I
El negocio de don Pablo en Baeza viene prosperando desde los últimos tres años. En 1992 tenía solo una línea telefónica en su casa. Fue agregando una por año, y ahora cuenta con cuatro. Desde allí se puede llamar al exterior así como recibir llamadas de afuera. Como mucha gente del pueblo —sin hablar la de las comunas en la selva—, carece de servicio telefónico, el hombre cuenta con una clientela constante.
—Cuanto más petróleo extraen, más miseria hay por aquí, más gente emigrando y más necesidad de comunicarse por teléfono. Qué puedo decir yo, mi amigo... ¡Viva el petróleo ecuatoriano!
Pocos son los que comprenden el humor cáustico de don Pablo. Para sus clientes, lo importante es que él se esfuerza en servir bien a todos.
En la casa de Rosa saben que cada primer y tercer sábado del mes, al mediodía, Alba los llama al negocio de don Pablo desde una finca o un centro de empaque de hortalizas en los Estados Unidos. En seis años, nunca ha fallado.
A la abuela Umi le sorprende un poco la visita temprana del mensajero de don Pablo a la chacra, y más hoy que es domingo, avisando que la señora Alba Caento llamó de los Estados Unidos. Pero tampoco se alarma. Ayer fue el cumpleaños de los quince de Rosa y su madre querrá saludarla.
—Rosita, levántate. Tu madre va a llamar en un par de horas. Querrá felicitarte por tu cumpleaños, hija —dice la abuela mientras termina de trenzarse su larga cabellera de hebras negras y blancas.
En un minuto, Rosa está en pie, vestida y calzada en sus botas de goma. Desborda ansiedad por contarle a su mamá los pormenores de la fiesta de anoche.
Abuela y nieta se ponen en marcha. La vieja Umi recorre el camino de su morada al pueblo con el mismo paso ágil de Rosa y el mismo brío juvenil de antaño. No muda el ritmo aunque la senda serpentea hacia arriba o cae, abrupta, en una barranca. Tampoco titubea cuando elige con destreza dónde poner el pie para evitar que el lodo le succione una bota. No por nada ha vivido tantos años en la selva, explica ella. Cuántos años, es difícil de decir, pero asegura andar entre los sesenta y los setenta.
Poco antes de la hora marcada, las dos ya están sentaditas en la sala de la casa de don Pablo, esperando el prometido llamado. Y Alba es puntual. Cuando se siente la campanilla del teléfono y luego la voz del hombre diciendo «Aquí están, señora Alba», de un solo brinco, Rosa entra en la cabina.
En un relato atropellado, la muchacha le cuenta a su mamá sobre la noche anterior:
—¡Cuánta gente que había, mami! El banquete fue fabuloso, y bailamos y tiramos petardos y cohetes toda la noche ... Pues no se fue nadie hasta que los gallos comenzaron a cacarear ... ¿El vestido? Es precioso. Ya va a ver las fotos —Rosa pausa unos segundos—. Pero qué pena que usted no estaba, mamá. Sentí mucho la falta de usted, anoche; la extrañé mucho, muchísimo.
El tono de alegría decae. La muchacha describe la comida de la fiesta, pero sus palabras no tienen el brillo inicial y mal llegan a cubrir el fondo borrascoso que agita a ambas.
Y así es siempre: las conversaciones entre Alba y su hija comienzan con locuaz alegría y terminan en silenciosas lágrimas. Rosa evoca las deliciosas frutas maduras de la selva, que deleitan el paladar hasta que uno parte el carozo, se come la pepita y se lleva un gusto amargo en la boca.
Es cierto que en los dos últimos años a Rosa le fue creciendo una fina corteza en el corazón, y comenzó a poner más energía en curvarse las pestañas, en realzar sus pechos (para nada abundantes como los de su vecina Anita) con brasiers apropiados, y en presumir de su pelo largo y espeso. Pero de cualquier manera, el año noventa y cinco comenzó difícil para ella, porque Alba ya anunció en enero que no podría volver para el tan esperado cumpleaños. La ausencia de su madre en la fiesta fue suficiente para resucitar la vieja angustia.
