Isidro Babel, creador del “ausentismo”
Un día de otoño, en 1935, Isidro Babel lanzó su corriente artística conocida como el “ausentismo”, o ausencia total de la obra. Su audaz proclama tuvo lugar en el mítico café “La Recherche” de Rué de Rivoli, cerca de Laure, a pocos metros de la Place de la Madeleine, donde finaliza, prácticamente, el barrio argelino.
Escuchaban su propuesta, con expresiones entre confusas y agrias, colegas tales como Théophile Rops, Cyprien Sasoon, su compatriota Lucio Fontana, Jean Cocteau, Simone Signoret y un pintor joven e irreverente, Romain Godebski, miembro del grupo “Renoir”, que a poco se convertiría en el “pintor maldito” de su generación al contagiar de varicela a todos sus compañeros.
Habían pasado, apenas, catorce días desde la apertura de la muestra de Babel en la Galería Chevigné, de Rue d’Astorg 14, y de las posteriores y acerbas críticas a la misma de parte de casi toda la prensa especializada. “Una bosta”, sintetizó, cáustico y con preciso sentido del lenguaje, el periódico parisino “La Canaille”, en un intento de reflejar el sentimiento de frustración y abismamiento que produjo el planteo artístico de Babel.
“Babel —recuerda Miguel Vidal, biógrafo del artista santafesino— rentó con sus últimos ahorros la Galería Chevigné, un sitio reservado, históricamente, para los pintores clásicos y costumbristas.
”Pero para los mejores pintores clásicos y costumbristas.
”Octave de Greffulhe, por ejemplo, quien pintaba naturalezas muertas sobre piezas de caza, tales como liebres y faisanes, pero también incursionando en la caza mayor, con elefantes y rinocerontes, lo que exigía de sus telas dimensiones gigantescas. En esa mítica galería, Babel (quien tenía ya cierta fama entre la colonia sudamericana por su tendencia a invitar a reuniones de empanadas y vino) convocó a casi un centenar de personas. Cuando se habilitó la sala, los concurrentes encontraron que allí dentro —estoy hablando de un salón de ocho metros por 35— no había absolutamente nada. Nada que pudiera verse o palparse.
”Luego, Babel explicó durante casi dos horas los principios básicos de su filosofía artística, el ‘ausentismo’, la ausencia total de la obra.
”Juan Gris, por mencionar a uno de los notables más disconformes, lo interrumpió en un momento arrojándole un vaso de vino blanco, que le acertó en una ceja.
”Años más tarde, Babel definiría esa acción como un hecho artístico de notable relevancia. Porque se le hinchó bastante.”
Para aquellos que conocieron los comienzos del plástico, la enunciación de una teoría tan polémica y avanzada pudo sonar extraña. Isidro Babel se había forjado dentro de los cánones formales y casi rígidos de la educación provinciana.
“Yo venía de una enseñanza metódica y puntual —asevera Babel en el libro La perspectiva y sus perspectivas futuras, donde debate intensamente con el pintor Spilimbergo—, producto de mis primeros y largos años en la escuela ‘Doctor Antelo N° 60’ de El Trébol, mi pueblo de crianza. Allí, durante los tres primeros años, cursé ‘Dibujo a mano levantada’ con el maestro Epicúreo Anselmi, quien interpretaba la materia desde un punto de vista netamente político, al punto de que lo de la mano levantada lo condujo, lenta pero fatídicamente, hacia el movimiento nazi del cual fue fervoroso defensor durante toda la década del 40.
”Sin embargo, Anselmi era un profesor tenaz y muy severo y nos tuvo esos tres años copiando un conjunto de prismas blancos que había colocado sobre una silla. Eran dos conos y un rectángulo, todos de yeso, acompañados por una naranja de ombligo.
”No nos permitía usar el color ya que su material favorito era la carbonilla. Nos exigía sacarle punta a la carbonilla hasta formar prácticamente un estilete.
