el que atendía antes acá y que era un santo?
Las demás mujeres asintieron con la cabeza.
—¡No conozco a ningún señor Milicich! —se puso de pie, James, trémulo—. ¡No tengo nada que ver con ningún señor Milicich, no tengo contacto alguno con la colonia yugoeslava, jamás estuve en Trieste, no intente relacionarme con él!
Con los gritos, una pequeña multitud nos había rodeado, para mi desazón. Entre ella, se abrió paso un supervisor de la tienda, preguntando los motivos del revuelo.
—¡No quiere decirme dónde está la sección Cocina! —rugió la mujer, señalando a James.
—¡No me comprometa, vieja bastarda! —James perdió todo vestigio de cordura, pareciendo que iba a saltar fuera de su reducto—. ¡Yo no sé nada, no tengo nada que ver con nada! ¡No intente involucrarme en todo esto o aparecerá estrangulada en el lago, sucia vieja imbécil! —Tuvimos que contenerlo entre cuatro, y yo, mientras lo aferraba desesperadamente por la cintura, comprendí que mi tío había perdido irremediablemente su empleo.
Dos horas después, sentados a una mesa de un deli, tras comer unas hamburguesas con aros de cebolla James, más calmo, se dignó a hablarme.
—En la organización donde yo trabajo… —me dijo, monocorde— o donde yo trabajaba antes de ir a la cárcel, me enseñaron el valor del silencio, Kenneth. Habrás visto las estatuitas de los tres monos sabios, el que se tapa los ojos, el que se tapa los oídos y el que se tapa la boca. Ellos son el símbolo de nuestra conducta. No hablar de más, no contar nada, no filtrar información… Ese pacto de silencio es muy fuerte, Kenneth… ¿Me entiendes?
Yo me chupaba, lentamente, la punta de los dedos manchados con mayonesa.
—¿Me entiendes?
No contesté. Creo que sólo aprobé levemente con la cabeza.
—Tomaré un café —James volvió a recostarse contra el respaldo de su silla, las manos en los bolsillos, más tranquilo—. ¿Quieres un café?
Le dije que sí, bajando la vista.