La chica pasa el teléfono a su abuela y sale al patio para que no la vean llorar. Se sienta en un banco de troncos y por largo rato mira las aves, con envidia. Cómo quisiera ser la mujer pájaro, esa de la historia de Las mil y una noches que les contaba el maestro Romero, esa que se ponía una capa de plumas y allá se iba, volando, hacia donde su corazón la llevaba. Pero la abuela está tardando. ¿Por qué se demoran hablando tanto tiempo? ¡Esta llamada le va a salir carísima a mamá!
—Gracias por el mensaje, don Pablo —dice la abuela cuando paga por el servicio—. Y aquí tiene unas monedas para su chico.
—¿Qué le pasa, doña Umi? —pregunta el hombre, usando el «doña», que a los huaorani les resulta gracioso—. La veo afligida. ¿Alguna mala noticia del Norte? ¿Su hija está bien?
—No, no está muy bien, don Pablo. Fíjese que le agarró una enfermedad, y no sabe, o no quiere decirme, qué es.
Rosa entra y escucha las últimas palabras.
—¿Mi mamá está enferma? ¿Y por qué no me lo dijo a mí, abuela?
—Porque quería consultarlo conmigo, hija.
—¿Consultar qué?
—Si tú podrías ir a los Estados Unidos, para cuidarla.
Esa tarde, Rosa sale de su casa y se sienta a la vera del río. Según Romero, este riacho desemboca en el río Quijos. Y este, en el Amazonas. Ella lo observa fluir por el valle, deprisa, cristalino, y volver a internarse en la selva. Imagina esa naciente en las montañas que dicen que es donde se origina. Nunca la vio, pero sabe que hay aguas que corren subterráneas, y a veces, cuando se tiende en el pasto, cree que puede escuchar sus murmullos ocultos. Quisiera saber escuchar también esa corriente subterránea que lleva dentro de ella... que hoy está tan alborotada, y que la lleva, quién sabe a dónde.
Una libélula con alas de filigrana brillante se le posa en una mano y le aventa el ensueño.
—Para mí, honestamente, no es una buena idea —dice la abuela Umi—. No se trata de que si el coyote es o no es de confianza. Ustedes se olvidan de que mi hija Alba tenía treinta años cuando se fue, pero esta niña tiene quince. ¡Apenas quince!
—Pero Alba insiste, Umi —dice la esposa de Numpa—. ¿No le dijo ella que necesita a alguien de la familia para cuidarla? ¿Que no tiene a nadie allá?
—¡Prefiero ir yo misma! —dice la abuela, enderezándose en la silla.
—¡Qué ocurrencia! ¿A nuestra edad, para el Norte? ¡Ni hablamos inglés! —replica el abuelo.
—Ni español, para decir la verdad, abuelo —agrega Enrique.
—Tú no te metas, que es cosa de adultos —lo reprende su padre.
—Rosa tampoco es adulta.
—Pero es la hija. Y Alba quiere que vaya su hija, ¡no su madre o su santo!
—Es verdad. Y el dinero ya está en el banco de aquí.
—Alba está muy decidida.
—Yo quise hacerla cambiar de idea, pero...
La conversación, en una mezcla de huaorani y español, se interrumpe cuando la chica entra en la casita.
—Rosa. Mañana viene señor Zabala —le avisa el tío Numpa—. Sabes quién es, ¿no? El coyote que llevó a tu madre en el año ochenta y nueve, y ella dice que es de confianza.
Los abuelos permanecen callados.
—Pero tienes que ser discreta —continúa Numpa—. Y ustedes chicos, también. No anden diciendo nada por ahí. Se trata de mucho dinero.
—Ay, no sé... —dice Umi—. Todo esto me da mala espina.
Con voz queda, el abuelo emite unos monosílabos en su lengua materna, que nadie escucha.
