El loco Cansino

Para que usted tenga una idea de qué tipo de futbolista era ese muchacho, le cuento que jugaba llorando. Pero no le digo llorando porque protestaba o porque se la pasaba quejándose a los árbitros o esas cosas que nos han dado a los argentinos la fama de llorones, no.

El Loco Cansino lloraba en serio, con lágrimas, desconsoladamente, mientras llevaba la pelota. Yo lo he visto. Parece algo digno de risa pero créame que era una cosa bastante impresionante. Cómo decirle… angustiante.

Cansino entraba a la cancha muy serio, no sé si concentrado o qué, pero usted lo veía serio, el ceño fruncido, con la vista perdida sobre el césped, parecía que no se fijaba ni en los adversarios ni en la gente que había ido a la cancha. Y le aseguro que por ese entonces iba muchísima gente a la cancha de Sparta, muchísima. Porque tenía un equipazo. Jugaban el Gringo Talamone, el Negro Oroño, Sebastián Drappo, que después fue a Racing, la Garza Olmedo, que era el arquero, y otros más que ahora escapan a mi memoria pero que ya me voy a acordar.

Pero la figura, la figura, era Cansino sin duda alguna, el Loco Cansino. Y mientras el partido iba bien, digamos, mientras no fueran perdiendo, Cansino se mostraba normal, calmo, tranquilo. Jugaba ahí, en su punta, participaba poco del juego, la pedía de vez en cuando, al estilo de los viejos punteros derechos, que no se movían de al lado de la raya. Hasta daba la impresión de ser un poco frío, de no interesarle demasiado el partido.

Pero si los rivales hacían un gol, se ponían en ventaja, ahí Cansino se ponía a llorar.

No le voy a decir que se ponía a llorar de golpe, de repente. Pero era una cosa como que entraba a hacer pucheros, a aspirar aire, a fruncir la cara, y ya la gente empezaba a prestarle más atención a él que al partido porque sabía que Cansino se iba a largar a llorar.

Era una cosa bastante dramática, permítame que le diga. Bastante dramática. “¡Aguante, Cansino! ¡No es nada, Loco, ya van a empatar, no llores!”, lo alentaban desde la tribuna, porque a la gente le daba no sé qué verlo así, tan sentido. Pero se largaba a llorar nomás, como los chicos. Y le cuento que Cansino, cuando pasó por Sparta ya andaba cerca de los 30, debía ser un muchacho de 28, 29 años.

Le juro que entonces, ya perdiendo uno a cero, se venía para el medio, era como que no podía esperar a que la pelota le llegase a la punta. Se venía para el medio y empezaba a conducir el juego, pero no dejaba de llorar, desconsoladamente lloraba, daba pena verlo pobre muchacho. Era algo desgarrador mirarlo correr con la pelota, levantando la cabeza para localizar a sus compañeros, saltando sobre las barridas de los rivales y llorando a moco tendido, la boca abierta, colorado por el esfuerzo, las venas del cuello hinchadas a punto de reventar.

Lo notable es que los árbitros no sabían cómo tratarlo, no hay en el reglamento ninguna regla que estipule que un jugador no puede jugar llorando. Que no pueda insultar, sí, está contemplado, o gritarle al referí, bueno, vaya y pase (o como ahora que no está permitido seguir si un jugador está sangrando), pero nunca el reglamento dijo algo sobre un jugador que llorara. Lo dejaban, entonces.

Me acuerdo de que hubo un árbitro muy grandote, el Inglés Mackinson, que la primera vez que lo vio así trató de consolarlo porque él mismo, Mackinson, ya tenía los ojos enrojecidos, vidriosos. Vio usted que hay gente que cuando ve llorar a otra persona, llora también. Paró el partido y lo habló, agarrándolo de un hombro, paternalmente.

