I
Camufladas entre la vegetación cercana a la playa, varias camionetas ya están esperando al contingente de indocumentados que acaba de desembarcar, para llevarlos a sus nuevas residencias. Como conviene en estos casos, están cerradas con lonas.
Tras haber estado apretujados en la batea, el estar rodando en suelo firme pone a los viajeros locuaces y optimistas.
—Cuando vuelva de los Estados Unidos a Ecuador, voy a tomar un avión, compañeros. ¡En primera clase! —dice alguien, casi a los gritos.
—¿De veras? ¿Se puede? —preguntan algunos incrédulos.
—Claro que se puede. La maldita visa no es necesaria para salir, ¿usted no lo sabía?
—Así es —agrega otro—: Para bajar la montaña, todo santo ayuda.
Una a una, las picops van dejando su carga humana en diferentes viviendas, parte de la red coyotera bien establecida desde hace años en la periferia de la ciudad. Zabala se maneja con diez familias, y cada una puede albergar a unos veinte ilegales, en lo posible divididos por género.
Al llegar a sus respectivas casas, la animación es general, pero nadie se demora mucho en celebraciones porque hay una prioridad: llamar a las familias. Las llamadas se hacen a cobrar. En minutos el aire está saturado de emoción por los besos y abrazos mandados a distancia.
Cuando el encargado deja su última carga humana, el dueño de la casa se queja:
—Me dijiste que me ibas a traer veinte «pollos». ¡Aquí hay solo diez!
Solo entonces el otro recuerda que no ha contado las lanchas que desembarcaron en la playa, como le habían mandado hacer. Vuelve al lugar de desembarque y lo encuentra desierto. Escudriña el horizonte. Hace señales con su linterna en varias direcciones y, a la distancia, una luz le responde, encendiéndose y apagándose de forma intermitente.
Después de una hora de reproches y negociaciones, el hombre consigue a un lanchero que por un precio extorsivo se aviene a rescatar la lancha averiada.
La tez lívida de los pasajeros delata el horror de la espera. Algunos tienen la ropa empapada del chapoteo de los animales, otros se la mojaron de su propio nerviosismo y todos tienen algo de hipotermia. Solo el maniático que disparó al tiburón está relajado, en el piso de la lancha, bajo los efectos de una buena dosis de porradas. Y los tiburones, cansados de la caza frustrada, ya se han ido.
Los hombres atan una soga a la embarcación, la remolcan hasta la playa y allí queda varada, junto a una ballena podrida. Con las piernas aún temblando, los diez rescatados se amontonan en la camioneta y dan rienda suelta a tanto acumulado estrés con oraciones de gracias o chistes macabros.
«Los tiburones en su casa, y nosotros en la nuestra!», declama Rosa, aferrada al talismán de madera con las manos entumecidas del frío.
La vivienda que le toca a la muchacha tiene dos pequeños dormitorios, uno para los viajeros y otro para los dueños. Como todas, esta también es humilde y está en las afueras del pueblo, en uno de esos andurriales algo descampados y oscuros de las ciudades pobres. Pero a diferencia de las otras, allí hay una pequeña huerta y un patio trasero con algunos animales que colinda con un arroyo. La casa está rodeada de un muro de adobe y la entrada es un portón de tejido de alambre.
Cuando llega Rosa, una mujer de brazos musculosos que dice llamarse Blanca y ser la cocinera, ya está en el cuarto de las mujeres, limpiándose las manos en el delantal que luce una amplia gama de colores. Les avisa que si quieren bañarse, el límite para cada una es de cinco minutos, porque el agua del tanque se agota rápido. A nadie le molesta. Cinco minutos serán suficientes para librarse del depósito de capas blanquecinas que se alojó en la piel y dentro de las orejas y enjuagarse el pelo apelmazado después de tantos baños de agua salobre. Les anuncia también el horario de las comidas y las responsabilidades que, como grupo, deberán asumir, ya que van a estar alojadas allí por varios días. Esto incluye la limpieza de la casa y la atención a la huerta y a los animales. Parece ser que hay gallinas, una vaca que provee leche para los visitantes y un caballo.