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II
En una mesita bajo el árbol grande del patio, Rosa ya vació los útiles escolares de su mochila y está decidiendo lo que va a empacar para el viaje. Las cotorritas, que hasta hace unos meses eran apenas polluelos con los picos abiertos esperando un gusano, ya han aprendido a volar, y ahora se han congregado en las ramas más altas.
—¡Rosa! —llama la abuela desde la casa—. ¡Ábrele el portón a Anita, que vino a despedirse de ti!
Las cotorras se alzan, alborotadas, y ocupan otro árbol más lejano para reanudar su parloteo. Anita llega de la casa vecina. En veinticuatro horas, todo el valle ya se ha enterado de que Rosa Epayuma se va para el Norte.
—¡Qué suerte tienes, Rosa! Bien quisiera ir contigo.
—No creas que todo es tan fácil allá, Anita. El profe de inglés me dijo que a los que van como yo los llaman undocumented y aliens.
—¿Y qué significa eso?
—Undocumented quiere decir «sin documento de identidad», o sea, nada que indique quién eres. Horrible, ¿verdad? Y alien, según mi diccionario, es «extraterrestre».
Anita la mira estupefacta.
—También los llaman ilegal immigrants —continúa Rosa—, que quiere decir «ilegal». Y yo no sé qué es peor.
—Bueno, creo que es peor ser ilegal que ser extraterrestre, si me das para elegir... Mira cómo aquí La Compañía anduvo botando tóxicos en nuestros ríos. Eso es ilegal, y es malísimo. Ya lo dijo mi papá, que es miembro de la comisión indigenista.
—Ya lo sé. ¡Pero no me queda otra, Ana! Además, no es lo mismo. ¿Qué mal hace uno con ser ilegal por no tener documentos? ¡No es lo mismo! —responde Rosa con un ligero tono de irritación.
La comparación le pareció injusta y odiosa.
Por un rato, las dos muchachas quedan pensativas. Una a una, las cotorras regresan al árbol grande. Anita mira el corazón grabado en el tronco del árbol, con dos palabras en su centro: «Rosa y...».
—Rosita, te vamos echar de menos —dice—. ¿Me vas a escribir? ¿Te vas a acordar de nosotros?
—Claro que me voy a acordar de ustedes. ¡Ay! Aquí llega el señor Zabala. Es el coyote que viene para buscar el dinero. Perdón, Anita. Tengo que entrar, para avisarles a los abuelos.
—Bueno, me voy entonces. Adiós, Rosita. ¿No te vas a olvidar de mí?
—¡Por nada del mundo!
Rosa nota que antes de abrir el portón el hombre esculca el bolsillo de la camisa, saca algo pequeño y blanco, y se lo lleva a la boca.
—Todavía hay pastel de la fiesta. ¿Le apetece un pedazo, señor Zabala? ¿Con un tesito de guayusa? —dice la abuela.
—No, gracias, doña Umi, usted es muy amable. Estoy quedando muy barrigudo —dice el hombre palmeándose el estómago—. Un té sí le acepto.
Rosa lo observa con disimulada agudeza, tratando de leer en sus minuciosas expresiones faciales algún indicio de su carácter interior. Tiene las uñas muy limpias y pulidas y esto le produce a la chica una impresión ambivalente.
—Señor coyote... eh... señor Zabala, disculpe, ¿cuándo cree usted que voy a llegar a los Estados Unidos? —pregunta Rosa.
—Bueno, la verdad es que lleva un tiempito... no es como ir en avión, tú sabes. Todo depende de las condiciones climáticas para la navegación. Además, no es tan fácil como en el ochenta y nueve, cuando llevé a tu mamá, porque ahora hay más control de los patrulleros en la frontera de Guatemala, en la de México y en la de los Estados Unidos. Si todo sale bien, vas a llegar en dos semanas o poco más. Pero, como digo, puede ser más. Siempre hay algún imprevisto en este tipo de viajes. Pero nosotros estamos muy bien conectados en todo el trayecto, y podemos solucionar cada problema que se presente sin ningún perjuicio para nuestros clientes. Solo un poquito más de demora, ¿vio, don Caento? Eso es todo.