Pero no hubo caso, Cansino se contuvo un momento, tratando de aspirar hondo para cortar los sollozos; apenas reanudado el juego empezó de nuevo a pucherear y enseguida volvió al llanto.

Se imagina que a la hinchada de Sparta la cosa mucho no le gustaba porque era motivo de la risa de las otras hinchadas. De las risas y de las cargadas. Si hasta llegaron a decirles “los llorones” a los hinchas de Sparta, por causa de Cansino.

Por otra parte, en esos momentos era cuando Cansino, desesperado por el resultado adverso, podía conseguir los milagros más conmovedores, futbolísticamente hablando. Era ahí cuando se hacía dueño de la pelota y podía dar vuelta un resultado con una facilidad asombrosa. Gambeteaba de a cuatro, de a cinco rivales, hacía jugadas que yo, después, no he visto hacerlas a nadie, podía dar vuelta un partido él solo aunque se fuera perdiendo por 3 o 4 a 0.

Después, cuando Sparta lograba empatar, Cansino ya se calmaba. Casi ni gritaba el gol del empate, le digo. Se abrazaba con sus compañeros, eso sí, y se limpiaba los ojos con la manga de la camiseta. O con un pañuelo mugriento que siempre llevaba en la media. En ocasiones los mismos árbitros le alcanzaban un pañuelo y en una oportunidad lo vi secarse los ojos con el banderín del córner luego de lanzar el centro que determinó la paridad en el marcador.

“Escaso nivel de resistencia ante la adversidad”, así me lo definió el doctor Suárez una vez que le pregunté, preocupado, por el caso de Cansino. Porque, indudablemente, como periodista deportivo del matutino “Democracia”, el caso me interesaba.

Consulté a Suárez, asimismo, y ya en otro orden de cosas, si había alguna condición física, alguna anomalía incluso, que generara esa capacidad que Cansino tenía para la gambeta. “A veces se presenta una distorsión congénita —recuerdo perfectamente que me dijo el doctor Suárez, médico del Sparta— que genera una apreciable diferencia entre un hemisferio del cerebro y el otro, lo que produce en el paciente una distinta captación del tiempo y el espacio. Esto, en algunos casos, motiva una distinta relación en el equilibrio, y es por eso que Cansino puede intentar algunas cabriolas, o recuperar la vertical en una forma totalmente imposible para el resto de los mortales”.

Alguna explicación de ese tipo debía de haber porque era insólito lo que hacía este muchacho en la cancha. La ley de gravedad no parecía existir para él y a veces uno sospechaba que tenía un radar de ésos que tienen los murciélagos dada su capacidad para no chocar contra los objetos sólidos. Pasaba entre una multitud de piernas, zigzagueando, sin tocarlas, cambiando el ángulo de su carrera a medida que lo iban bloqueando, modificando incluso su volumen corpóreo como si fuese líquido, como si fuese de mercurio, en procura de evitar los choques.

Era, por supuesto, imprevisible, y por eso le decían “El Loco”. Podía arrancar, de pronto, hacia su propio arco, como si hubiese perdido el sentido de la orientación, como esas tortugas que ante explosiones atómicas han perdido la brújula genética que les indica dónde se encuentra el mar. O, de repente, llegaba hasta la línea de fondo y echaba el centro hacia el lado de afuera de la cancha, estrellándolo contra el alambrado. Para no contar las veces en que, de repente, se iba de la cancha, murmurando cosas, hablando solo, hasta meterse en el túnel.

Nadie se animaba a decirle nada porque, por sobre todas las cosas, Cansino era muy manso, muy buen muchacho, muy dócil. Le digo esto porque un par de veces yo fui a hacerle alguna entrevista a los entrenamientos y me atendió con mucha cordialidad. Pero, eso era cierto, se le notaba que no era un muchacho muy normal. O, digamos, yo ya comencé a percibir que, en él, se estaba desencadenando lo que después terminó como terminó.

