Yamamoto

La verdad es que fueron injustos con Yamamoto. O, al menos, exagerados.

Injustos no, porque, en definitiva, él tuvo la culpa de lo que pasó con Omar. Pero —ahora lo pienso— le dieron un castigo de adulto a un adulto que, finalmente, era un chiquilín y hacía cosas de chiquilines.

Por supuesto que, en realidad, no se llamaba Yamamoto; entre los chicos le decíamos Yamamoto porque rompía permanentemente las bolas con sus relatos de guerra y, en especial, con el relato del ataque a Pearl Harbor comandado por el general Yamamoto.

Lo de romper las bolas es otra injusticia porque a casi todos los chicos nos gustaban esos cuentos. Que no eran cuentos, por otra parte, eran cosas que habían ocurrido en la Segunda Guerra Mundial. Les estoy hablando de comienzos de la década del cincuenta, cuando todavía el tema de la Segunda Guerra estaba muy latente y, más que nada, había cantidad de películas sobre ese asunto.

Gerardo —alias Yamamoto— era un fanático de la Segunda Guerra. Así como hay fanáticos del fútbol, o del aeromodelismo, o de la filatelia, él era un fanático de la Segunda Guerra. Y no creo que fuera un caso demasiado extraño. He encontrado muchos tipos como Gerardo, con ese gusto. Y él era una especie de tío, para nosotros, un tío joven o un primo grande; calculo que para esa época tendría alrededor de 30 años.

Papá contaba que no era en realidad hermano de Paco, sino que se habían criado juntos. Yamamoto era huérfano, amigo de Paco, y los padres de Paco se hicieron cargo de él. La cosa es que aparecía nada más que para las Navidades o para los velorios.

Fue precisamente en el velorio de Nona Alicia, me acuerdo, que nos contó a Marcelo y a mí, de punta a punta, “Regreso a Bataan”, la película con John Wayne, con un grado de entusiasmo tal que luego, con Marcelo, jugamos durante dos días a esa película, sólo por el relato de Gerardo. Recuerdo que más de una vez, en el velorio, la gente se dio vuelta para mirarnos porque él abundaba en explosiones y ráfagas de ametralladoras.

—Quería meterse en la infantería de marina, en una época —me dijo una vez mi viejo refiriéndose a Gerardo, cuando yo le conté en la mesa mi asombro ante su entusiasmo por la cosa bélica—. Pero después no sé qué le pasó que no pudo.

—Sería físicamente inapto —meneó la cabeza mi madre, escéptica.

—No. Creo que no…

—O mentalmente.

Mi madre no quería demasiado a Gerardo y, si bien no lo consideraba un disminuido mental, lo tenía por un extravagante inútil o un vago directamente. Sin embargo sabíamos que Gerardo trabajaba en algo, que tenía una vida privada bastante cerrada y que no se le conocían mujeres. Pero no era un tema de conversación recurrente ni mucho menos, porque, como ya les dije, provenía de una rama medio dudosa de la familia y porque aparecía nada más que para las fiestas.

—Algún día —nos había dicho a Marcelo, a Sergio y a mí la última noche de Navidad antes del accidente— les voy a mostrar el revólver que tengo. Tengo un revólver y un máuser que conseguí del Ejército. Salgo a tirar todos los fines de semana. Me voy a un campito por Ibarlucea.

No le creíamos demasiado. Hablaba en un tono un tanto confidencial y casi conspirativo, mirando hacia ambos lados como con temor de que alguien de la reunión lo escuchara. Y nosotros no sabíamos si era parte de su show personal donde siempre jugábamos el papel de público cautivo. Generalmente, luego de comer y antes de que llegara la hora de repartir los regalos, se venía a la mesa de los chicos y nos contaba historias de la guerra. Ninguno de nosotros tenía más de doce años, y lo escuchábamos deleitados.

—Le cuenta todas esas idioteces a los chicos, cosas violentas… —se enojó un día mi madre, poco después de una Navidad.

—No le hagas caso —sonrió mi padre—. Inventa. Macanea. Le gustan esas cosas pero es inofensivo.

—No tan inofensivo. Me contó Pelona que anda armado. Que trabaja como personal de seguridad.

—¡Mentira! Bolazos que se le ocurren para llamar la atención —se rió mi viejo, despectivo— …¡Armado! ¡Por favor! Me dijo Paco que trabaja de empleado en un depósito, algo así…

—Que acá no se aparezca con un arma… —insistió mi madre.