”Por supuesto, debido a la levedad de la carbonilla, los treinta alumnos debíamos sacarle punta cada cinco minutos, con lo que, a poco de comenzar la clase, el aula estaba invadida por un polvillo oscuro que flotaba en el aire.
”Varios de mis compañeros sufrieron afecciones severas en los pulmones. Ricardito Colarte, incluso, debió hacer cuarto grado libre en Tanti, donde fue para reponerse de problemas respiratorios.
”Mi madre, como tantas otras, pasaba noches enteras lavando con agua fría en el piletón del patio del fondo, porque cuando dábamos Dibujo volvíamos con el guardapolvo completamente negro, como si hubiésemos trabajado en una mina de carbón. Más de la mitad del curso repitió el grado por esa materia. Anselmi escribía en el pizarrón ‘Lo que no mata, endurece’. Y yo creo que a mí realmente me hizo bien aquella disciplina”.
Otra opinión que marcó al pequeño Isidro fue, por cierto, la de su maestra de Dibujo, Adela Movio, que lo tuvo como alumno hasta la finalización de la escuela primaria.
“La señorita Movio —recuerda, una vez más, Vidal— aún vive y a pesar de sus casi 112 años cuestiona a Babel por su cambio de postura. Movio ha planteado siempre, desde un punto de vista pedagógico, filosófico y geográfico, la presencia imprescindible, en toda obra, de la línea de tierra. Todo dibujo, toda expresión plástica, según ella, debe contar con una línea de tierra que le dé un sostén y una referencia. Llegó a hacer echar a un alumno de segundo grado C por no trazar la línea de tierra bajo el dibujo del corte transversal de una ameba, en clase de Biología”.
Babel retomaría el tema, casi obsesivo, en una de sus habituales disputas verbales con Lucio Fontana.
“Creo —arriesga en una parte del extenso reportaje que le hiciera la periodista francesa Misia Bonnefoy en el libro Esa línea— que, tras la porfiada defensa que hacía mi maestra Adela Movio de la línea de tierra, había algo más que una pretensión plástica. Había, en suma, un enorme cariño por la patria, por la tierra que nos había visto nacer, por esa enorme y generosa pampa gringa que nos rodeaba y que ella veía, con temor, cómo iba cambiando y se iba deformando ante entretenimientos tales, por ejemplo, como la pelota vasca y El Cerebro Mágico. Sacar, quitar u obviar de un dibujo la línea de tierra era para ella como arrancar una parte de nuestra identidad como país”.
Con tales profesores, no pudo extrañar que Isidro Babel abordara, ya adolescente, una pintura realista, concreta y comprometida con su tiempo. Empezó a pintar rostros de payasos con lágrimas en los ojos.
“Es la época que Antonio Seguí denominó, acertadamente, como de ‘la payasada’ —rememora el crítico de arte Fernando Fariña— y que algunos colegas atribuyeron, equivocadamente, al deslumbramiento que Babel tenía por los circos. No fue así. Es verdad que pasaron circos por El Trébol y, es más, uno de ellos, el ‘Hermanos Ringlinn’, se quedó y hoy es una importante aceitera. Pero Babel no experimentaba demasiado interés por dichos espectáculos. En realidad, él comenzó a pintar esos motivos inspirándose en su propio padre, don Ezequiel Babel, un hombre pequeño y apocado, bastante dócil a los reclamos de su madre, la señora Malena, que sí era de carácter fuerte”.
Para ese entonces, Babel ya se había trasladado a Rosario, atraído por las luces de la gran ciudad. Vivía con una tía en las inmediaciones del Parque Independencia y allí ofrecía sus telas a los tranquilos paseantes domingueros. También hacía algo similar durante la semana, ofreciendo otros tipos de telas —seda, piqué, viyela— en un negocio que su tía Águeda tenía en calle San Luis.
Es entonces, durante un paseo en derredor del lago del Parque Independencia, que algo estalla dentro de Isidro Babel.