La primera vez que le hice un reportaje fue acá en el centro, en el Hotel Italia, donde él paraba. Recuerdo que nos sentamos a tomar un café y me esquivaba la mirada. Otro detalle que recuerdo perfectamente, porque me impresionó mucho, fue que transpiraba. Transpiraba muchísimo, y era pleno invierno. Yo le hice una pregunta y no me contestó, no me contestó nada.

Había empezado a mirarme con cierta molesta fijeza. Pensé que no me quería contestar aquella pregunta que ya no recuerdo pero que, sin duda, era una pregunta absolutamente convencional y tonta, como ser dónde había nacido o cosa así. Intenté entonces con otra, que tampoco me contestó. Opté por una tercera, ya francamente incómodo e inseguro: considere usted que yo era un pibe de poco más de 20 años. A la quinta pregunta, Cansino modificó un poco su postura en la silla, me señaló su oreja izquierda y me dijo: “Hábleme de este lado, porque no escucho nada con el otro oído”. Yo le había estado hablando sobre el oído sordo.

De ahí en más pude hacerle la entrevista y me encontré con la sorpresa de que era un hombre muy culto. Me habló de los inconvenientes que debe superar un joven de clase trabajadora para acceder a los primeros niveles en el orden del deporte, del fino y personalizado trabajo artesanal que hay en la confección de una pelota de fútbol, del elevado porcentaje de lactosa que se encuentra en un litro de leche de vaca y de la reconstrucción de la ciudad de Constantinopla luego de haber sido destruida por la Cuarta Cruzada a los Santos Lugares.

Era un poco errático en materia de conversación, lo admito, pero muy interesante. Lo del oído lo comenté después con el doctor Suárez y él me corroboró que ese tipo de disminución auditiva influía en gran medida sobre el sentido del equilibrio, tema que ya habíamos tocado en relación con la gambeta. Había algo inconexo en él; debido a eso, había un quiebre del equilibrio o de la inercia que lo hacía imprevisible.

En aquel campeonato regional del año 37, gracias a Cansino, Sparta se prendió en las primeras posiciones, cosa que nunca había conseguido. Pero a medida que se acercaba la definición del campeonato, la conducta de Cansino se hizo más y más extraña. Nunca se mostró agresivo o violento, pero siempre daba la nota con algún detalle fuera de lo común o medio raro. Salía a la cancha, por ejemplo, con una toalla rodeándole el cuello, como si recién se hubiese bañado. Había referís que se la hacían quitar, otros se hacían los distraídos, pero no era un detalle que pasara desapercibido pese a que le estoy hablando de una época en que los árbitros dirigían con saco y, a veces, los arqueros usaban sombrero, pero sombrero de fieltro, funyi.

Por esa época, Cansino empezó a escuchar voces, afirmaba que escuchaba voces que le hablaban en otros idiomas. Y lo que era más raro, las escuchaba en el oído sordo. En Sparta lo tenían entre algodones, preservándolo para la final, especialmente el ingeniero Wernicke, el presidente del club. Wernicke, muy preocupado, me decía: “Yo fui el que lo traje al club. Y cuando lo contraté sabía que le decían ‘El Loco’, como se les dice a tantos wines derechos, pero no sabía que era loco de verdad”.

Hacía bien en preocuparse Wernicke, quien además quería mucho a Cansino. En la semana previa al partido final contra Deportivo Federación, Cansino empeoró. Lo encontraron una noche caminando desnudo por las terrazas en la manzana de la pensión donde vivía. Dijo que estaba entrenando. O caminaba por calle Córdoba señalando con el dedo índice hacia el cielo, vocalizando como si hablara pero sin emitir ningún sonido. La gente no le decía nada porque lo reconocían. Lo reconocían porque andaba siempre con la camiseta de Sparta puesta, debajo del saco y la corbata.

