image
image
image

6. Travesía

image

I

El viento está amainando. Las nubes se desgajan y se alejan rodando hacia otros horizontes y el barco se endereza. Rosa agradece a quien sea que haya escuchado sus plegarias, salta de su balsa y sube a cubierta frotándose los ojos. Allí encuentra a los otros, con el pánico todavía pintado en sus caras amarillentas y descompuestas. Y en medio del descalabro también encuentra su carta, pegada a un poste, con la tinta borroneada.

En el horizonte, la luz ha desplegado sus colores en un arco deslumbrante. Algunos lo miran llorando, otros le agradecen su piedad en silencio.

Horas más tarde, hecho el escrutinio de la gente, el cómputo de los víveres y la evaluación de los daños, y una vez que la tripulación ya ha sacado el agua que se acumuló en la sala de máquinas, el capitán los reúne en la cubierta:

—La tormenta nos apartó de la ruta y perdimos un día, de modo que las raciones están escasas. Vamos a tener que... —el hombre carraspea— ajustarnos el cinturón.

––––––––

image

II

Digno de su nombre, aunque no de su costumbre, el Pacífico está tranquilo hoy, al promediar el sexto día de viaje. Apretujados en la cubierta, los pasajeros celebran la noticia que acaba de anunciar un tripulante: desde ahora hasta la llegada a Guatemala, se puede esperar tiempo estable.

El mar está destellante y el sol se desgaja en la cresta de las olas. Rosa descubre que si se concentra en el azul verdoso del confín del mar su estómago queda menos inquieto. Oteando el horizonte, distingue un punto lejano que comienza a crecer. O es un barco, o es un pez gigante, razona. Debe de ser un barco, porque el bulto se hace cada vez más grande. ¿O es una ilusión? Se pone las dos manos alrededor de un ojo, a modo de catalejo, y después del otro, para distinguir mejor el contorno del objeto o animal que alberga la distancia, experiencia rara para quien se crió en la selva.

Pero ya es evidente que es una embarcación. Y viene en línea recta hacia ellos.

Ni bien la muchacha llega distraídamente a esta conclusión, el capitán vocifera por los altoparlantes:

—¡Adentro todo el mundo! ¡Ahora mismo! ¡Para abajo!

—¿Y por qué tanta alarma ahora? No es la primera vez que nos cruzamos con otro barco —pregunta alguien.

—¡El capitán habrá visto algo con los binóculos!

—¡Habrá descubierto que nos persiguen!

Asustados como liebres acosadas por sabuesos, corren escalera abajo.

—¡Qué desgracia esto de ser fugitivos! ¡Como si uno fuera un ladrón! ¡Un pirata! —rezonga un hombre mientras se mete en la bodega de mala gana.

—Roguemos para que no nos hayan visto —dice otro.

—¿Y si nos vieron?

—¡Si nos vieron estamos bien fregados!

Poco después, un enorme barco del color del acero y con la bandera de barras y estrellas de los Estados Unidos se les acerca. Es tres veces más alto que El guayaquileño. Se desliza sólido e imperturbable.

Ahora navega paralelo al pesquero. Las dos embarcaciones se saludan, como dos viejos amigos: la menor hace sonar un silbato alto y estridente, y el buque responde con un tono bajo y profundo como una tuba. Los hombres de abordo saludan a los «pescadores» que fingen estar atareados con una red vacía.

Después de cordiales intercambios sonoros, el buque se aleja, ondeando entre los cristales de luz y plata que refleja el agua. Las olas producidas por su casco enorme llegan hasta la pequeña embarcación, que se balancea trémula con la silenciosa carga ilegal que se agita en su interior.

Media hora pasa hasta que el buque está fuera de la vista.

—¡Pueden salir! —ordena el capitán.

—Vaya, ¡qué susto nos dimos!

—¿Y qué pasa si se dieron cuenta y deciden volver, o mandar un remolcador, o un helicóptero, o...?