El abuelo, que entiende muy bien el español pero se niega a hablarlo, le deja la palabra a su hijo.
—Don Zabala, nosotros conocemos bien a su familia —dice Numpa—. Creo que podemos confiar en usted. Mire que esta niña es muy jovencita.
—Pueden quedarse tranquilos. Yo voy a estar en Guatemala, para recibir al grupo y llevarlo a través de México hasta la frontera, y de allí a los Estados. Pero durante la travesía en barco, de Guayaquil a Guatemala, ella va a estar en buenas manos.
El hombre habla con aplomo y esto le confiere autoridad y despierta confianza.
—Bueno. Como acordamos, aquí tiene los cuatro mil dólares de adelanto. Entonces mi hermana Alba le va a pagar los otros cuatro mil así como usted se la entregue, en Oregón —dice Numpa.
El hombre mueve los labios mientras cuenta los billetes de cien dólares. Después levanta la vista hacia el sol y analiza al trasluz cada uno de ellos hasta quedar satisfecho.
—Disculpen tanta prudencia, pero ustedes saben cómo han proliferado los falsificadores. Hoy día hay que ser doblemente precavidos. ¡Hay tanta delincuencia en este país! Es una vergüenza. Pero estos son buenos. Gracias, don Caento. Aquí tiene su recibo —dice el hombre, extendiendo un papel con su rúbrica.
El viejo agradece inclinando la cabeza.
—Bien. Mañana deben estar en el pueblo tempranito, en la esquina del cementerio. El autobús que contratamos va a estar allá a las cinco en punto. Rosa, ya te habrá dicho tu madre que empaques liviano. Una mochila escolar basta para dos mudas de ropa. Llévate también un talquito y un desodorante, porque vienen bien para disfrazar la falta de aseo. Recuerda que en el barco no es como estar en casa. Y un sombrero, ¡muy importante!
Caento y el coyote se dan la mano: una mano esculpida por la selva y otra alisada por el suave rozar de los billetes; y se despiden hasta el día siguiente.
Cuando ya está del otro lado del portón, el coyote extrae de la boca el diente postizo que se puso al llegar, y lo mete otra vez en el bolsillo de la camisa.
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III
El chamán ya está subiendo la cuesta con su esposa y sus hijas. La lluvia torrencial que se desata en las tardes de los trópicos se extendió algo más que de costumbre y los atrasó un poco. Solo escampó a las tres y media de la mañana.
—Caento, el sendero está intransitable, y la correntada se llevó el puente —le dice el chamán al abuelo—. De mi casa para abajo, no hay manera de continuar. No hay cómo llegar al pueblo. Vadear el arroyo va a ser imposible, está muy crecido.
La familia no esperaba esta mala jugada del tiempo.
—¡Rosa va a perder el autobús!
—¡Voy a perder el barco!
—¡Deberíamos haber pasado la noche en el pueblo!
—¡Pero esto nunca ha ocurrido!
—Ya nada es como antes. ¡Hasta las lluvias han cambiado!
Los adultos se unen en una letanía de rezongos en contra de los tiempos que corren, en los que todo se está volviendo impredecible.
Rosa mira a sus abuelos con expresión angustiada. Ya le están saltando las lágrimas cuando el viejo anuncia:
—Mientras ustedes dormían como monitos en las ramas, yo arreglé y limpié la canoa. Estaba repleta de hojas y ramas y sapitos. Le limpié todo el musgo y maleza, y le di un nuevo bautismo en el río. ¡Como un cristiano renacido! —dice el viejo, con su risa de periquito.
—¡La canoa! ¡Me había olvidado de su canoa, papá! —exclama Numpa—, por supuesto que podemos ir por el río.
—¡Uuu! ¡Vamos en canoa! ¡Por fin! —exclaman los chicos.
—Abuelo, usted es un mago, un espíritu de la selva hecho carne, un santo santísimo —dice Rosa, abrazándolo.
—El jaguar sabe más por viejo que por jaguar —agrega Umi, que ya se había alegrado secretamente por el contratiempo.
