I
—Gracias, hermano. Pensé que nunca iba a salir de allí —dice Miguel, cuando están ya fuera de la base militar.
Tiene ganas de abrazar al otro, pero no lo hace. Ernesto pasa el brazo por los hombros flaquitos del chico, dándole un suave apretón.
—Es un milagro que nos hayan largado, ¿no crees? —comenta Ernesto.
—Me parece que ese tenientecito anda con miedo. Vos no entendiste lo que él les dijo a los soldados —añade Miguel.
—Claro que no entendí —confiesa Ernesto, un poco incómodo por su incompetencia con el dialecto maya.
—Les dijo que la guerra podía terminar pronto, que se anda hablando en la capital de un... ¿arminicio? no entendí bien, entre la urng y el Gobierno. Pero dice que los grupos de los... humanos,creo que dijo, o algo así, los iban a apretar a algunos de ellos, por las cosas que hicieron ayer con nosotros en Xaman. Aunque él solo obedeció órdenes del coronel, dice. Y como vos sos del Norte, y tu papá anda en cosas del Gobierno, este seguro que no quiere meterse en líos por vos. ¿Entendés cómo es la cosa? Él quiere lavarse las manos, como el Ponciopileta. ¡Haya jabón que van a necesitar todos estos pa’ lavarse las manos!
—Quieres decir como Poncio Pilatos. ¿Y cómo sabes tú que el teniente dijo todo eso?
—¿No viste que hay una ventanita abierta en la celda? ¡Se escucha todo! Yo entendí todito lo que dijeron en quiché, menos lo del arminicio.
—Armisticio, Miguel, quiere decir acuerdo de paz. ¡Y ojalá que sea cierto!
—Ojalá... Mirá, Ernesto, lo que encontré en la celda.
El chico extrae de adentro de su pantalón una gorra militar.
—Me la escondí aquí antes de salir, porque pensé que tal vez nos podía servir para algo.
El chico se pone la gorra y le cubre los ojos. Ernesto lo mira divertido y le dice que tal vez les sirva de bolsa para comprar papas en la feria.
—Bueno, usalo vos, entonces —dice el chico, dando un saltito para ponérsela al otro—. ¡Uy, parecés un soldado!
Ernesto revuelve el pelo ya desgreñado del niño y se van los dos camino a la libertad, por la carretera que lleva a Cobán.
En una esquina del pueblo, una señora y una niña están cocinando tortillas sobre un brasero y las venden por pocos centavos. Ernesto compra una buena cantidad y la divide con Miguel. Huelga decir que los dos están famélicos.
—¿Y pa’ dónde te vas ahora? —pregunta Miguel, un poco desanimado, cuando ya están en el centro.
—A Quetzaltenango. ¿Y tú?
—Yo voy a buscar a mi familia. Conozco bien el camino que agarraron. Es un sendero que pasa cerca de mi casa y por ahí anda mucha gente, pa’rriba y pa’bajo. Los que se fueron escapando a México y los que volvieron. Se llama «La Victoria 20 de febrero». También sé dónde pueden esconderse, si alguien los persigue. Ernesto, ¿podrías regalarme un quetzalito, así tomo la camioneta pa’ la aldea? —dice el chico haciendo un mohín.
—Sí, por supuesto.
Ernesto espera hasta llegar a la plaza y, en un baño público, saca un poco del dinero del tenis.
—Aquí tienes, para la camioneta y para que te compres algo de comida para el viaje. ¡Suerte, amigo! ¡Cuídate mucho!
Miguel le agradece. Y lo mira con pena.
—¿Por qué no te venís conmigo, Ernesto? Vos tenés ese papelito que te dio el teniente.
—No puedo, Miguel. Tengo que seguir viaje.
—¿Y qué vas a hacer allá?
—Estoy buscando a unos parientes. En una aldea que está cerca de allí, que se llama Esperanza. ¿La conoces?
—No. Nunca escuché hablar de Esperanza. Ernesto, si vos venís conmigo, después de encontrar a mi familia, yo te voy a llevar a un lugar donde vas a ver muchos quetzales. ¡Te lo prometo, amigo! Vos dijiste que querías verlos, ¿no? ¡Es el mejor lugar del mundo para ver quetzales! ¡Te lo juro, Ernesto!
—No puedo, chavo. Tú sabes cómo ir. Puedes ir solo. Tú eres listo.
El chico se despide, sube al autobús y sigue al otro con la vista. Ernesto se va, cargando su mochila en la espalda y un enorme peso en el corazón. Su compañerito de cárcel tendrá que arreglarse solo. Dios le ayude, desea Ernesto mientras atraviesa la calle.