—Era un barco mercante, nada más, no era de la Marina —replica el capitán.

—¿Y si son alcahuetes y están informando ahora mismo a la guardia costera?

—¡Qué cagones! Estamos pasando cerca del canal de Panamá —explica— y hay barcos de todas las nacionalidades por aquí. No somos los únicos extranjeros que «pescan» por estos lados.

Aún así, los pasajeros siguen escudriñando el horizonte, aprensivos.

El séptimo día ya no hay comida. O, al menos, no la hay para los pasajeros.

—Muchachos, el capitán me manda comunicarles que desde hoy habrá racionamiento estricto —les anuncia Ramón—. Se les servirá una ración de arroz y alguna fruta por día —dice el hombre.

Usa el «se» y el «habrá» impersonal para no sentirse responsable de la nueva normativa.

Se levanta un murmullo de desaprobación.

—Y también habrá que compartir una botella por día entre tres personas.

—Bueno, ¡al menos no hay que levantarse de noche para ir al baño, compañeros! —comenta uno a quien llaman La Marmota, porque pasa la mayor parte del tiempo durmiendo—. Hay que ver el lado positivo de las cosas.

Pero no todos lo toman a la ligera. Se rumorea que en eso de la comida hay gato encerrado.

Llega la noche, sin cena. Para no escuchar las quejas que se ventilan a los gritos y los insultos que se musitan en voz baja, Rosa se esconde para dormir en su rincón favorito: el cajón de madera. Cubierta con una red de pies a cabeza, nadie sospecha su presencia. Y se duerme, con la mente llena de fantasmas y el estómago vacío. Pero al rato se despierta con esa comezón en la cabeza y la piel que la viene molestando desde el día anterior.

Escucha unas voces furtivas, muy cerca de ella, gente hablando en un susurro cargado de interjecciones contenidas. Y una voz más aguda la hace brincar.

—Yo vi a Ramón guardando varias cajas de comida en el camarote donde duerme la tripulación —escucha decir.

—¡Te lo dije! ¡Están escondiendo las raciones para ellos! —dice otro, indignado.

—No podemos dejar esto así, compañeros. ¡Tenemos que actuar!

—Estoy de acuerdo. ¡La única manera de sobrevivir es tomar el mando del barco!

«¡Un motín!», murmura Rosa. Trata de aguzar los oídos, pero los conspiradores ahora hablan en voces sibilantes y cada vez más bajas. Solo le llegan fragmentos de conversación: «Antes de las seis ... ¿Dónde guardan las armas? ... ¿Están armados de veras? ... Yo avisaré a los ... Se despiertan a las seis ... El timonero ... Tomemos rehenes...».

Los ojos abiertos y los oídos alertas a cualquier movimiento o sonido sospechoso, Rosa no puede ni quiere volver a dormir. El espectro de un desastre la dejó despabilada y, supone, con una seria responsabilidad pesando sobre ella. ¿Qué hacer ahora? ¿Denunciar al grupo para salvar a todos de un posible desastre? ¿O quedarse callada y evitarse el triste papel de soplona? ¿O hablar con ellos para disuadirlos, y arriesgarse a que la amordacen y la encierren en el cajón con maderas y clavos y hasta que se olviden de ella y quede atrapada ahí para siempre? Las tres alternativas son inaceptables. Se muerde las uñas. Por más que quiera recordar, no encuentra nada, en ninguna arruga de su cerebro, que pueda buenamente guiarla hacia una decisión inteligente. Ni cuento huaorani ni parábola cristiana ni historia verdadera que pueda socorrerla con un modelo de conducta.

El debate interno la deja extenuada. Ya se le cierran los ojos de búho y se le hunden en la oscuridad del sueño.

Después de una noche insomne y sudorosa, el grupo de amotinados comienza a organizar la acción y Rosa se despierta, asustada. Mira su reloj: son las cinco de la mañana. Se escuchan pasos apresurados, hombres hablando con hombres, palabras entrecortadas, iracundas. Reconoce una voz que se hace más clara. Es la del hombre que está haciendo este viaje por segunda vez.