Pasado el susto, Umi ya prepara el patio para la ceremonia, y lo primero es encender las antorchas, porque todavía es noche cerrada y no hay luna. «Ni la luna quiere ver a Rosa partir», rezonga Umi mientras echa unas hierbas al fuego. Luego alinea unos banquitos en forma de círculo y la familia se sienta a esperar.
Primero llegan las mariposas nocturnas, que comienzan su danza alrededor de las antorchas. Y luego aparecen el chamán y sus niños, emergiendo del interior de la casa con sus mejillas pintadas y adornados con profusión de collares de semillas y plumas, listos para el ritual. Un baile de pasitos cortos acompaña el ritmo simple del instrumento de percusión y la melodía elemental de tres notas que define el canto de la selva.
Aunque la familia ya adoptó algunas creencias cristianas en el protectorado, más por ósmosis que por conversión, no abandonaron del todo la práctica huaorani, y la bendición que hoy da el chamán sigue la tradición de su gente.
Al despedirse, el hombre le da a Rosa un amuleto con un jaguar tallado, y le dice que el espíritu del animal la va a proteger en su viaje de ida y de vuelta. La chica le agradece y se lo guarda en el bolsillo.
Rosa no se molesta con esta yuxtaposición de credos en su familia. Al final, Dios es uno —razona—y uno es Dios, porque de Él venimos y hacia Él volveremos. ¿No dice así la Biblia? ¿O algo parecido? ¿O es el maestro Romero quien lo dice, cuando habla del «Uno»?
La noche está fría. Mientras los adultos beben chicha, los jóvenes se disputan los lugares que cada uno va a ocupar en la piragua.
Pocos minutos después, toda la familia está a bordo, uno detrás del otro. A la proa va el tío, alumbrando el agua con la linterna. La correntada está fuerte y el río baja cargado de ramas. El abuelo, que dice ver en la noche neblinosa a través de los ojos del jaguar, los tranquiliza. Con veteranos movimientos hunde los remos en el agua, apenas para darle dirección a la canoa.
En la oscuridad frondosa de las márgenes que se alejan rápido hacia atrás, algunos pares de ojitos centellean en la oscuridad y luego se apagan entre el follaje, y aquí y allá un chillido nocturno hace de contrapunto al concierto de ranas. Rosa, con la boca abierta y la nariz dilatada, presintiendo una futura nostalgia, se quiere tragar todo el perfume de la selva.
El cielo encapotado de Baeza está dejando caer una llovizna suave. En una esquina en las afueras de la pequeña ciudad, un manojo de paraguas multicolores se amontona al lado de un autobús en marcha, como una colonia de hongos. Bajo ellos se cobijan las varias familias que han venido a despedirse de los viajeros. A nadie parece molestarle el humo que exhala el tubo de escape del vehículo y espanta a los pájaros. Sus corazones, llenos de esperanza, de tristeza, de preocupaciones, y algunos de envidia, están puestos en aquellos que se están yendo al Norte. Hasta el director de la escuela Don Bosco, el cura italiano que le enseñó a Rosa el catecismo, ya está viniendo con su sotana color chocolate flotando en el aire destemplado de la mañana.
—Escondan bien su dinero —dice el cura cuando se acerca al grupo—. Pero dejen un poco en los bolsillos, por si —Dios no lo permita— alguien les quisiera robar. No hay que despertar la ira de los ladrones. ¡Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios!
Y arremangándose la sotana para cruzar un charco, procede a la bendición de los pasajeros, del chofer y del mismo vehículo.
Rosa está muy seria mientras escucha las recomendaciones. Su tía le pregunta al oído si tiene bien guardados los quinientos dólares que le mandó su madre para cualquier emergencia. Rosa asiente con la cabeza mientras se toca el pecho. Otros consejos siguen a los gritos:
—Dime, niña, ¿te has memorizado el teléfono de tu mamá?
—Rosita, cuídate, hijita. Mira que hay muchos sinvergüenzas por ahí. ¡Abre los ojos!
