Cerca del “Fra Noi”
Apenas vio que se bajaban del auto, Alberto se empezó a reír.
—¡Pato! —llamó, sin dejar de pasar el trapo húmedo por el pequeño mostrador—. ¡Otra pareja que viene de encamarse!
El Pato se asomó por la puerta que daba al salón contiguo del bar, donde estaban las comidas calientes y la cabina telefónica.
—¿Dónde, boludo? —preguntó, estirándose la tela de la entrepierna del pantalón, como siempre. Tenía un pucho entre los labios, aprovechando que a esa hora de la noche no estaba el encargado.
Alberto no dijo nada, pero estiró su mentón hacia adelante, señalando el auto que acababa de estacionarse frente mismo al ventanal de vidrio, luego de pasar lentamente entre los surtidores de nafta. El Pato entrecerró los ojos, para evitar el reflejo de las luces en los cristales. Sostenía con su mano izquierda una pila de cajas de alfajores que sin duda iba a ordenar sobre la góndola que correspondía a los chocolates y los caramelos. Se rió bronco, sin abrir la boca para no soltar el pucho, largando el aire por la nariz.
—Andá a la concha de tu madre —dijo, antes de volverse hacia el otro salón.
—Vienen del “Fra Noi”, boludo —se rió también Alberto.
Del Fiat 1500 color beige se había bajado un viejo de unos setenta años, bajito, de lentes y bigotitos grises, con sobretodo de solapas levantadas y bufanda oscura. El viento le hacía tremolar los pocos pelos blancuzcos que, como a un koala, le salían por detrás de las orejas y debajo de la gorra. Miraba con detenimiento una de las gomas de atrás, una mano sobre el techo del auto. Por la otra puerta de adelante, ahora salía una señora de más o menos la misma edad, algo encorvada, enjuta, que se cerraba el cuello de su tapado con las dos manos.
—Ni se la encuentra el viejo con este frío, boludo —escuchó Alberto que le gritaba el Pato desde el otro salón, mientras acomodaba las cajas.
—No te vayas a creer. La coloca el hombre todavía. Seguro que viene a comprar forros.
—No se le vaya a ocurrir cargar nafta porque ni en pedo salgo ahí afuera con el tornillo que hace —advirtió el Pato—. Que se la cargue solo ese viejo choto.
—Le decimos que es autoservice y a la mierda. Que cambió el sistema.
La noche era realmente muy fría, ventosa, y no daban ganas de salir del interior del drugstore a la plataforma helada donde estaban los surtidores. Por suerte, desde las diez que ya no se había detenido nadie y era improbable una mayor concurrencia, a esa hora y por esa ruta. El hombre mayor, luego de pegarle un par de pataditas tímidas a la rueda de atrás, empezó a caminar hacia la puerta de entrada mientras su mujer ya se dirigía hacia el costado del edificio, donde estaban los baños.
El viejo entró a la cafetería, dijo un “Buenas noches” de compromiso y empezó a recorrer las góndolas, las manos en los bolsillos, sin demostrar demasiada curiosidad, como esperando algo.
Se acercó luego hasta la caja, donde Alberto ordenaba el cambio.
—Está lindo acá —dijo, observando los paquetes de pastillas—. Calentito.
—¿Afuera hace mucho frío, no? —preguntó Alberto, por ser cordial, como si no supiera. “Uh”, dijo el viejo, levantando un poco los hombros, como para taparse las orejas con las solapas. Se dio vuelta y continuó mirando las góndolas.
—¿Le sirvo algo? ¿Un café? —consultó Alberto.
—Podría ser un café. Café con grapa.
—Grapa no tenemos.
—No. Te digo en broma. Un café, nomás.
El Pato se había vuelto a asomar por la puerta que daba al otro salón. Ahora, con el trapo rejilla en la mano.
—¿Viene del “Fra Noi”, maestro? —preguntó, haciéndose el tonto.
El hombre giró hacia él, un tanto sorprendido.
—¿Cómo? —preguntó.
—No le haga caso —se incomodó, turbado, Alberto—. ¿Lo quiere cortado al café?
—El “Fra Noi” —insistió, zumbón, el Pato—. El hotel que está acá, a dos kilómetros. Pensé que en una de ésas estaba parando ahí.
El viejo no llegó a entender o se hizo el que no llegaba a entender. Se escucharon unos golpes leves en el ventanal vidriado. La señora volvía del baño pero aparentemente no pensaba entrar. Luego de golpear con los nudillos hizo una seña vaga hacia el hombre de la gorra, agitando una mano.