—¿Y cómo les harán saber de nuestra llegada a los lancheros que están esperándonos para llevarnos del barco a la playa?

—Podemos nadar hasta la costa.

—¿Nadar? ¡No me hagan reír! ¡Apuesto a que más de uno se ahoga en una meada!

—¡Pues, vamos a obligar al capitán a que los llame por radio, pues. Él está tan ilegal como nosotros y no podrá hacer nada. No tendrá agallas para denunciarnos.

—Muy bien. Y tú dices que sabes navegar, que ya anduviste por estos mares, ¿cierto?

—Sí, señor. Yo fui pescador.

—Entonces, ¿sabes cómo usar las cartas de navegación? ¿Sabes cómo determinar la posición presente y el rumbo y la velocidad para llegar a destino? ¿Sabes leer las coordenadas?

El pescador lo mira con cara de quien no entiende el castellano.

—¿Tú crees que es solo agarrar un timón? —continúa el hombre—. ¡Ustedes están locos! ¡No saben ni siquiera leer un mapa marítimo! Si quieren jugar a amotinados, ¡adelante! Yo no los voy a delatar. ¡Pero sepan que los demás no van a mover un dedo!

El tufo de la bodega se hace insoportable y Rosa sale a cubierta. Como dice el abuelo, a veces es mejor dejar que las cosas, como el río, encuentren su propio cauce natural, recuerda la muchacha, mientras ve al grupo de amotinados hambrientos desbandarse, desinflados y con caras culpables.

El octavo día de viaje, que Rosa registrará como «El día de la rata», comienza mal.

El hombre que añoraba a su familia está pisando el borde de la locura. Es una locura inofensiva, pero perturbadora. Ve una rata, una de esas ratas famélicas de la bodega que compiten con los hombres por un grano de arroz, y convence a otros de que la fiebre no se debe al calor, sino que se ha difundido la peste bubónica.

—¡No los toquen! ¡Tienen la plaga! —dice el pobre tipo, refiriéndose a los enfermos.

—¿Qué plaga, hombre? —replica el otro—. No sea maniático. Es una rata nomás. Mire, yo la cocino y me la como.

Así diciendo, el hombre toma la rata por la cola y sale rumbo a la cocina. Los otros lo miran y escupen en el suelo. El maniático tiene un arrebato de furia. Corre detrás del otro, lo golpea en la espalda y los dos caen al suelo, trenzados en un abrazo furioso. El tipo de la rata está encima de su atacante apretándole el cuello cuando varios intervienen y los separan. La rata, sana y salva, huye corriendo entre unas tablas.

—Si usted no se controla lo vamos a tener que atar —le advierte el capitán al hombre loco—. Y deje de hablar idioteces. ¡La única plaga que hay aquí es usted!

Algunos no están muy convencidos. La mera mención de la peste afecta a los más sugestionables y creen ver síntomas de una enfermedad contagiosa en las erupciones que tienen en la piel.

En efecto, muchos de ellos están cubiertos de pies a cabeza y la comezón es una tortura constante. Algunos se han rascado los brazos hasta sangrar.

—Mire, a mí me salieron estos sarpullidos en el brazo. Tal vez el hombre tiene razón —dice uno.

—¡Y a mí me salieron en la cabeza! —agrega una mujer.

—Déjeme verla, señora —dice Rosa, quien recuerda bien sus días de escolar. Y no tarda en darle el veredicto—: Mire, doña, son piojos nomás, piojos indefensos —dice mientras escarba con aire competente el pelo de la mujer.

—¿Y estas ronchas? —pregunta otro, arremangándose la camisa, porque es uno de esos que se viste como si al bajar del barco tuviera que ir directamente a una entrevista de trabajo.

—Esas son pulgas —aclara Rosa—. ¿No ve que es un punto rojo con el centro más claro?