—¡Mira bien con quién hablas!
—¡No andes sola!
—Adiós, niña. Venga un abrazo.
—Adiós, abuelos. Adiós, tíos. Cuida de mi potrillo, Gabriel.
A último momento aparece Mario Romero. El maestro, que estuvo a cargo del mismo grupo de Rosa del primer al séptimo grado de la primaria, pasó a ejercer en la enseñanza secundaria como profesor de química y literatura cuando se abrió una nueva escuela; y así continuó la formación de muchos de sus antiguos estudiantes. El hombre corre hasta la puerta del autobús y le da a Rosa una copia de su El selvinauta y un paquetito de tarjetas blancas.
—Un escritor siempre debe tener dónde registrar sus impresiones —le dice Romero—. ¡Cuídate, Rosa! ¡Y recuerda que tú puedes!
La chica le agradece. Quiere decirle algo más, algo que le haga recordarla a ella para siempre, pero la voz del tío la interrumpe.
—¡Sube, muchacha, que el bus ya se va!
Los últimos viajeros abordan y las familias se quedan mirando, con caras tristes, bajo un cielo plomizo.
Las treinta personas que viajan rumbo a Guayaquil componen un grupo más o menos homogéneo. Hay unos pocos quichua amazónicos y shuar, pero la mayoría son colonos, aquellos que llegaron a la región hace tiempo, cuando aquí solo había tribus amazónicas. Rosa es la única huaorani.
—¡Pero mira qué compañera jovencita me tocó! —comenta la señora que se sienta al lado de Rosa—. ¿También vas a los Estados Unidos?
—Sí, señora.
—¿Y por qué quieres dejar a tu familia para viajar tan lejos?
—Pues, mi madre está allá. Está enferma y yo voy a cuidarla. Y usted, ¿por qué va? ¿Por dinero?
—Sí, m’hija, la vida está difícil aquí para nosotros. No tengo esposo, y aquí no hay trabajo. Así que debo dejar a los niños con sus abuelos, por un tiempito. Por un año, nomás. Tengo una hermana en Connecticut.
Rosa sabe demasiado bien de ese interminable año que su madre le dijo que tenía que esperar hasta su regreso; es un año que se estira, que muere y renace en cada Navidad, cuando su madre anuncia que tampoco viene esta vez, que no ha juntado suficiente dinero, que será la próxima... que le está mandando los regalitos, en papel brillante, de los Estados Unidos, ese papel precioso que ella usa para forrar los libros de la escuela.
—Ah, ¿usted va a Connecticut? —dice el muchacho del asiento lateral—. Yo también. Tengo amigos allá.
—¿Y van a encontrarle trabajo a usted? —le pregunta la mujer.
—Así dicen. Pero yo tengo una misión diferente. Quiero hablar a la gente de allá sobre las compañías forestales que vienen a cortar nuestros árboles. ¡Usted sabe cómo están destruyendo la selva!
—Tala ilegal, supongo.
—¡Claro! Abren caminos, traen sierras eléctricas, grúas, cables, camiones, ¡todo ilegal! y nos dejan una tierra que ya no sirve para nada. Yo he visto esos parches rojos en la selva desde la avioneta de los misioneros, cuando me llevaron con mi mujer al hospital de Coca. Le juro, parecen manchas de sangre. Y aquí llevo mis fotos, para mostrarles al mundo cómo están arruinando la Amazonía.
El muchacho pasa las fotos entre los pasajeros, que asienten con muestras de simpatía por su declarada misión.
—Sí, comprendo. Es una lástima —dice la mujer—, pero ustedes que viven en la selva también tienen parte de la culpa, ¿no? Yo sé de familias que cortan un árbol cada vez que quieren dinero. Y se lo venden por cualquier precio al primer colombiano que aparece. ¿No es así, compañero?
—Sí... bueno —replica el muchacho—. Yo sé que se anda cortando mucho árbol por ahí, sin permiso. Pero usted no va a querer comparar los poquitos que nosotros volteamos con un hacha, a las toneladas que sacan las madereras. ¡Por favor, señora!