—¿Qué pasa? —preguntó el viejo, ya acodado al pequeño mostrador, en esa voz baja con que se habla a las personas que, por lejanas, obviamente no pueden escucharnos—. ¿Qué pasa? —repitió, sacudiendo, esta vez, los dedos unidos de su mano derecha. La señora, luchando contra el viento, abrió la puerta.
—Te espero en… —anunció, señalando el auto.
—Yo ya voy. ¿No querés tomar nada, Idilia?
Ella negó con la cabeza, sin dejar de sostener la puerta entreabierta.
—Un café, un té… —propuso el hombre. Ella negó con la cabeza, y se fue hacia el auto—. Unas pastillas… ¿No querés unas pastillas…? —casi gritó el viejo, pero ella ya se había ido.
—Ella no habla —dijo el viejo, buscando cuidadosamente el ángulo propicio de un sobrecito de azúcar para abrirlo—. No habla, no pide, no dice nada, nunca. Gestos nomás. La mano, mueve la cabeza, señala así, con la nariz.
—Bueno —sonrió Alberto—. A veces es mejor. Hay otras mujeres que lo vuelven loco a uno hablando todo el tiempo.
—Qué cosa —dijo el viejo, meneando un poco la cabeza, como asombrado por el comportamiento de su esposa. Tomó su café a sorbitos, como temiendo quemarse, mirando a su alrededor lentamente, la mano izquierda en el bolsillo.
Se había hecho un silencio. Sólo se escuchaba el bramido del viento afuera, los ruidos de las cosas que acomodaba el Pato al otro lado de la pared, y el sonido superpuesto de la música funcional con el parloteo del locutor de una radio de la zona que venía del cuartito de la administración, donde ya no había nadie.
—Bueno —dijo el viejo, dejando el pocillo vacío en su plato. Luego se abrió el sobretodo y empezó a buscar algo en el bolsillo interno del saco que tenía puesto abajo, bastante raído y de un color diferente al del pantalón de franela, que parecía de otro traje.
—Un peso —le dijo Alberto, abriendo la caja. El viejo sacó un revólver y le apuntó al pecho, sin cambiar para nada su expresión.
—Dame lo que tengas, pibe. Ponémelo en alguna bolsita, en una de esas bolsitas de plástico que ustedes tienen.
Alberto tardó un momento en comprender qué era lo que estaba pasando. Cuando se dio cuenta de que se trataba de un asalto, un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Nunca le había tocado sufrir algo parecido. Sabía que la estación de servicio había sido asaltada dos veces, pero antes de que él empezara a trabajar. Y ahora le estaba ocurriendo, a manos de alguien que era casi un anciano.
—Lo que tengas, pibe —repitió el hombre, en el mismo tono con que había bromeado sobre la grapa—. Sean billetes, sea sencillo… todo…
—Me la hizo bien —confesó Alberto, en voz baja y mientras comenzaba a apilar algunos billetes sobre el mostrador—. No me hubiese imaginado jamás qué usted era un choro…
—La vida, ¿viste?
Alberto, cuidadoso, sin dejar de prestar atención con el rabillo del ojo a ese revólver que persistía en apuntarlo, fue ordenando el dinero en un montoncito. También así, de reojo, vislumbró que por la puerta del costado volvía a asomarse la cabeza del Pato, como un manchón fugaz. Y que de inmediato desaparecía. Sintió que se le empapaba la espalda de transpiración. Esperaba que al pelotudo del Pato no se le ocurriera nada heroico como atacar al viejo con un palo de escoba y que el viejo los cagara a balazos en un instante.
—Está muy dura la vida para la gente grande, ¿no? —balbuceó Alberto, mientras metía la plata en una bolsita—. Conozco más de uno que ha tenido que salir a la calle a hacer, cualquier cosa para ganarse un mango.
—Es verdad, es verdad… Pero yo siempre he sido choro, pibe —se mordió los labios paspados el viejo, mientras controlaba cómo Alberto ponía los billetes en la bolsa de nailon—. Toda mi vida. Un tiempo en cana y un tiempo afuera, un tiempo en cana y un tiempo afuera, eso ha sido mi vida. Salís, choreás, te agarran y atroden. Salís, choreas, te agarran… Siempre así. Hay otros muchachos, colegas, que para esta edad ya se han hecho un buen pasar. Pero yo no. Me equivoqué un par de veces en dónde meter el dinero, me hicieron invertir al pedo… Y tengo que mantener la casa, a mi mujer, el auto. No es joda. Poneme dos o tres de esos chocolatines que están allá —señaló con el caño del revólver—. ¿Son con maní, no?
—Sí, son con maní.