Durante la cena, que consiste en arroz con huevos y tortillas de maíz y que recibe exagerados elogios, las mujeres hacen un sorteo de las tareas; y después del reparto se permiten algunos cambios y negociaciones, de acuerdo al gusto de cada una. A Rosa le toca el baño.
—Rosa, tú que tienes chacra, ¿no quieres hacerte cargo de los animales, y yo hago el baño? —dice una mujer—. Yo jamás ordeñé una vaca en mi vida y tampoco me interesa aprender. Además hay un perrazo ahí afuera y no pienso acercarme a él. Pero tú eres shuar, ¿no? Ustedes crían perros.
—No soy shuar, soy huaorani —explica Rosa, disfrazando la impaciencia. «Esta gente de la sierra cree que todos los indígenas amazónicos son shuar», piensa con cierta indignación—. Da igual. Nosotros también criamos perros, para la caza. No les tengo miedo. ¡Trato hecho!
La habitación tiene solo una mesa y un pequeño ropero de madera, y tienen que estirar sus sacos de dormir o mantas o frazadas sobre el piso de mosaicos.
—Yo me agarro este lugarcito lejos de la ventana —dice una—. No sea que alguien entre y me robe durante la noche.
—Hum... ¿estás segura que no quieres que te roben?
—¡Depende! ¡Depende de quién!
Las risas convierten el harem en una ruidosa pajarera, hasta que la figura de Blanca aparece en la puerta batiendo las palmas renegridas de hollín.
—A dormir, madames, son las dos de la mañana. ¡Qué tanta alharaca!
—Sí, sí, disculpe, doña Blanca.
—Chist, chist, cállense, cotorras.
—Chist, callémonos ahora.
En este y en los otros albergues donde descansan los doscientos pasajeros en su clandestina romería al Norte, reina una bien merecida paz. Aunque también apretados en cuartos pequeños, aquí no se escuchan los gritos de angustia de las noches claustrofóbicas del barco. Tampoco hay marejada que los enferme ni viento que los asuste. Esta noche, el sueño baja dulce y apacible, como canto de abuela.
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II
A las ocho de la mañana, Rosa ya ha regado la huerta y ha ordeñado la vaca —que comenzó a mugir muy temprano— y los huéspedes ya han mojado los panecillos en las tazas de leche aún tibia. Quien quiso café y pan debió depositar un quetzal dentro de una jarra para tener derecho a una cucharadita del instantáneo, y un bollo cubierto de azúcar. El agua caliente y la leche van por cuenta de la casa.
Ahora los pisos están siendo barridos, los platos lavados y el baño bien fregado. Rosa está dando alpiste a las gallinas y luego se dirige al perro, canturreando, con un cuenco que le dio Blanca, con carne barata y menudos.
El perro se llama Conde. Fue un regalo de un amigo que vino del Brasil. Dicen que es un animal muy feroz, una combinación de razas de lo más dañina desarrollada durante la época de la colonia para perseguir a los esclavos escapados, y por tal razón se le dio el nombre de cão de fila (perro que va por la fila de esclavos). La gente de la casa trató de aprender cómo pronunciar esa sílaba nasal del portugués, cão, sin mucho éxito. En vez de cão de fila acabaron llamándolo «con de fila» y, para abreviarlo, Conde. Así es como el animal adquirió, cuenta su dueño, un nombre y un título nobiliario.
Durante el día, el terrible Conde está atrás de la casa, preso en un recinto cerrado con una valla de cañas algo separadas, por donde puede pasar solo el hocico; pero a la noche lo dejan suelto en el patio de enfrente, que también está cercado. Por eso, las mujeres no se animan a salir después de la puesta del sol. Tampoco tienen por qué salir a ninguna hora. Ya les avisaron de que la presencia de mucha gente extraña cerca de la casa puede despertar sospechas.