El polvo de la carretera de grava los obliga a cerrar las ventanillas.
—¡Es que ustedes deberían dar el ejemplo! —insiste la mujer, todavía masticando tierra.
—Sí, sí. Pero la necesidad a veces es grande —explica el otro—. Ya no es como antes, que nos bastaba la selva para todo. Ahora hay que pagar los estudios de los chicos. Un árbol nomás que uno venda paga un año de gastos del colegio. El uniforme, los libros, usted sabe. Y hoy en día, mi señora, todo el mundo quiere que sus hijos estén educados, ¿no le parece? Porque uno es shuar, o quichua, o lo que sea, pero también quiere ser algo más.
¿Algo más? piensa Rosa. ¿Es que, querer ir a la escuela es querer ser algo más, así como de otra raza? ¿Ser colono? ¿Qué es ella, entonces, que tanto le gusta la escuela? ¿Será que tiene alma de blanca? ¿Es que el alma tiene raza? No es posible. Pero uno es lo que es según de donde viene. ¿O no?
Rosa escribe sus meditaciones, algo difíciles para quien apenas ha salido de la pubertad. Pero Romero siempre dice: «Escribir nos ayuda a explorar nuestro interior».
—Por cierto —concuerda la mujer—, uno quiere lo mejor para los hijos, por eso yo estoy yendo para el Norte...
Alguien interrumpe desde el fondo del vehículo:
—¿Y por qué tú te vas a protestar por los árboles y no dices nada de las petroleras, que nos han envenenado por treinta años? ¿Por qué no sacaste fotos de las novecientas y tantas piletas abiertas que todavía están largando los tóxicos, y se las llevas allá a los gringos?
—Porque ahora la Texaco se está haciendo cargo, ya lo está limpiando, ¿no sabías? Se ha llegado a un acuerdo el año pasado. Y todo el mundo vio los camiones de limpieza de la Udworclay[1], que van y vienen de Lago Agrio a Coca. Dicen que van a remediar todas las piletas. Ese fue un triunfo de la confeniae.
—¿Qué? ¡No están limpiando nada! Están cubriendo las piletas nomás, con tierra y piedras, con plástico. ¿A eso le llamas remediar? Te lo digo yo que vengo de allá. El petróleo sigue infestando los ríos, y mis chicos están llenos de ronchas. ¡Eso es peor que orín de sapo! No están limpiando un carajo. ¡Es todo mentira, así que es mejor que cierres el pico!
¿Orina de sapo? Rosa recuerda que el abuelo decía que debajo de la tierra hay una bestia enorme y que cuando los blancos la agujerean, a la bestia le comienza a salir la bilis negra de las entrañas.
Y siente otra vez el aguijón de aquella antigua pena que no la suelta. La incansable ave que recorre la memoria se ha posado en la imagen de su padre. Él trabajó por dos años en esas piscinas, recuerda la chica, para pagar una cuenta de hospital de su mamá.
Murió un mes después de cancelar la cuenta.
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IV
Son las nueve de la noche cuando llegan a la ciudad portuaria de Guayaquil, después de haber cruzado el país en diagonal atravesando los Andes y por encima de la división de las aguas, hasta llegar al Pacífico.
Los ojos de Rosa, que nunca han visto una metrópolis, son un par de ventanitas pegadas al vidrio. Deslumbrada ante la modernidad de la calle central, luminosa como el día, repleta de gente entrando y saliendo de los teatros y los restaurantes, le parece el cúmulo de la sofisticación urbana. Ya le duele el pescuezo de mirar hacia arriba.
Poco más tarde, el chofer habla por el celular, y los pasajeros comienzan a sentir verdadero respeto por los organizadores del viaje.
—Cuando llegue a los Estados Unidos —dice uno a su vecino—, lo primero que me voy a comprar cuando tenga trabajo es un celular. Siempre quise tener uno.
—¿Siempre? ¡Pero si acaban de llegar al Ecuador!
—Quiero decir, siempre desde el momento en que llegaron, hombre. Pero, escuche, escuche...