—¿Cuándo ha venido con un arma, Olinda? —se ofuscó mi viejo—. No exageremos. Lo único que hace es contarles historias de guerra que les gustan a los chicos.

—¿Qué sé yo si no trae un arma? Se la pasa hablando de esas cosas…

Y algo de razón tenía mi madre. Porque Yamamoto-Gerardo nos contaba sobre armas pesadas, cañones, obuses y otras piezas de artillería. La noche de lo de Omar nos estuvo explicando el funcionamiento de los antiaéreos Boffors, y en el movimiento de sus puños cerrados como pistones tiró a la mierda una jarra con limonada. Manchó a Angelita, una de mis primas, que para colmo se hartaba con esos relatos.

A las nenas —Angelita, Inés— no les atraían tanto, por supuesto, las narraciones de guerra. Aunque a veces Gerardo lograba atraparlas. Les explicó, por ejemplo, que las mujeres empezaron a usar el pelo corto durante la guerra, cuando tuvieron que ir a trabajar a las fábricas de armamentos y los cabellos largos podían enredarse en los engranajes de las máquinas que ensamblaban tanques, por ejemplo. Pero enseguida retomaba su curso y arrancaba a hablar de los tanques Sherman y ahí le daba.

Sin embargo, su atención, en esas fiestas, que generalmen-te se celebraban en casa, estaba centrada en la compra de petardos, cohetes y cañitas voladoras. Apenas llegaba a casa, siempre junto con tío Paco, me llamaba aparte y me preguntaba: “¿Compraste?”. Y yo siempre había comprado algo, poco, temeroso de las reprimendas de mi madre y de abuela Clelia. Marcelo y Sergio, junto con Omar, también colaboraban con lo suyo, algunos petardos y, más que nada, “cuetes fósforo” marca Pechina, que eran una cagada, muy débiles, y se encendían como los fósforos raspando la cabeza de cada cilindrito sobre uno de los costados granulados de la cajita que los contenía.

No todos encendían, o se encendían y luego no explotaban. O no explotaban porque tenían el otro extremo mal sellado y toda la explosión se iba por allí, como un pedo zonzo. Un “pedo de oveja” solía comparar Sergio, que pasaba los veranos en el campo.

Los buscapiés o los rompeportones estaban absolutamen-te prohibidos en casa, por peligrosos. Las nenas se aterrorizaban con los buscapiés y, unos años antes, cuando las Navidades aún se celebraban en lo de tía Nora, Colita, el perro imbécil que tenía tía Nora, se tiró desde la terraza espantado por los petardos que se escucharon a las doce.

Colita nunca más volvió a caminar bien ni tía Nora a ofrecer la casa para celebrar la Nochebuena. Y de allí surgió la sospecha de que Gerardo había llevado los explosivos. Creo recordar que la sospecha era cierta.

Por supuesto que mamá y tía Luisa insistían en que los únicos elementos de pirotecnia que podían usarse eran las “estrellitas”, esas bengalitas pelotudas, alambres finitos recubiertos de un compuesto plateado que, al acercársele un fósforo, despedían una enormidad de chispas.

Aún suelen verse. No hacían ruido ni nada, sólo estrellitas, que duraban un momento ínfimo. “Hacelo girar, hacelo girar”, ordenaban las viejas a las nenas, para que no se les apagaran y antes de que algunas de las más pequeñas las tiraran al suelo por temor a quemarse.

Para nosotros era una distracción femenina, una diver-sión maricona, y preferíamos la espectacularidad de los petardos, las ristras y los rompeportones. Y fueron petardos, de los gordos, de los azules, de los más caros, los que me mostró Gerardo, la noche aquella de Omar, sacándolos furtivamente, en un puñado, de uno de los bolsillos de su campera. Creo que había llevado campera exclusivamente para eso, para ocultar los petardos, ya que hacía un calor enorme, como casi siempre en diciembre.

Me pidió que le enseñara dónde quedaba el baño y, ya allí, me los mostró, excitado, como si fuera de la edad nuestra.

Ésa fue la noche en que empezamos a llamarlo Yamamoto, con Marcelo, Sergio y Omar, porque nos contó todo lo de Pearl Harbor. Después de las doce, después de que nos habían dado los regalos, subimos todos los chicos a la terraza, con Gerardo y mi viejo. Oficialmente habíamos comprado sólo cañitas voladoras que, según mi viejo, eran lindas y no representaban, ningún peligro, pese a las quejas de mi madre que decía que les podían sacar un ojo a alguno de nosotros o quemar la casa de un vecino si caía en un toldo.