“Descubrí el agua —explica el plástico a su biógrafo Miguel Vidal—. Descubrí el atractivo de ese elemento mágico, móvil, cambiante, sutil y desafiante. Llegué a meter mis pies descalzos en ese laguito, algunos días del verano, procurando captar el contacto del agua con mi propia piel, para trasladarlo de alguna forma a mis cuadros. Hasta el momento yo disolvía mis óleos con trementina y anís de alcanfor, pero desde allí comencé a hacerlo con agua, para acercarme al espíritu del elemento. Y supe que tenía que viajar y enfrentarme a ese desafío”.
Desconcierta entonces, si se quiere, que haya viajado a Santiago del Estero para pintar sus marinas. Pero tenía allí, en esa sufrida provincia, más precisamente en Río Hondo, algunos parientes.
Pinta no menos de 300 marinas, inspirado en las vertientes termales y en algunos grabados de Doré que encuentra en una librería de viejo.
Son imágenes nocturnas de olas rompiendo contra las rocas, de marejadas arremetiendo contra las escolleras, de la marea cubriendo algarrobos, ceibos y mistoles.
Pero se había cansado ya un poco de la ortodoxia. Lo subyuga, entonces, la innegable influencia de Picasso y su inagotable creatividad en todos los campos.
Hace algún intento desafortunado con la poesía, editando una plaqueta con el título de Estrofas estofadas que su propia pareja de entonces, Ernestina Alfonso, tiene el tino de retirar del mercado.
Y aborda, luego, ya en Madrid, la escultura.
“Babel había tenido un acercamiento concreto con la plastilina —apunta Adela Movio, su maestra de cuarto, quinto y sexto grado— en el saloncito azul del kindergarten. Hacía figuras realmente atractivas y desopilantes. Recuerdo que un día atrajo la atención de toda la escuela, incluyendo las demás maestras y la directora, cuando se metió en una de las fosas nasales una bolita de plastilina y sólo se la pudimos sacar con ayuda de un enfermero y de tres mecánicos del taller que había enfrente del colegio, en una época en que en El Trébol aún había metalurgia”. Pero en Europa, las privaciones de la posguerra empujaron a Babel a manejarse con sus propios elementos, ya que el mármol, por ejemplo, la piedra bola y la bauxita se habían agotado en la confección de lápidas y monumentos recordatorios.
Las canteras de Caracalla, asimismo, habían sufrido los bombardeos irreflexivos de la aviación de Mussolini.
“Comprendió, entonces, Babel —dice su biógrafo, Miguel Vidal—, que debía aprovisionarse de sus propios materiales. Ya había tenido alguna aproximación a la escultura en su infancia y adolescencia. Probó con la cerámica en El Trébol. En los revestimientos de azulejos de cerámica del cine ‘Astor’, por ejemplo, aún se conservan inscripciones naifs, muy elementales, de su propia mano. Y, además, improvisó en su casa un horno para cerámica con uno viejo de pan que había en un campo vecino, propiedad de amigos de la familia.
”Isidro modeló una garza y un cocodrilo, seguramente influenciado por la fauna de la zona y templó el horno a una temperatura enorme. Siempre fue un hombre muy ansioso y detestaba esperar demasiado”.
Por cierto, esa característica personal, la de la impaciencia, ya la había denotado Babel en un reportaje concedido a la revista “El Pomo” de Carcarañá.
“El paso del ser humano por este mundo —aseveraba el artista en dicha entrevista— es lastimosamente fugaz, un suspiro apenas en la infinitud del cosmos, una chispa inapreciable en la hoguera de la energía. Por lo tanto, ningún ser humano puede perder tanto tiempo. ¿Cuánto hay que esperar para que se seque la pintura al óleo? ¿Cuánto hay que esperar para que solidifique el vidrio? ¿Cuánto hay que esperar para que no se corra la tinta china?”.
El horno improvisado por Babel reventó, provocando enorme alboroto en el pueblo y entre la hacienda, que desató una estampida trágica. Babel quedó muy mal después de aquel episodio y le bastaba ver un cocodrilo para alterarse. Era una persona de extrema sensibilidad.