—Y las pulgas viven en las ratas, porque aquí no hay perros. Y las pulgas de las ratas producen la peste bubónica —sentencia alguien—. Eso todo el mundo lo sabe.

El capitán ofrece un paquete de Racumín, que se diluye para que alcance para toda el área de la bodega. Luego se arman los escuadrones de la muerte para rematar a los roedores que hayan quedado comatosos por la dosis diluida.

Rosa y otras personas se dedican en cambio a la primitiva y confortadora actividad de espulgarse.

El noveno día, al caer el sol, el capitán congrega a los viajeros en la cubierta. Les dice que, si no hay ningún contratiempo, llegarán al día siguiente, Dios mediante, pero deben prepararse para cualquier emergencia.

—Vamos a desembarcar en un pueblo fronterizo con México que se llama Tecún Umán. Allí van a estar alojados en casas seguras, familias que trabajan para nosotros, mientras esperamos el momento propicio para pasar la frontera. Si por desgracia alguien llega a caer en manos de la policía, nunca diga de dónde es, porque entonces los van a deportar, al Ecuador o a su país de origen, cualquiera que sea. En Guatemala serán guatemaltecos. Y en México, mexicanos. De ahora en adelante, cada uno tendrá un nombre diferente. Así que, ahorita, lo más importante es destruir sus documentos: documentos de identidad, partidas de nacimiento, licencias... Cualquier papel que revele sus nombres y nacionalidades.

La gente lo mira con desconfianza. El hombre continúa:

—No los estoy obligando, lo estoy sugiriendo, porque si la policía los prende, entonces será de balde tratar de meterse los documentos en el culo, ¿no?

A nadie le hace gracia y continúan las miradas silenciosas.

Poco a poco, aquellos que tienen más natural inclinación a obedecer a la autoridad se acercan con sus documentos y, con mano algo incierta, los echan sobre el carbón, dentro del brasero de hierro sujetado al piso de la cubierta. Otros dudan en un primer momento, pero pronto rinden su individualismo, soltando un suspiro. Rosa también termina claudicando.

El recipiente se llena. Un tripulante pone un poco de kerosén, echa un fósforo y ¡buum! Una llamarada sube como a un metro de alto. La gente se echa hacia atrás con el golpe de aire y el resplandor, y mira atónita cómo sus identidades se retuercen y se achicharran mientras son consumidas por la llama. Un humo fino y sedoso se eleva y se pierde en el cielo nocturno. La luz —que a veces se pone azul cuando el fuego toca un documento plastificado— se refleja en las pupilas de los hombres y las mujeres, hasta que todo queda reducido a cenizas.

—Tengo otra recomendación final —dice el capitán—: Es mejor aprenderse de memoria los teléfonos o direcciones de los contactos que llevan por escrito y después destruirlos también. No hay que comprometer a sus familiares o amigos en los Estados Unidos.

Después de un tiempo prudente, el tripulante pide otra ronda de documentos, que arden y se contorsionan en la llama, hasta desaparecer. Y otra, y otra, hasta que el chisporroteo se desvanece, el viento esparce las últimas cenizas y el último pasajero se despoja de su identidad.

—Es la noche de las brujas —masculla alguien—. ¡Hasta me parece verlas danzando alrededor de la fogata!

—De la Inquisición, dirás —suelta otro, con rabia, ya sintiéndose compungido por haber sucumbido a la presión del grupo—. ¡Nos han aniquilado! ¡Ahora no somos nadie!

—Y entonces, ¿por qué lo hizo usted? ¡Nadie lo obligó!

—No sé. Uno no quiere llevar la contra. Me hace sentir mal. Es más fácil hacer lo que hacen todos, ¿no le parece?

Luego de servir una ración de arroz seca con algún pescado que cayó en las redes, un tripulante pasa una lista de nombres comunes en Guatemala, para que cada quien elija el que más le apetezca. Rosa escoge el nombre de Rigoberta Mam, pues le suena exótico y a la vez familiar. Se consuela pensando que apenas una vocal la separa de su madre.