Sobre la noche de Rosario, sin embargo, desde la terraza se veían elevarse infinidad de cañitas voladoras y fuegos artificiales que reventaban por todos lados. Ayudamos a Gerardo a poner la botella vacía en el piso de la terraza y todos los chicos, incluidas las nenas, saltábamos y girábamos a su alrededor con un entusiasmo notable. Papá miraba algo distanciado, controlando pero complacido, sin meterse mucho.

Alertaba “Ojo… ojo” cada tanto, o bien prevenía “Guarda, no te vayas a quemar”, cuando era uno de nosotros el que encendía la mecha. Se escuchaban explosiones por todo el vecindario, no era una época en que estuvieran muy cuestionados los artículos de pirotecnia, y yo veía cada tanto que Gerardo arrojaba algo, velozmente, hacia la oscuridad de la noche, por sobre las paredes bajas de la terraza.

A poco de hacer esos movimientos rápidos, ejecutados en los momentos en que mi padre no miraba o se distraía, se oía una explosión seca y cercana. Me di cuenta de que estaba tirando rompeportones sobre los techos vecinos.

Para mejor mi viejo, en un momento dado, algo aburrido, aprovechando que lo llamaban desde abajo para brindar, abandonó la vigilancia. Allí, entonces, salvo las nenas, todos tiramos rompeportones que Gerardo repartió entre nosotros mientras parloteaba algo sobre un asalto final y las fortificaciones de Guadalcanal. Para arrojar los rompeportones —había comprado como 50— simulaba todos los movimientos que los soldados hacen para arrojar una granada, fingiendo quitarles la espoleta con los dientes y contar hasta diez. Nos divertimos como locos, demás está decirlo, hasta que se nos acabaron los rompeportones y sólo quedaron los petardos gordos.

Hicimos estallar varios y luego a Marcelo se le ocurrió que las explosiones no eran demasiado fuertes y propuso hacer explotar uno adentro de una lata vacía que había en la terraza. Gerardo fue el primero en aprobar la idea.

La explosión, corta y retumbante, profunda, del petardo dentro de la lata que saltó del suelo como si estuviese viva, fue fantástica y saltamos y brincamos riéndonos a carcajadas, incluso las nenas, que se habían alejado tapándose los oídos antes de la explosión.

Entonces a Gerardo se le ocurrió hacer estallar otro dentro de la botella que habíamos usado para lanzar las cañitas. Tuvo la prudencia de poner la botella horizontal, explicándonos que sin duda el vidrio resistiría la detonación pero que toda la energía liberada a través del pico impulsaría a la botella a destrozarse contra uno de los tapiales, “como una bazuca”, explicó, haciendo salir a las nenas de la línea de disparo.

Pero algo falló. No fue así. La botella reventó en mil pedazos y todos recibimos trozos de vidrio en la cara, una lluvia de miles de pequeños fragmentos de vidrio astillado que no nos perjudicó más que en pequeñísimos cortes sangrantes y un susto mayúsculo.

Pero cuando Gerardo, lívido, desencajado, también sangrante por un cortecito sobre la nariz, preguntó si estábamos bien, no vimos a Omar. Estaba caído, en un rincón de la terraza, con la frente abierta como una sandía por el impacto directo del culo de la botella que había salido despedido por el aire como un disco filoso.

De más está decir que Gerardo no fue nunca más aceptado en una fiesta de Nochebuena. Luego del escándalo, del drama de aquella noche, de los gritos impresionantes de las mujeres, lo conminaron al ostracismo social por el consejo de hombres de la familia. Creo que fueron un poco desmedidos con él. Se trató, a mi juicio, de un accidente, que podría haber ocurrido en cualquier otra circunstancia. Mi tía abuela Pelona, sin ir más lejos, al poco tiempo, rodó por las escaleras de su casa, y se quebró la cadera. A los tres meses se murió por eso, sin haberse levantado ya nunca más de la cama.

De Gerardo, en casa, no se mencionaba ni el nombre. Ni en casa ni en ninguna de las casas de los demás. Había sido condenado al olvido y al desprecio. Ni siquiera tío Paco, que era quien lo había llevado siempre a nuestras reuniones, se atrevía a nombrarlo en los tantos domingos en que nos reuníamos al mediodía en su casa para comer pastas.