Tal vez sea el recuerdo del terror del día que quedó sepultado, o tal vez sea la memoria de un recuerdo —cuando en aquel momento en que pensó que podía morir evocó las perdidas ocasiones de ser noble—, sea lo que fuera, algo le ha rozado la punta de un nervio suelto en su conciencia y el chispazo lo hace saltar. Corre hacia la plaza. La camioneta, atiborrada de gente, valijas, gallinas, bolsas de frutas y vegetales, hatos de leña y hasta una bicicleta, ya está rodando por la calle, resoplando y largando humo por el caño de escape.
—¡Pare, pare! —grita Ernesto.
El asistente del chofer todavía está acomodando los bultos en el techo del vehículo, cuando ve al muchacho corriendo. El hombre golpea varias veces en el techo hasta que el conductor también lo ve y desacelera un poco. Ernesto se cuelga de la puerta con el vehículo todavía en marcha, y agradece al chofer. Cuando Miguel lo descubre, desde el fondo del vehículo, una sonrisa que parece no caberle en su carita, de por sí redonda, se le ensancha hacia las orejas, mientras mueve los brazos imitando el vuelo de un quetzal.
—¿Adónde vas? —le pregunta el chofer.
—A Chisec.
—No podemos entrar allá. Está acordonado.
—¿Acordonado? ¿Por quién? ¿Por qué?
Nadie le responde.
—Bueno, voy al lugar más cerca de Chisec.
Ernesto quiere llegar a donde está Miguel, pero es casi imposible atravesar la masa humana que llena el pasillo. El asistente que estaba en el techo introduce las piernas y luego el resto del cuerpo a través de la ventana trasera, como en uno de esos partos en los que el bebé sale al revés, y se escurre hacia adentro del vehículo para comenzar a cobrar los boletos.
––––––––
II
En poco menos de una hora de rodar por la carretera de ripio, llegan al punto donde el camino está acordonado.
Los aldeanos se apean, abarajan los bultos que les arroja el hombre del techo y, cargando sus bolsas, animales, bebés y bicicletas, se dispersan por diversas sendas. La camioneta regresa a Cobán.
El sitio es apenas un caserío, pero los muchachos encuentran una de esas tiendas de abarrote donde venden un poco de todo. Allí compran una linterna, agua y algunos comestibles.
Miguel explica a Ernesto que el grupo que salió con su padre no puede estar muy lejos. Él vio a su papá jalar una gallina y una bolsa con provisiones antes de salir a las carreras con su familia. Pero detrás de él había más familias con niños y gente grande. Y hasta llevaban a un herido, recuerda el chico, en una camilla improvisada.
—No creo que hayan podido andar mucho, Ernesto. Si corremos, seguro que los alcanzamos en medio día.
Ernesto consulta su mapa, pero no es detallado, y no puede saber a ciencia cierta qué distancia podrá haber recorrido la caravana de campesinos desde que salió, el día anterior. Comprende que es un plan algo insensato. Días y noches corriendo por montes y malezas hasta la frontera con México le suena descabellado. Pero se ha prometido no acobardarse ante cada encrucijada. Muchas veces escuchó eso de «seguir el destino» sin comprender lo que significaba. Cree que ahora lo sabe, que tiene que ver con escuchar esa voz interna que, cuando habla fuerte, llamamos corazonada; esa lámpara que nos hace reconocer y saber leer las señales en un abrir y cerrar de ojos. «¿Para qué ser tan medido? —solía decir el abuelo—. Seguro que hay momentos para la reflexión, pero también los hay para las decisiones rápidas, muchacho. ¡No vaya a ser que uno pierda el tren por contar las estaciones en que tiene que parar!».
La huella que siempre dejan las palabras del abuelo en Ernesto no es solo porque las dice tan bonitamente, sino porque suenan ciertas, porque llevan la marca de lo auténtico. A veces el muchacho se pregunta si su padre, amante de los planes claros y el pensamiento racional, no será también adoptado, pues tan poco en común tiene con el abuelo Rodrigo, cuyo compás en la vida es el que marca la intuición del momento.
Claro, a veces esas «señales del corazón», como él las llama, han llevado al abuelo a descalabrar las cosas, recuerda el chico. Un día, cuenta su padre, cuando uno de los hijos estaba mirando un programa de televisión bastante vulgar, por enésima vez, el hombre se levantó con parsimonia de su sillón, arrancó el cable del enchufe en la pared, cargó el pesadísimo aparato hasta el patio, buscó un hacha y, de un golpe, lo partió en dos. Luego volvió a su sillón, como si nada, y se puso a leer. «Hay que agarrar al toro por los cuernos», es todo lo que dijo el viejo Ruiz, que en esa época no era tan viejo.