—No te acerques al Conde, porque puede morderte una mano —le advierte Blanca—. Es mejor que le pases el cuenco de comida por debajo de la puertita. Yo me ocupo de soltarlo a la tarde.
«Más me morderán sus pulgas», piensa Rosa, quien no cree que un perro pueda ser tan ingobernable. Ella sabe de perros. Se sienta en el suelo enfrente de la valla con el cuenco de comida en su regazo y lo observa. Entre las hendijas de las cañas, el Conde asoma el hocico, le gruñe, le muestra los dientes, retrocede, se lanza contra la cerca, que se bambolea a cada embestida de sus patonas y le ladra con furia. Con cada ladrido, las carnes que le caen a los lados de la boca le flamean como banderas. Y a cada gruñido o ladrido, la chica le responde con palabras suaves y hasta le canta. Sin embargo, no lo mira a los ojos. Luego finge estar comiendo. Le silba. Es un silbido largo y agudo que los huaorani usan en la selva para llamar a sus perros de caza. Entonces sí, le da el primer hueso, que la bestia arrebata de su mano de una dentellada. Le da otro, y después otros. Y antes de cada hueso le silba, hasta que su mente perruna entiende que el alimento viene después del silbido, y de esa nueva mano que no es grande y percudida, sino suave y de dedos finos. Y se relame.
Ni bien la chica percibe que se ha ganado la confianza de la bestia, abre la puertita del corral y le pone el cuenco debajo de su cabezota, y allí se queda esperando. Cuando el Conde termina, le trae agua. El perro bebe con ruido, mientras Rosa le acaricia el cuello y lo rasca debajo de la boca. Percibe su aliento cálido y su hocico fresco y húmedo que le husmea las manos y se le llena el interior de tibieza.
El contacto cercano le recuerda que tiene que llamar a su madre. Sale del corral y se asegura de cerrar la puerta. Sabe, por experiencia, que al día siguiente deberá repetir el mismo ritual, y que al tercer día ya podrá abrir la puerta del corral sin más preámbulos y, apenas con un silbido, ponerle el cuenco debajo. Y no le será difícil enseñarle algunas órdenes, piensa. Parece un perro inteligente.
Como siempre que llama a su madre, debe darle un número a quien responda el teléfono para que ella la llame. Pide que se lo pasen a su madre, que debe de estar en algún surco juntando hortalizas. Una hora más tarde, suena el teléfono y una voz ansiosa pregunta por ella. La conversación es corta, pero suficiente para tranquilizar a Alba. La chica le cuenta los pormenores del viaje y solo de pasada le describe una tarde tormentosa y una noche entre «peces muy enormes». Alba también se está guardando mucho, cree Rosa, porque solo responde a la pregunta sobre su salud con palabras breves y enseguida cambia de tema.
—Te voy a preparar un pastel de bananas cuando vengas, Rosita, ese que te gusta tanto. ¿Recuerdas, mi niña?
La chica trata de hacer memoria, pero ni entornando los ojos y concentrándose puede traer el recuerdo de vuelta. Recuperar la memoria perdida de su madre es un trabajo azaroso para Rosa que siempre la deja deprimida.
En el patio, al lado de un maltratado rosal, hay una bomba manual que saca agua del pozo. Rosa bombea y llena un cubo de agua. ¿Y si su madre está de verdad muy enferma? ¿Y si ella llega a los Estados Unidos cuando ya es muy tarde? ¿De qué estará enferma su mamá? ¿Y por qué don Zabala se demora tanto en venir y llevarlos a México de una vez por todas? Se tira el agua en la cabeza y se lava el pelo con champú, para ver si eso le ayuda a espantar esa tristeza. Se arregla el pelo en una trenza larga y manda sus penas a quedarse presas allí, en el pelo retorcido, para que no se escapen, para que no se le metan otra vez en la cabeza.