Esa noche la gente se va a dormir con un extraño malestar. La falta de un papel que certifique que uno es uno los ha dejado perplejos y pensativos.

––––––––

image

III

En la tarde celeste del décimo día, antes de la caída del sol, alguien jura ver ballenas inmóviles. El capitán explica que son islotes, y que esa línea lejana que se divisa hacia el oriente entre el mar y el cielo es la costa de Guatemala. El chispazo de contento corre por el barco y las loas resuenan en el esplendor de la tarde. Hasta las criaturas marinas parecen regocijarse con la noticia. Los peces alados saltan y vuelven a caer de plano en el mar apenas rizado, sacando un chasquido burbujeante al chocar contra el agua. Cardúmenes coloridos se desplazan en una y otra dirección, siguiendo al barco en un coordinado despliegue marcial. Y a medida que la costa se hace más visible, centenas de gaviotas que planean rozando las crestas con las alas, vienen a posarse en ambas bordas, en los postes y en los techos de la cabina, emitiendo sus gritos salitres. Inútilmente quedarán esperando por alguna migaja de mano de los pasajeros, que este día están más famélicos que ellas.

En el otro borde del cielo, el sol pronto se derrama y explota en rojos y mercurios, y los albatros se acercan al barco. Una hora más tarde, ya entrada la noche, llegan a destino en el norte del país. La oscuridad muestra la presencia de luces palpitando en la costa. Se paran las máquinas; y de pronto, los que antes estaban hartos del ruido, se sienten raros, como flotando en el vacío.

Por precaución, el capitán no usa la radio. Con un sistema de luces advierte de su llegada a quienes los están esperando a cierta distancia de la playa. Son varias lanchas a motor y se acercan sin tardanza.

En grupos de diez, se acomodan en las lanchas. Una a una salen veloces hacia la costa y luego vuelven al barco para recoger más pasajeros. En una operación que dura una media hora, ya han transportado a casi todos los pasajeros y la última lancha ya parte con su carga final. En ella está Rosa, quien, gentil, se ofreció a esperar hasta que se embarcaran los mayores, como le enseñaron en su familia.

El cielo tachonado de estrellas es más bello que nunca. ¿Dónde estará su constelación? Ella, que nació en septiembre y pertenece a Libra, el signo del equilibrio según la cosmología de los blancos, sabe que después de todo sufrimiento siempre llega un tiempo mejor.

Al cabo de unos quince minutos, el motor se detiene con un puff, puff, puff.

—Este motor me está dando problemas otra vez —dice el hombre que pilotea la lancha.

Trata de arrancarlo otra vez, pero no responde.

—¿No le falta gasolina?

—Es un problema de contacto.

Alguien lo ve y pega un grito. Iluminado por la luna, un enorme bulto se ve surgir del agua, del lado derecho. No se distingue bien la forma, pero sí el resplandor glacial de un ojo inhumano que se fija en ellos mientras circunda la lancha.

—¿Qué fue eso?

—Un tiburón —explica el lanchero, apenas moviendo la boca.

Los pelos de las nucas se erizan, pero nadie dice ni pío.

Al poco tiempo, un lomo brillante y plateado a la luz nocturna, terminado en una aleta afilada, se asoma y se sumerge otra vez en la superficie oscura, del otro lado de la embarcación.

—¡Este lugar está infestado de tiburones! —exclama al fin un hombre, con voz nerviosa.

—No exagere. Hay dos. Y quédense tranquilos. Generalmente los tiburones no atacan las embarcaciones.

El lanchero parece despreocupado, o si no lo está, no lo deja traslucir.

—¿Generalmente? ¿Qué quiere decir con eso?

—Pues, se sabe de rarísimos casos.

—¿Cuántos?

—Uno en cien casos. En todo el mundo.