En enero de 1953, entonces, Babel emprende la difícil tarea de elaborar sus propias rocas, sus propias piedras, a fines de lanzarse a la escultura.
“Hizo una argamasa muy rara —narra Alphonse Reverdy, maestro mayor de obra nacido en Cannes, que lo ayudó en esa labor— mezclando bolsas de talco con cal y cemento líquido, al que le agregaba canto rodado, masilla y brea negra, esto último para darle cierta plasticidad a la masa. Obtuvo un bloque de unos cuatro metros por cuatro, con los que esculpió su famosa obra ‘Las narcisas’”.
Tal vez, el resultado de dicha escultura apresuró la decisión de Babel de encontrar una línea filosófica y artística con menor compromiso con el paso del tiempo y, fundamentalmente, con la espera.
Decisión que desembocaría, en definitiva, en el ausentismo.
“El problema —explica Marcelo Krass, amigo de Babel y plástico experto— es que la roca que Isidro había elaborado no fraguaba nunca. Habían pasado seis meses desde su modelado, y aún estaba húmeda.
”Es más, el peso de las figuras vencía la resistencia del material. Los dos caballos piafantes que Isidro había plantado con rara maestría comenzaron a inclinarse más y más, día tras día, plegando sus patas, hasta tocar la base de la escultura con sus pechos.
”Por su parte, la victoria alada que contenía a los corceles comenzó a abatirse y, al mes siguiente, podía llegar a confundirse fácilmente con un ganso, una oca o un ánsar.
“El pobre Babel optó por ir cambiando el título de la obra, que un año fue ‘Victoria con corceles’ para luego convertirse en ‘Aves de corral’ y llegó a ser ‘Volúmenes con espada’”.
El ausentismo, explicado minuciosamente por Babel en su manifiesto “Por qué el ausentismo” (Marsella, 1956), prendió fuerte en algunos círculos de la intelectualidad parisina, especialmente en el Círculo de Espiritismo “Thadée Cossart”, y, más que nada, tuvo inusual aceptación entre los dignatarios de la Iglesia.
“Es que mi filosofía —revela Babel a Misia Bonnefoy en el mismo reportaje citado anteriormente— apunta por sobre todas las cosas fundamentalmente a la Fe. No es para los pobres de espíritu. Yo digo, proclamo ‘Allí está la obra’, y los fieles, los seguidores, los que creen, pueden verla, pueden apreciarla, valorarla y hasta criticarla si se les antoja. No es una apuesta fácil, para pusilánimes”.
Pregunta, entonces, Bonnefoy: “¿Podría emparentarse, entonces, con el sentido espacial que campea en la obra de su compatriota, Lucio Fontana?”.
Babel responde: “Yo tengo un enorme aprecio por Lucio. Es más, lo considero un pintor de relieve, condición que ha conseguido, por supuesto, al abandonar la pintura de planos. Pero su tesitura es mínima en comparación con mi propuesta. Él sigue aferrado, de una manera u otra, a lo terrenal, a lo corpóreo, a la materia. Siempre pensé que Lucio era un hombre vergonzosamente materialista.
”Le presté, en una ocasión, tres de mis mejores telas y las tajeó en forma miserable. Luego insistió en presentar aquello como una apertura hacia el espacio, pero yo aún sostengo que lo hizo movido por espíritu de revancha.
”Me había prestado antes una camisa de seda que yo le había pedido para la inauguración de una retrospectiva de Matisse, y se la manché sin querer con tinta de birome. Mi propuesta trasciende, repito, lo material. Es mucho más que el abstraccionismo, incluso. Va más allá de eso, y gente como Fontana no puede comprenderlo”.
La abrupta notoriedad que el lanzamiento de su ausentismo brindó a Isidro Babel, le trajo aparejados, paradójicamente, los primeros inconvenientes con la comercialización de sus obras.