—Poneme tres o cuatro… O mejor dos… Tengo medio cagadas las muelas de atrás. Como chocolate y me duelen muchísimo. Lo que sí poneme son de aquellas pastillas de eucaliptus. A ella le gustan —meneó la cabeza hacia el auto.
Casi como respuesta se escuchó un bocinazo.
—Ya está aquélla… Apurada como siempre… ¡Pará, pará un poco! —el viejo agitó en el aire la mano del revólver, para que lo viera su mujer. Alberto temió que se le escapara un tiro, pero efectivamente al hombre se lo veía seguro en el manejo de las armas.
Alberto se apuró a buscarle los chocolates y las pastillas. Amontonó todo sobre el mostrador. Luego se agachó a buscar algo debajo.
—¿Qué buscas? —la voz del viejo se había endurecido. Alberto comprendió que estaba cometiendo un error. Se reincorporó de inmediato.
—Buscaba otra bolsa más grande. En ésta ya no entran los chocolates y…
—Agarrala, agarrala. Me imagino que no vas a ser tan pavote como para mandarte una pelotudez. No es guita tuya, después de todo.
—Por supuesto, por supuesto —Alberto, húmeda la frente, empezó a meter todo rápidamente en la nueva bolsa. Temía que, aunque improbable, llegara algún auto, algún camión y el viejo, descubierto, hiciera alguna locura.
—Te imaginás —pareció retomar la conversación el viejo— que en esta profesión mía no hay jubilación ni un carajo. Mirame vos, a mi edad, en una noche como ésta y tengo que seguir trabajando.
Alberto le hizo un nudo a la bolsa plástica y se la alargó al viejo.
—¿Quiere algo más? —apenas lo dijo, se puteó a sí mismo. Lo había traicionado esa cultura pelotuda del vendedor servil que tanto les inculcaba la petrolera. Pero el viejo frunció la boca, mirando en derredor, poco entusiasta.
—No, dejá —dijo. Se metió algo trabajosamente la bolsa en el bolsillo del sobretodo, pero en lugar de alejarse, volvió a apoyarse en el mostrador—. Vos sabés que yo, hubo una época en que trabajaba ayudándolo a un veterano que tenía un kiosco de diarios y revistas. Me acordaba cuando me bajé del auto y vi el frío que hacía ahí afuera. Claro, es un descampado esto. Yo tendría… y, no sé… ¿qué edad tenés vos? Veintitrés, veinticuatro…
—Veintisiete.
—No. Yo era más chico. Veinte debía tener. No más. O diecinueve, ¡qué boludo! Si era antes de irme para la colimba. Y ya hacía algunos choreos chiquitos, cosa de nada. Ayudaba, como quien dice. Le hacía de campana al Conejo Suárez me acuerdo, que ya por ese entonces era un ladrón hecho y derecho. Famoso el Conejo Suárez, todavía vive. ¿Ves? Ése es uno de los que está bien, retirado. Pero lo de Suárez era cada muerte de obispo y yo, de cuando en cuando, tenía que laburar en cualquier cosa porque todavía no conocía muy bien lo del afane. Y al lado de la casa de mi viejo, pobre viejo, murió hace unos diez años, vivía un italiano que tenía un kiosco de revistas en, espérate un poco, en Callao y Brown, por ahí, a mitad de cuadra, te estoy hablando de hace una punta de años, ese barrio era una romería de gente no como ahora, que se vino todo el barrio a la mierda porque se las tomó el ferrocarril. Y yo me tenía que levantar a las cuatro de la mañana para recibir el paquete que llegaba con los diarios en una chatita, ahí, en esa esquina de Wheelwright y Callao. Te estoy hablando de las tres, las cuatro de la mañana, esperando esos diarios, en pleno invierno, con un frío que pelaba, un záfiro impresionante. Nos poníamos, me acuerdo… —El viejo se retiró unos pasos hacia atrás, sin soltar el revólver y señaló a sus costados—: Así, en la esquina, en círculo, con los otros kiosqueros que también iban ahí todas las noches a esperar los diarios, zapateando en el piso por el frío, largando humito por la boca…
—Acá es igual —acordó Alberto, inquieto por cómo se prolongaba la situación—. Acá afuera es igual.
—¡Claro! Por eso me acordaba. Pero era lindo. Porque la mayoría de las veces yo ni me acostaba. De la milonga nomás me iba para el boliche de Pedro, que estaba ahí cerquita, cruzando la esquina de Callao y me quedaba ahí esperando con los otros muchachos, tomando una ginebra, una grapa. Y se charlaba de fútbol, de tango, de mujeres. Uno podía charlar, conversar con los amigos, había tiempo, hasta que llegaba la chatita con los diarios…
Alberto se sobresaltó. Afuera había sonado un bocinazo.