Sí, será mejor dejar la melancolía para otro día, se dice la chica, porque hoy hay muchas cosas que hacer. Todavía no atendió al caballo.
Se llama Telegrama. Blanca le avisa de que también debe tener cuidado con este porque es un animal arisco. Le encanta patear de lado, y morder también. Solo tiene que asegurarse de que haya agua y comida en los tambores. Rosa echa de menos a su caballo de la chacra. Se pregunta si Gabriel se acordará de bañarlo, de limpiarle los cascos, de cepillarlo y de sacarle los abrojos de la cola o la crin. Y sobre todo, de no dejar que los tábanos le chupen la sangre.
Se encamina al potrero. Se para frente al animal, que es un palomino de capa castaño-dorada y crin y cola blancas —una variedad de pelaje que Rosa nunca ha visto— y se enamora de él al instante. Es un potro no muy grande, pero altivo, y ella le acaricia la cara, larga y lustrosa. El animal resopla, algo hosco, y echa la cabeza para atrás. Una pupila café con destellos de antiquísimas eras le brilla en el centro de un fondo blanco. El ojo, aunque algo desorbitado, la mira estacionario. Le da algo de comida en su mano, lo rasca y vuelve a darle comida y a acariciarlo, hasta que siente que ya se ha formado una corriente de afinidad.
Terminadas las faenas del día, la chica vuelve a la casa para rehacer la carta que perdió en la tormenta.
Don Zabala llega por la noche, después de la cena. Como había prometido al abuelo de Rosa, desde ahora él y un socio van a hacerse cargo del cruce de las fronteras.
Después de presentar a sus compañeros y de saludar a Rosa y a otros pocos conocidos y paisanos, les explica el plan:
—La frontera con México están bien cerquita de aquí. Hay que cruzar un río pequeño nomás, el Suchiate, y del otro lado está Ciudad Hidalgo. De ahí los vamos a llevar en diferentes picops hasta otro pueblo, Tapachula, para tomar el tren. Este tren los va a acercar a la frontera con los Estados Unidos.
—¿Y cuándo salimos para cruzar ese río Suchi...? —pregunta una muchacha.
—Suchiate.
—Ese.
—Hay que esperar unos tres o cuatro días más. Mis socios en Huehuetán, del otro lado, están muy ocupados estos días con otro grupo y no van a poder recibirnos.
Las mujeres no quieren seguir encerradas entre cuatro paredes. Dicen que no son prisioneras, necesitan salir a comprar algunos objetos personales.
—Este es un lugar peligroso —replica el coyote—. Es un nido de traficantes de drogas, de armas, de mujeres, hasta de prostitución infantil. Hay todo tipo de rufianes y depravados por aquí. Créanme que ustedes están mucho más seguras en esta casa.
—¡Pero aquí no hay ni jabón!
—¡Ni tarjetas de teléfono para llamar al exterior!
—¡Ni papel higiénico!
—Bueno —accede el hombre, abrumado por las quejas—. Si quieren salir, tengan muchísimo cuidado. No salgan todas juntas, háganlo en grupitos de tres, a lo más, cuatro. Y tampoco solas. ¡Y nunca después de caer el sol! De aquí a un par de días, vuelvo para comunicarles cómo van las cosas.
Mientras don Zabala les da las últimas recomendaciones, uno de sus asistentes observa a Rosa sin pestañar. La chica lo nota y trata de ignorarlo. Poco después los tres hombres se despiden de los dueños de casa y sus huéspedes, y se marchan.
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III
Al día siguiente, las mujeres se turnan para salir, caminando de tres en tres, de brazos dados. Rosa prefiere quedarse para descansar, según dice, y le encarga a Mabel un jabón y un chocolate. En realidad, la muchacha tiene otros planes.