Sin embargo, unos cuantos años después, hubo una especie de amnistía general. Mi prima más grande, Stella, había vuelto a su casa luego de haberse ido a vivir con un trompetista de una orquesta de jazz de San Nicolás. Eso le significó, en principio, la repulsa general y, por sobre todas las cosas, el repudio encarnizado de sus padres que no admitían que la nena hubiera decidido unirse a un hombre sin casarse.

Pero Stella tuvo un hijo, anunció su próximo casamiento con el músico y éste, a su vez, se reveló como un buen tipo o al menos no peor que cualquier otro. Además, apareció un par de veces en un programa de televisión —el Club del Clan— tocando con su conjunto, con lo que adquirió chapa de músico exitoso.

Tío Paco y Matilde decidieron perdonar a Stella e hicieron una reunión para recibir a la pareja que volvía de San Nicolás a radicarse en Rosario. Allí anunciaron también que ellos habían decidido perdonar incluso a Gerardo, el marginado.

Preguntaron a los demás qué pensaban. Mis viejos, tras pensarlo un poco, estuvieron de acuerdo. Hasta mi madre, que siempre lloraba cada vez que veía el inmenso costurón en forma de media luna que serpenteaba por la cabeza de Omar (y que insistía en que el chico no había quedado demasiado normal), aceptó la decisión de Paco. Creo que ella estaba muy contenta en esos días, porque papá se había sacado casi 500 pesos en la lotería.

Así, a la Nochebuena siguiente, Gerardo volvió a aparecer por casa, junto con Paco y Matilde. Estaba igual, por supuesto. Se mostró más parco, pero amable, mesurado. Cuidadoso, en una palabra. La única diferencia era que ahora tenía unos bigotitos finos, algo ridículos, que no le quedaban mal después de todo. Y que ya no hablaba de la Segunda Guerra Mundial sino de la guerra de Corea.

No lo hizo decididamente de entrada, cauto y respetuoso. Pero sobre el final de la cena, se sentó en la punta de la mesa que se había reservado para los más jóvenes —ya no estábamos los chicos en una mesa separada— y nos contó con lujo de detalles “Los puentes de Toko-ri” con William Holden.

Llovía, esa noche. Había caído un chaparrón impresionante a la tardecita, que hizo discutir largamente a mi madre con Juana sobre la conveniencia de poner la mesa adentro o afuera. Por último la pusieron adentro; un acierto porque refrescó y caía de vez en cuando una llovizna.

Luego de comer, la ceremonia de los regalos fue bastante corta y un poco pava, porque ya no había niños muy pequeños, salvo el bebé de Stella y el trompetista.

Pero la cuestión de las cañitas voladoras se había mantenido, pese a la herida de guerra en la cabeza de Omar. Ya todos teníamos quince o dieciséis años pero nos seguían divirtiendo los fuegos artificiales. Subimos a la terraza en tropel, por la escalera estrecha. Gerardo se quedó abajo, algo mustio, conversando con los grandes en la sobremesa.

—Andá, Gerardo, que a vos te gusta —lo animó mi viejo, para demostrarle que todo había quedado en el olvido. Mi vieja lo miró con mala cara, pero de todos modos Gerardo permaneció sentado, cuando nosotros ya lanzábamos, arriba, nuestras primeras descargas.

Sólo bastante después, a las cansadas, cuando apenas quedábamos arriba Marcelo y yo quemando las últimas cañitas, apareció Gerardo, las manos en los bolsillos, con una campera impermeable puesta, en actitud contemplativa.

—¿No trajiste petardos, esta vez? —le pregunté yo, tendencioso. Se sonrió sin contestar, encogiendo los hombros. Se sentó sobre uno de los tapiales bajos de la terraza, mirando hacia el cielo, surcado por infinitos fuegos. Marcelo bajó en ese momento. Había ido a buscar una suerte de farolito chino que, según él, se encendía, se largaba y se elevaba en el cielo hasta perderse.

Era muy lindo. Llamaría a las chicas, incluso, para que lo vieran. Entonces Gerardo dijo “Algo traje”. Se abrió la campera que tenía cerrada hasta el cuello y, mientras le empezaba a relucir en la cara una sonrisa diabólica, desplegó ambos faldones hacia el costado para permitirme ver. Yo no podía creerlo. Adosado al forro interior de la campera, aun en la parte que cubría su espalda, llevaba un verdadero arsenal de pirotecnia, racimos de cartuchos cilíndricos rayados transversalmente rojos y blancos, conos voluminosos que pendían de sus hombros como granadas, ristras enteras de cohetes gruesos y colorados como los de los dibujitos animados. Lo miré con real temor y admiración.