“Se había producido una verdadera explosión en torno a Babel —sintetiza, una vez más, su biógrafo, Miguel Vidal—. Cientos de jóvenes artistas europeos abrazaban esa causa. Se multiplicaron, como hongos las muestras y exposiciones con propuestas en esa línea. Pero, por supuesto, los principales coleccionistas pretendían únicamente los trabajos de Babel, lo que ponía en aprietos a André Porel, su marchand oficial. No es fácil fijar un precio sobre una obra que está ausente.
”Admito que se fijaron precios en forma un tanto caprichosa o antojadiza. Pero se llegaron a pagar cifras escalofriantes por obras que, según el mismo Babel, no eran muy grandes ni tampoco muy buenas. Influía mucho en eso la participación del espectador. Si éste era un hombre de imaginación y espíritu frondoso, por supuesto que el precio podía subir a niveles de escándalo”.
La falta de referencias, la dificultad de poner límites, la imposibilidad de medir, contar o apreciar, precipitó, tal vez, el conocido final del plástico de El Trébol.
En agosto de 1967, Babel ya vivía con su tercera mujer, Irene Huysmans, en la isla de Córcega, donde había buscado refugio por consejo médico, para tratarse un rebelde herpes Zoster que lo perseguía desde niño. El clima lluvioso de la isla lo invitaba a quedarse en casa, lo que le permitía eludir la enojosa situación social de rascarse en público.
Hasta allí se llegó, sin embargo, el rico empresario siciliano Francesco Civitavecchia, en procura de adquirir una de las obras de Babel. Babel comprendió que no sería fácil contentar al tycoon del Tirreno. Civitavecchia era un hombre ya mayor, apegado a las costumbres tradicionales, defensor a ultranza de las virtudes de la familia y amante de los productos de la tierra, como las uvas de las cuales extraía el vino chianti: él mismo las cultivaba, con sus propias manos, en su enorme finca cercana a Marsala.
Dos días con sus noches estuvo Babel explicándole, minuciosamente, los fundamentos de su teoría plástica, el ausentismo. Sin entenderlo demasiado, Civitavecchia, práctico, operativo, le dejó el equivalente a un millón de dólares en liras de la época, y le dijo que volvería a buscar la obra seis meses después. Seis meses después, en efecto, Francesco Civitavecchia con su gente volvió a visitar a Babel, navegando en su yate particular “Il Cagnotto”. Encontró sin grandes cambios, por supuesto, la hermosa casa donde habitaba Babel, en la cima de un monte y con vista al mar, pero no halló a sus dueños. Ni Babel ni su mujer, ni por supuesto, su adelanto en dólares, estaban ya allí. Un criado, solitario, olvidado, condujo a Civitavecchia hasta el vasto atelier del artista, para demostrar al potentado que no se encontraba allí obra alguna. En efecto, Civitavecchia sólo pudo observar el gran taller vacío, abandonado, al parecer, súbitamente, donde todavía podían apreciarse algunos pomos de óleo y pinceles por el suelo.
“No era un hombre, Civitavecchia —opinaría luego Rimsky-Korsakov, el famoso músico ruso quien solía frecuentar los círculos de la pintura en Francia—, lo suficientemente intelectual como para poder entender en su verdadera dimensión el ausentismo”.
De Isidro Babel, el artista nacido en El Trébol, nunca más se volvió a saber nada. Una versión poco confiable debido a la disparidad cronológica decía que se había trasladado a México, que había interesado a León Trotsky en su particular filosofía artística poco antes del desgraciado suceso que le costara la vida al político, y que luego se había perdido su rastro en el desierto de Gila, tal cual sucediera con el escritor norteamericano Ambrose Bierce.
“Un hombre —recuerda con cierta nostalgia y tristeza la genial diseñadora de modas Coco Chanel, quien compartiera con Babel largas noches de vino y ajenjo en ‘La Croix des Gardes’— capaz de llevar hasta las últimas consecuencias sus ideas. Como su obra, él se ausentó también, para siempre, y hoy sólo parece existir en la fe de sus seguidores”.