—Vamos, entonces —dice Ernesto—, pues tenemos mucho para andar. Es mejor agarrar al toro por los cuernos.
—¿Qué? Aquí no hay toros, Ernesto —responde Miguel algo extrañado.
—¡Mejor así!
La senda pasa a corta distancia de la aldea de Xaman, por la montaña. Cuando llegan a un lugar alto, Miguel señala el valle hacia abajo.
—Mirá, Ernesto, mirá. Esa de ahí es mi comunidad. ¡O era mi comunidad! El asentamiento «Aurora 8 de Octubre». ¿Lo ves?
La humareda de los techos de paja consumidos por el fuego les llega hasta arriba, donde están apostados, y hasta partículas de ceniza se pueden ver flotando en el aire. Dos helicópteros vuelan sobre las casas y los despojos.
—Miralos. Parecen zopilotes volando sobre la carroña —señala el chico.
Un hombre en un vehículo de la radio de Guatemala habla con un soldado. Otros soldados, a un costado de la comuna, cavan pozos con picos y palas.
—¿Para qué abren trincheras ahora? —pregunta Ernesto.
—No son trincheras, hermano, son pozos para enterrar a los muertos. ¡Menos mal que mi mamá no está allá!
Miguel se esfuerza para aguantar el llanto, pero ya le está temblando el mentón. El otro lo saca de allí de un tirón y retoman el sendero, cuesta arriba. El chico corre y, a su paso, huyen conejos y tejones. Ernesto corre y jadea detrás de él. Cuando ya está sin aliento, propone repartirse el peso. Alivianan la mochila, hacen un bulto con una camisa y Miguel lo amarra a sus espaldas.
Continúan corriendo. La vereda ahora serpentea entre bananos y plantas de maíz.
Contornean un campo cultivado y, en medio de una milpa, encuentran a un campesino cosechando a mano los elotes maduros. Ernesto se saca la gorra, porque así vio a otros hacer en ese país cuando hablan con una persona mayor. Miguel le pregunta al labrador si ha visto a un grupo de gente pasar por la senda el día de ayer.
—Sí, vimos a dos grupos.
—¡Qué sorpresa se van a llevar mi mamá y mi papá cuando me vean llegar! —dice Miguel, saboreando con anticipación la alegría del reencuentro.
Ernesto se endereza la gorra militar y sigue al chico por el caminito que ahora penetra en un monte donde los árboles se yerguen apretados.
Al comienzo, parches de sombra y resplandor se abren y se cierran sobre sus ojos como en un batir de alas de mariposa. Una hora más tarde, donde la hondura del bosque ya se hizo más densa y la luz más tímida, Miguel para en seco y el pecho de Ernesto se topa con un revólver calibre 44.
—¡Quietos, o disparo! —amenaza el hombre detrás del arma.
Ernesto levanta las manos. Miguel hace lo mismo. Otro sujeto, también armado, sale de las sombras.
—¡Marchando! ¡Vamos!
Se llevan a los dos por un sendero lateral, que parece recién cortado a machete, hasta llegar a un desmonte donde hay un grupo de personas sentadas en el suelo. Uno de los atacantes le explica a quien parece ser el líder del grupo, que esos dos estaban corriendo en esa dirección.
—¿Puedo hablar? —interviene Ernesto, tratando de dar un tono calmado y gentil a su pregunta.
—¡Habla! —ordena el otro.
Está por decirles que lleven su dinero, pero que lo dejen ir, porque de nada les va a servir dejarlos ahí muertos. Pero viendo el nerviosismo de su atacante, le sale otra cosa:
—Cuidado con el dedo en el gatillo, hermano.
—No te preocupes. Sé controlarme.
—No estamos armados —continúa Ernesto.
—¿Y qué están haciendo por aquí, entonces? ¿Qué quieren? —replica uno de los asaltantes.
—¿Qué queremos? ¡Qué quieren ustedes! —responde Ernesto.
Después de un momento de mutua sorpresa, el muchacho les explica que están buscando a los padres del niño, que deben andar por allí, que salieron ayer, escapando de la matanza en su aldea, y da una rápida ojeada al grupo que está sentado bajo un árbol. Calcula que son unas cuarenta personas.
—Pues aquí no hay ningún grupo de escapados. ¡Te equivocaste! —dice el del revólver.