—No son para acá —me tranquilizó, cerrando de nuevo la campera—. Son para después. A eso de la una me junto con unos locos que son fanáticos de esto. Uno es un oficial de Gendarmería. Si vos vieras cómo sale al patio de atrás de su casa y vacía los cargadores de su 9 milímetros Colt Combat Commander cromada. Increíble.

—Pará, pará —me le acerqué—. ¿Qué son esos conos que tenías ahí? —señalé la campera, cerca de uno de sus hombros.

—Uh… —volvió a abrirla un poco—. Vos no sabes lo que son éstos. Una cosa increíble.

—¿Qué hacen, qué hacen? —advertí que yo, ya adolescente, tenía la misma excitación de cuando era un chico.

—¿Querés saber qué hacen? —Gerardo se sonrió, para luego mirar a lo lejos, dudando. Tenía uno de esos conos en la mano—. ¿Querés saber?

—Uno solo —le pedí, advirtiendo su lógica turbación—. Uno solo, rápido, ahora que no hay nadie, antes de que vuelva Marcelo.

Gerardo, mientras se bajaba de su improvisado asiento sobre el filo de la pared, me hizo un ademán como para que me apartara. Puso el cono en el piso, en un rincón de la terraza y le pegó un par de pitadas al cigarrillo.

—Uno solo —asintió—. Como para que veas.

Yo me aparté hacia atrás.

—¿No hay botellas por acá? —dije, en broma, mientras él acercaba la brasa de su cigarrillo a la mecha.

—No jodás con eso —rió también. Fue lo último que dijo.

Como en aquella ocasión de la botella, no sé bien qué pasó. Tal vez la mecha del cono era muy corta, o muy rápida, o había un derrame de pólvora, lo cierto es que vi un fogonazo vivísimo y desmesurado que envolvió a Gerardo cuando todavía estaba agachado. Y una explosión fortísima, seguida por una segunda, ya desde el pecho de Gerardo, quien voló hacia atrás, con ojos de sorpresa. Y enseguida el resto. Todo su arsenal personal tomó fuego y yo me tiré intuitivamente al suelo, cubriéndome la cabeza. La última y postrera explosión sacudió la casa entera; yo pegué contra una de las paredes por la onda expansiva que me levantó en el aire. Quedé allí aturdido.

Luego el silencio. De inmediato, el griterío despavorido, abajo, y el tropel subiendo por la escalera. Cuando me ayudaron a incorporarme había un intenso olor a pólvora que hacía dificultoso respirar, una densa humareda blanca cubría la terraza y el piso estaba cubierto de vidrios rotos. De Gerardo no había ni indicios.

Todavía al día siguiente la policía me preguntaba cómo había sido la cosa. Les conté sólo lo que había visto. Me preguntaron por Gerardo.

Yo no sabía absolutamente nada. No se encontraron ni rastros de él, ni pedazos de su ropa, ni un zapato, ni una oreja, ni un dedo ni nada. Tampoco había elementos personales que pudiesen indicar que su cuerpo había caído sobre los techos de la vecindad. Mi padre decía que eso no era posible.

—En una de ésas… —aventuré, aún aturdido— …sobrevivió a la explosión. Pero se asustó por los reproches que le iban a hacer por ser reincidente. Aprovechó entonces la humareda para escapar de la casa, malherido quizás.

Nadie me contestó, aunque es cierto que estaban tan shockeados como yo.

—Pero él no quiso hacer reventar todos esos cohetes —insistí yo—. Fue un error mío al pedirle que me mostrara cómo explotaba uno solo. Los demás tomaron fuego cuando el cono explotó de improviso sin darle tiempo a alejarse un poco.

Sin embargo, pese a mi teoría optimista, desde aquella noche Gerardo nunca fue visto por miembro alguno de la familia. Yo sigo pensando que está vivo, desfigurado quizás, escondido en alguna jungla como esos soldados japoneses que nunca supieron que había terminado la guerra.

Todavía este año, días atrás, luego de las fiestas, apareció una noticia sobre una fábrica de pirotecnia que había explotado entera, en Villa Cañás, muriendo catorce vecinos. Me acordé, no sé por qué, de Gerardo. Y resurgió en mí la esperanza de que esté vivo.