Dos días antes del partido me enteré de que lo habían llevado a un manicomio. Una cosa muy mesurada, hecha bajo cuerda para que no tomara estado público, pero con la intención de que lo trataran, lo sedaran, procurando que para el domingo estuviera bien. Un tratamiento rápido, por supuesto, de shock se diría ahora.

El sábado lo fui a ver, con una curiosidad más humana que periodística. Le estoy hablando de una época en que había menos canibalismo periodístico, no existía esa compulsión hacia los escándalos y las noticias rimbombantes. De ser así… ¿cuántos periodistas hubieran dado lo que no tenían para disponer de una primicia como la que yo sabía, revelada por el propio presidente del club?

Me fui a Oliveros, entonces, donde había por entonces una pequeña casa de reposo, de salud. Y ahí estaba Cansino. Le habían hecho un tratamiento de electroshock que le había chamuscado casi todo el pelo. Él tenía un pelo bastante mota, renegrido y, cuando yo llegué, todavía le humeaba. Se imagina usted que, por esos años, no había un cabal conocimiento del manejo de la energía eléctrica y esos tratamientos se hacían un poco a lo bestia. Le conectaban unos alambres, le humedecían la ropa para que hubiera una mejor transmisión de la corriente y ahí le sacudían. Cuatro, cinco veces, las que fueran necesarias. El doctor que estaba a cargo del establecimiento me dijo que también le habían suministrado unas inyecciones de láudano, tilo y mercurio, para tranquilizarlo. También me contó que indudablemente la práctica del fútbol había empeorado la disfunción mental de Cansino, aquella descoordinación entre un hemisferio cerebral y el otro, de la cual me había hablado Suárez.

“Cada vez que este muchacho va a cabecear, y cabecea —me dijo—, el cimbronazo del impacto descoloca un poco más la armonía entre un hemisferio y el otro, haciendo más grande la grieta entre ambos”.

De todos modos, la verdad es que Cansino lucía tranquilo, calmo. Se paseaba entre los otros pacientes con una sonrisita por esa especie de parque que tenía la clínica. Me reconoció enseguida y fue muy cordial conmigo. Me dijo que iba a jugar al día siguiente, que estaba perfecto. Me preguntó si yo sabía idiomas, porque creía reconocer la voz mía entre las voces que solía escuchar, habiéndole en portugués. Le dije que no, que lamentablemente sólo hablaba castellano. Incluso en un rasgo de sensatez me consultó cuál sería la formación del equipo del Sportivo Federación al día siguiente, y si habían llegado al país en el dirigible Hindenburg. Ahí la pifiaba feo porque Federación era un club de acá nomás, de Roldán. Pero no lo encontré mal, dentro de todo.

Al día siguiente, el domingo, fui a la cancha. Había un gentío impresionante. Era la final, creo que ya le dije. Y el Loco Cansino salió con el equipo, lo que provocó una algarabía enorme entre la hinchada de Sparta porque algo había trascendido sobre su internación y había rumores de que no iba a jugar. Humeaba un poco, todavía, o al menos así me pareció a mí, pero también es posible que haya sido ese vapor que se desprende de los jugadores cuando están transpirados por el calentamiento previo y salen al frío del invierno.

Eso sí, lo noté algo discoordinado en los movimientos. Se hizo la señal de la cruz —yo no sabía que era tan católico— tocándose la frente, un hombro, una cadera, la rodilla derecha y el otro hombro. Luego se le producía un estremecimiento facial, una contracción como la que ocurre cuando uno bebe algo muy ácido. Pero estaba bien.

La cuestión es que empezó el partido y Federación metió un gol, así nomás, de arranque. Y, por supuesto, curado o no curado, contenido o no contenido, el Loco se largó a llorar, lo que produjo la burla, la cargada, el sarcasmo de la hinchada rival que había llegado en buen número.