La estadística no significa nada para los pasajeros. Quizá tampoco para quien la está enunciando.

—¿Y qué? ¿Vamos a quedarnos aquí? ¿No puede usted llamar para pedir auxilio? —insiste el hombre, que ya no puede disimular el tono de terror en su voz.

—No, no podemos usar la radio.

—¿Y el celular?

—Aquí no hay nada de eso. Estamos en Guatemala, no en el Ecuador.

Recurre entonces a la linterna y manda señales a las lanchas que van más adelante. Pero allá nadie las recibe. Todos tienen la mirada clavada en el contorno de la costa de Tecún Umán. Y las luces se alejan hasta ser apenas unos puntitos que parpadean en la noche.

—¿Y usted no tiene un arma para defendernos? —vuelve a presionar el hombre de la voz angustiada.

—Sí, pero cálmese. No va a pasar nada —dice el lanchero, mientras abre su chaqueta, para apaciguarlo, y muestra el revólver que lleva en la cintura.

—¡Úselo, pues! —dice el otro.

—Le digo que no es necesario. Puede ser peor —replica, exasperado.

Pasan unos minutos de calma tensa. A todos los agarra desprevenidos cuando el hombre, en una oleada de pánico incontenible, se abalanza sobre el lanchero y le quita el arma. Cuando está apuntando a la cabeza de un tiburón, el otro le grita:

—¡No le tire, no le tire!

Pero es tarde. El tipo ya ha descargado varias balas en la cabeza del animal. Este se sacude en un revoltijo de espuma y sangre. El lanchero trata de sacarle el arma al descontrolado; otros lo ayudan y lo agarran de atrás. Con el movimiento, la embarcación está inclinándose hacia un lado en ángulo peligroso.

—¡Siéntense! ¡Cuidado! ¡Vuélvanse!

Las mujeres gritan. Los hombres blasfeman. El lanchero recobra su arma y le da un golpe en la cabeza al neurótico, pero aún así no consiguen controlarlo. Solo cuando a alguien se le da por amenazarlo con arrojarlo a los tiburones es que el hombre se aquieta. Le atan las manos y los pies.

El animal no se ve ahora, pero la enorme mancha de sangre que flota en la superficie y el movimiento en el agua que producen sus aleteadas agonizantes es más enervante que el animal vivo. Entre insultos y obscenidades, el lanchero explica que el olor a sangre y las vibraciones inusuales en el agua van a atraer a más tiburones.

En efecto, en pocos minutos, un cardumen de bestias marinas se acerca a la embarcación, guiadas por el olfato y la percepción del movimiento, en un frenesí de caza. El golpeteo de las aletas y del lomo de los animales se siente en el piso de la lancha, que se sacude a cada embestida. Están abajo, a los lados, cercándolos. Sienten su presencia.

—Están dispuestos a esperar con paciencia —afirma alguien mirando hacia el mar con los ojos dilatados—. A esperar para ver si alguno de nosotros cae al agua.

—Aquí nadie se va a caer. A menos que ande borracho —responde el lanchero.

—Ya escuché que los tiburones pueden dar una pirueta extraordinaria y aterrizar en la lancha... —se anima a contar otro, con voz ahogada.

—¡No diga tonterías, hombre!

—¿Ya les vieron la boca? ¿Y si le arrancan un pedazo a la lancha?

—¡Cállense! ¡Los tiburones no comen carne humana!

—Tal vez no la coman. Pero esta noche creo que quieren vengarse —dice otro, casi llorando—. Si no, ¿por qué están nadando en círculos alrededor nuestro? ¿Qué quieren? ¿Por qué no se van? ¿Por qué no los liquidamos a todos?

—Porque van a venir más —explica el lanchero entre dientes, mientras abre el tambor de su revólver para contar las balas.

Rosa confía en el sortilegio de sus estrellas, pero a Libra no se la encuentra por ningún lado por este cielo, tan lejano al suyo.