El tono de la voz del chofer interrumpe las conversaciones, y la gente agudiza los oídos.
—¿Qué dices? Ah, sí. Claro. Entonces es mejor salir de aquí.
Luego les habla a los pasajeros.
—Señores, hay un problemita. Dicen que la policía está buscando a grupos ilegales y están plantados frente a nuestro hotel. Vamos para otro albergue que me acaban de indicar, un poco más lejos.
Los viajeros se miran inquietos y algunos susurran una protesta:
—¿Ni hemos salido del país y ya nos consideran ilegales?
—Pues este es un coche particular. Se nota de lejos que no es de una línea de transporte público. Es un charter, como le dicen.
—¿Y cómo saben quiénes somos? ¿No podíamos ser turistas, de visita en Guayaquil?
—Si nos agarran, van a saber que no lo somos.
—¿Y qué? ¿Qué le importa a la policía? ¿Acaso está prohibido salir del país? ¡Esto no es Cuba!
El autobús toma por una calle lateral, pasa por la estación de bomberos y continúa durante media hora. Luego sube por otras callejuelas oscuras. El diálogo continúa por el celular:
—¿Dónde dices que debo doblar? No encuentro esa calle. Estoy frente a un lote de chatarra. ¿Qué dices? ¡Claro que no hay edificio de correos aquí, hombre! Aquí no hay nada. Solo descampado.
—Creo que el conductor está perdido —dice alguien.
—Sí, ya salimos de la ciudad. Estamos en el cerro de Santa Ana —observa otro, que parece conocer el lugar—. Pero ¿qué pasa allí? Hay gente en el medio de la calle. ¡No nos dejan pasar!
—¡Y están armados!
—¡Y encapuchados!
—Ay, Dios mío, ¡son asaltantes!
—¡Ay, Virgen Santísima!
El conductor blasfema. Esconde el celular y detiene el vehículo. Tres hombres con las caras cubiertas con máscaras de esquiar que dejan ver solo los ojos y la boca, suben al coche y uno de ellos le pone un revólver en la cabeza.
—¡Bájate, o te reviento! ¡Abre el compartimiento de las maletas y pon todo en el suelo! ¡Vamos, muévete!
Otro, también armado, habla con los pasajeros:
—Y ustedes, ¡quietitos! Quiero todo el dinero y los relojes y las joyas en esta bolsa. No quiero usar violencia, así que, ni piensen en esconder nada. ¿Está claro?
Por un instante los pasajeros quedan petrificados. Luego, en silencio y con ademanes cautelosos, se quitan anillos y relojes y vacían bolsillos y carteras. El ladrón amenaza a una mujer con el revólver en la sien. La mujer despega su trasero del asiento y saca la cartera sobre la que se había sentado con intención de ocultarla. El hombre se la arrebata con ademán brusco y una lluvia de obscenidades. Sigue pasando por las filas de asientos y recogiendo su botín, hasta que llega casi al final del coche y ve a Rosa. La chica se quita el brazalete de semillas de la selva que hizo su tía para ella, y se lo alcanza.
—¿Por qué me das esta mierda? —dice el hombre, arrojando la pulsera por la ventanilla.
Una onda de rabia le sube a la garganta de la chica y ahí se le detiene. Es su primer odio profundo.
—¿Y con quién viaja esta muchacha? —dice el hombre.
—Estoy sola —responde ella, con voz desafiante.
—Solita, ¿ah? Pero estás muy niña para viajar. Quédate conmigo, chica, necesito una esposa. Pero, dime, ¿dónde tienes tu dinero? ¡Anda! ¡Quítate los aretes! ¡Y la cadena también! Son de oro, ¿no? No quiero nada de hojalata. Pero ¿qué te pasa? Dame esa cadena, te digo.
Las manos le tiemblan a Rosa y no puede abrir el cierre. El ladrón se la arranca de un manotazo.
—Ahora te vienes conmigo. ¡Y nada de llorar! ¡Mira que no tengo paciencia con las mujeres lloronas!