Los ojos de Miguel, engrandecidos por el miedo, escanean la escena sin comprender.
Después de palpar a los dos chicos y volcar en el suelo todo el contenido de la mochila y el bulto —tortillas secas, un libro, mapas, un cuaderno y ropa sucia—, los hombres bajan las armas.
—Entonces, ¿ustedes no estaban corriendo detrás de nosotros?
—¡Claro que no! Ya le expliqué.
—¿Y por qué andas con ese sombrero de milico, tú? ¡Qué susto nos dieron! —dice el otro, sentándose aliviado en un tronco.
—El susto lo llevamos nosotros, compañero —dice Ernesto—. ¿Puedo bajar los brazos?
—Pues, sí.
—Ernesto —dice Miguel con voz tímida —, esta gente no es de mi aldea.
—Claro que no somos de tu aldea, m’hijo —interviene el líder—. Bien, no pasó nada. Ahora ustedes se van rapidito por el camino donde vinieron. Y aquí, ustedes no vieron a nadie. ¿Comprenden bien? ¡A nadie!
Ernesto asiente, y les asegura que va a ser discreto. No le interesa en absoluto lo que esa gente está haciendo allí. Pero le resulta obvio que van hacia la frontera y les pide que se lleven a Miguel con ellos.
La negativa del otro es absoluta:
—Mira, por lo que veo, por tu acento, tú no eres de aquí. Y no sabes nada de nada. Yo no puedo llevar a otra persona. Yo también tengo un jefe, y él no lo va a aprobar.
—Yo puedo pagarle algo por el servicio, y él lleva su comida y su linterna.
—Yo no tengo autoridad para decidir. Y aquí no se usa linterna.
—Pero usted haga de cuenta que el chico no está —insiste Ernesto—. Su jefe no tiene por qué enterarse.
Los dos continúan discutiendo, uno tratando de persuadir y el otro poniendo objeciones.
Ernesto nota que la gente del grupo acompaña el diálogo con intenso interés, y apela a ellos, narrándoles el drama del niño.
Un muchachito, vestido con unos pantalones demasiado holgados y una camisa raída, se levanta y dice:
—Gente, ¡el chico busca a su madre! Tienen que dejarlo venir con nosotros.
Y después de unos segundos, agrega:
—Yo puedo hacerme responsable de él.
El anuncio sorprende a Ernesto, porque el chico, se nota por la voz, no debe de ser mucho mayor que el mismo Miguel. A los otros se les termina de ablandar el corazón.
—Es una causa justa, jefe. Llevemos al chico y dejemos de discutir —dice alguien.
—Está bien —concuerda el guía, resignado ante el consenso general—. Pero ahora, no perdamos más tiempo. Terminen su cena y junten todo. Vamos a salir pronto.
—¿Cómo? ¿Van a salir ahora? —pregunta Ernesto, sorprendido—. Los va a agarrar la noche en el camino.
—Es que aquí somos como los murciélagos —le explican—, andamos de noche y dormimos de día, colgados de los árboles.
Todos festejan la ocurrencia, menos Ernesto. El recuerdo de los murciélagos le pone la piel de gallina.
El grupo ya está en marcha. Miguel le insiste a Ernesto que siga con ellos hasta la mañana, porque él solo se puede llegar a perder en el sendero. Cuando salga el sol, dice, él le va a indicar cómo llegar a la carretera para encontrar un transporte. Y además, cuando amanezca lo va a llevar a ver los quetzales.
Ernesto no cree que sea muy difícil desandar el trayecto solo, pues aún faltan varias horas para la noche. Pero algo le dice que debería aceptar el ofrecimiento de ver los quetzales. El salvoconducto de ornitólogo le va a valer más si puede avalarlo con una experiencia directa. Y ahora es él quien pide permiso para acompañar al grupo hasta el día siguiente. El guía se encoge de hombros, ya harto de tanto palabrerío.
Los dos empacan las cosas que quedaron desparramadas por el suelo y se unen a la caravana.
––––––––
III
—Quería agradecerte tus palabras —dice Ernesto al chico que intervino a favor de Miguel.
—Aquí todos sufrimos, pero no cuesta nada dar una mano cuando se puede —responde el otro.
—De verdad, estuviste muy firme. Te felicito.
—Gracias.
—¿Y cuánto hace que saliste de tu casa?
—Casi tres semanas.
—¿Cómo, tres semanas? ¿De dónde vienes?
—Del Ecuador —responde Rosa, sacándose el sombrero de aldeano mientras mira a Ernesto con una sonrisa tímida.