—Otra vez aquélla —desestimó el viejo—. Yo no sé, todos los días se va a dormir como las gallinas, a las nueve de la noche. Cuando yo llego de caminar o de dar una vuelta por ahí, ella ya está acostada, o roncando como un lirón. No se pueden hablar ni dos palabras. Y a veces le quiero comentar de alguna noticia, de cosas que uno escucha en la radio o en la tele, y ella está dormida. Y a veces uno tiene necesidad de hablar con alguien. Ya no es como antes, que vos te ibas al club y estaban los muchachos, o al boliche sin ir más lejos. Florencio murió, el Taca también; Ernesto está internado, pobrecito, y no creo que salga; con el Darío qué voy a hablar si está medio espástico, sordo y no se le entiende lo que contesta… Y ésta, que ahora podría dormirse en el auto, no se duerme…
—Tendrá frío.
—No tiene ni frío, ni calor, ni hambre, ni sed… Es un camello, yo no sé… Pero, te contaba de cuando íbamos a esperar los diarios —eso cuando no se jodía la chatita y nos avisaban para que fuéramos hasta el playón a buscarlos nosotros— porque a veces pasaba eso… Y vos no sabés, con el frío, cómo se nos cortajeaban los dedos con el suncho ese que agarraba los diarios… —el viejo abrió los dedos de las dos manos, sosteniendo el revólver como si fuera un plato— …un suncho de metal, bastante fino, que agarraba la pila y uno tenía que agarrarlos de ahí porque era la única manera de levantarlos. Si no los agarrabas del suncho tenías que levantarlos con los dos brazos y perdías tiempo porque llevabas uno por vez y los cargabas así, como quien carga un televisor. Pero agarrándolos del suncho podías llevar dos y… mirá… —el viejo dejó el revólver sobre el mostrador y le mostró la palma de su mano derecha a Alberto, rozándola con la yema de los dedos de la izquierda— acá, acá, en las falanges, se te cortajeaba todo con ese suncho, y por el frío, era jodido… —de afuera se escuchaban más bocinazos, ahora más repetidos y urgentes.
—Acá tampoco debe ser lindo cuando tenés que salir a cargarle nafta a un cliente —señaló el viejo hacia afuera. Había vuelto a tomar el revólver.
—Y no sólo de noche —dijo Alberto—. Todo el día, por el viento. —Y volvió a arrepentirse de darle pie al hombre armado y a alentarlo en su perorata.
—Bueno, yo también estuve un tiempo en el sur —el viejo, otra vez acodado al mostrador, perdió su vista en un punto fijo frente suyo, en tanto, con la mano del revólver, se tanteaba el bolsillo donde abultaba la bolsa con lo robado como para cerciorarse de que seguía allí—. Estuve dos veces, en realidad. En Trelew cumpliendo condena, y en General Mosconi trabajando para YPF, te estoy hablando de una punta de años atrás…
Alberto se tocó el mentón un par de veces, nervioso. Había visto afuera algo así como un reflejo, un relámpago, un destello rojizo bajo el enorme tinglado de chapas.
—Vos no sabés el frío —seguía el viejo—. Había, me acuerdo, un depósito inmenso donde los camiones dejaban todas las provisiones para el puesto nuestro. Una vez habían traído cerveza, no sé los cientos de botellas de cervezas. Cientos, ¿eh? Bueno, el frío las hizo reventar a todas. Quedó la forma, nomás, la formita de las botellas, apiladas, y todos los vidrios por el suelo. Ni pisar se podía. Al contraerse el líquido y dilatarse, por la temperatura, reventaron los vidrios, pá, pá, pá, de la noche a la mañana… No sabés lo que es el viento allá en el sur… El trabajo que cuesta, sin ir más lejos, caminar…
El patrullero llegó silencioso, como un pez de los abismos, y se detuvo frente al drugstore con la luz roja parpadeando. Bajaron dos policías, uno con una pistola y el otro con una escopeta. De cualquier forma, cuando entraron, el viejo no opuso resistencia.
—Puta —dijo—. Perdí.
Y Alberto se quedó sin saber cómo era que hacían los operarios de los pozos petrolíferos de YPF para caminar de un lado a otro con ese viento. Los policías ni le prestaron atención a la señora que esperaba en el Fiat. Y el Pato entró de nuevo un tanto alborotado, todavía con el trapo rejilla en la mano, preguntándole a Alberto si estaba bien.