La vivienda de Rosa es la última de la cuadra. Frente a la casa, en las cunetas a lo largo de las calles de tierra, hay un agua estancada y fétida donde perros y puercos se disputan algún resto de materia orgánica. Pero detrás de la casa, donde termina el patio y del otro lado del arroyo, hay un monte selvático que se puede ver desde la ventana. Hace ya tiempo que Rosa no respira el aire de los bosques hondos, que no se sienta bajo un árbol a escuchar el balanceo de las ramas. Allá no hay peligro, razona; el peligro, como dijo don Zabala, está en el pueblo.
No es que Rosa crea que existe esa plétora de espíritus nocturnos que rondan por la selva, a veces llorosos, a veces jocosos, como su abuelo cuenta. Pero, aún así, no sabe cómo explicar un llamado que pulsa dentro de ella, en ese mágico momento de la zona liminar del sueño, que le susurra: «Rosa, Rosita. Ven. Aquí estamos». Una vez, cuando era niña, lo sintió con tal fuerza que salió de su casa poco antes del alba, y su madre la encontró en el patio, a medio vestir, con la vista perdida en los árboles oscuros del otro lado del río.
Y allí está otra vez, esa voz antigua, sorprendente, que ella no sabe de dónde viene. La escuchó esa madrugada y aún está resonando en su mente con su silvestre gramática huaorani.
Los dueños de casa están tomando una siesta y la cocinera ya se fue. El sol quema. Es el momento quieto de pasado el mediodía, cuando la modorra hace cerrar los párpados y los animales se esconden en las cuevas; el preciso momento que la muchacha esperaba para poder salir. Se va derecha al potrero y encuentra al caballo ahuyentándose las moscas con su cola esplendorosa. Rosa se sienta en una piedra a observarlo. Le gusta el olor a caballo mezclado con el olor seco de la piedra caliente.
—Hoy vamos a pasear, Telegrama.
El indígena amazónico no es hombre a caballo y no hay una tradición ecuestre en la familia de Rosa, pero en la chacra hay dos caballos, usados para carga. Solo los niños y el tío saben montarlo, pero a pelo, porque la silla es un pedazo de madera para acomodar bultos, más angulosa e incómoda para las asentaderas que el propio lomo desnudo del animal.
Rosa encuentra varios lazos colgados del alambrado y hace lo que hizo tantas veces con su potrillo: un lazo corto va alrededor de la nariz; otro más largo, detrás de las orejas, y el último, más largo, une los dos primeros lazos y sale hacia arriba, para hacer de rienda. La muchacha realiza estos movimientos con cariño y sin prisa. A cada enlazada, el caballo se resiste un poco, pero ella no se deja intimidar.
—Este mañoso solo necesita un poco de mimos —dice la chica, mientras lo rasca y lo acaricia una vez más, murmurándole frases amorosas.
Telegrama flexiona el cuello hacia abajo y la mira con su ojo brillante y acuoso humanamente abierto, y acepta su ofrenda de amor. Ya está, piensa Rosa, ya somos amigos. Agarrando la crin con las dos manos y al mismo tiempo sujetando el lazo en la mano derecha, la chica se da impulso y de un solo movimiento, en un salto limpio y perfecto, lo monta. Telegrama, que no está acostumbrado a ese súbito asalto, sin montura y sin cincha que lo prepare, se encabrita, relincha, revuelve los ojos y aplasta las orejas contra el cráneo enjuto. Y levantando las patas delanteras sacude a Rosa, a quien también agarró desprevenida, tratando de despegársela del lomo. La chica se aferra a las crines y trata de sofocar los gritos. El potro sigue corcoveando y curvándose en el aire como un arco afirmado en las patas traseras, y la rebeldía continúa mientras ella crispa las manos en el pelo del animal y le suplica que se calme. Pero el bruto ya estalló, como si le hubiera picado un enjambre de avispas. El portón estaba abierto y los dos salen disparados en dirección al arroyo medio seco, los cascos sacando chispas y escupiendo guijarros, y entran al galope en el sendero que se interna en la arboleda, entre milpas y cañaverales.