Era algo contradictorio porque, como ya le he contado, Cansino lloraba y metía pierna como el que más, trababa más fuerte que ninguno y gambeteaba a cuanto rival se le cruzara. Sin embargo, todo su esfuerzo fue en vano. Cerca del final del primer tiempo, Federación metió el segundo gol. Era más equipo, buscar otras explicaciones sería faltar a la verdad. Más equipo. Empieza el segundo tiempo y el Loco estaba desatado.

Lloraba y metía centros, lloraba y pateaba al arco, lloraba y eludía adversarios. Cerca de los 20 minutos hizo una jugada bárbara y se metió en el arco con pelota y todo: 2 a 1.

En eso, yo, que estaba agarrado al alambrado, cerca de los palcos para la prensa y las autoridades, entre el griterío de la gente escucho una sirena. Me doy vuelta y veo llegar, por detrás del estadio, una ambulancia, a toda velocidad. Enseguida entran al estadio un par de enfermeros, con el médico que yo había conocido en la casa de salud de Oliveros y se dirigen corriendo hacia el palco del ingeniero Wernicke. Me acerco, entonces, a riesgo de que me consideraran un entrometido. Y escucho que el médico le cuenta al ingeniero que Cansino había matado a uno de los pacientes de la clínica. Se suponía que lo había degollado con un vidrio durante la noche, pero había escondido el cuerpo bajo la cama de su propia habitación y los enfermeros recién lo encontraron al mediodía, cuando a Cansino ya le habían permitido volver a Rosario para jugar el partido. Según el médico, había que encerrarlo de inmediato porque era muy peligroso.

Yo vi la cara del presidente y comprendí de inmediato el intenso conflicto emocional que lo invadía en esos momentos. Cansino era fundamental para alcanzar el empate que les permitiría consagrarse campeones. Le pidió entonces, le rogó, al médico, que le diera a Cansino diez minutos más de libertad. El médico accedió, en parte porque le gustaba el fútbol, y en parte porque estaba esperando la llegada de la policía para dominar a Cansino.

Diez minutos después, exactamente diez minutos después, Cansino hizo otra jugada extraordinaria y le sirvió el gol al Valija Molina, un nueve grandote que era muy bruto pero que siempre la empujaba adentro. Molina hizo el gol y, automáticamente, toda la hinchada de Sparta invadió la cancha, para festejar.

Fue lo que aprovecharon la policía y los enfermeros, junto con nosotros, para correr hacia donde todos los jugadores de Sparta celebraban apilados: una decisión providencial, creo. Cuando llegamos hasta la montaña de jugadores, debajo de dos o tres de ellos, Cansino, rojo, desencajado, estaba estrangulando a Sturam, al petiso Sturam, el cuatro de su propio equipo, con un alambre de enfardar.

Se le tiraron encima los enfermeros, los policías y hasta el presidente mismo para contenerlo. Después la prensa, desinformada, acusó a la policía de parcialidad manifiesta por unirse en el festejo de la conquista. Lo cierto es que, en el remolino de gente, lo agarraron a Cansino entre muchos y se lo llevaron para el túnel.

El partido no pudo reanudarse, había mucha gente dentro de la cancha y en realidad faltaban nada más que dos minutos. Entre la algarabía de la hinchada, yo escuché la sirena de las ambulancias y de la policía alejándose. Fue la última vez que pude ver a Cansino. El club notificó luego que lo habían vendido a Montevideo, hubo trascendidos de que se había retirado del fútbol. Pero lo cierto es que nadie supo nada más de él.

Quedó como un héroe, eso sí. Vaya usted y pregunte a los viejos hinchas de Sparta por el Loco Cansino y todos se van a llenar la boca de elogios habiéndole de él. Yo estuve tentado un par de veces de irme para Oliveros porque tenía la sospecha de que lo habían vuelto a encerrar allí. Pero vio cómo son estas cosas, va pasando el tiempo, uno se ocupa de otras cosas, y al final no va nunca. Pero… qué wing derecho era el Loco… Qué wing derecho.