El suelo trepida bajo las patas del animal desbocado y Rosa vuela en ancas del demonio con la cabeza agachada para evitar las ramas, gritando y festejando su locura. Sus brazos fuertes y piernas musculosas, producto de años de trabajar en la chacra, la salvan de salir despedida por el aire. Solo cuando la senda se vuelve angosta el animal se cansa de su juego, se detiene, relincha, resopla y comienza a andar al paso. Un paso suave, hasta delicado, en una espesura de ceibas y caobas, de plantas rastreras, de bromelias y de helechos, en viva reminiscencia de aquella otra selva que Rosa conoce bien.
Domado el potro y cimentada la amistad, a fuerza de susto mutuo, Rosa y el caballo se internan más en la floresta salvaje sin mucha conciencia del tiempo, hasta que la tarde comienza a declinar, enmarañada de luz y sombra. Cuando la chica encamina al animal por la vereda de vuelta, un hombre está parado en el medio del camino, descortezando un tronco con un cuchillo y guardando los pedazos en un morral.
—¿Qué haces aquí, solita? —pregunta el tipo.
Rosa no está segura, pero cree que es el asistente de don Zabala; y aquella alarma que se le instaló en la piel el día del asalto en Guayaquil, de inmediato se le activa y la chica huele el peligro. Ni le responde. Con fuerza, tira el lazo hacia un lado para volverse y buscar otro sendero, si lo hay. Siente el ojo del hombre en sus espaldas. Es cierto que el tipo está a pie y ella está montada, razona; pero le vio un rifle atravesándole el pecho.
Un escalofrío le recorre el cuerpo y le deja la piel alborotada, como el agua de una laguna mansa que se crespa con un leve soplo de viento. Azuza a Telegrama y este baja y sube sin esfuerzo una hondonada boscosa; y se alejan al trote largo.
Cuando el atardecer vuelve el aire más frío y el sol más esquivo, y cuando unos pájaros extraños lanzan gritos desconocidos, Rosa se da cuenta de que la nueva senda que tomó no la está llevando de vuelta. Lo sabe por la dirección del haz de luz que entra en flecos inclinados, formando un abanico movedizo por entre las hojas de los coqueros. Vuelve sobre sus pasos, pero no reconoce la vereda ni la corteza bicolor de los árboles que lo ladean, ni encuentra tampoco las marcas de las pezuñas de Telegrama. Retrocede, se mete por un atajo bien apretado que al poco tiempo desemboca en la misma vereda de los árboles de tronco manchado. Se da cuenta de que está andando en círculos y que está perdida. El disgusto de aquel encuentro y el nerviosismo que aquello le produjo le hizo olvidar la regla de oro del huaorani: memorizar el camino.
La claridad ya está huyendo del bosque. Afloja el lazo y deja al caballo elegir el rumbo. Pasa media hora y las astillas de luz ya se han vuelto tan tenues que en cualquier momento desaparecen y quedan en penumbras. Telegrama apura el paso, y lo acelera cuando al fin encuentra el sendero familiar.
En un recodo, el sujeto todavía está allí.
La alarma sacude a Rosa. Por un instante, las tenazas de un terror repentino le aprietan la garganta. Entonces un grito ronco y penetrante de guerrera corta el espacio y provoca un revuelo en la copa de los árboles. La chica espolea al caballo clavando los talones en las ancas y lo chicotea. Telegrama sale disparado como una flecha de cerbatana, con el cuello de Rosa pegado a su cuello, haciendo retumbar el suelo y restallar el aire. Y arremete hacia donde está el tipo, que se arroja de espaldas a un lado de la senda para no ser atropellado.
Las patas del caballo le destrozan el sombrero.