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10. En la tierra del quetzal

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I

En Quetzaltenango, centro cultural y universitario del país, Ernesto encuentra sin dificultad un hostal de estudiantes donde dormir. Pasó la tarde de ayer y la noche y aún la madrugada de hoy caminando, y ahora —él mismo vuelto murciélago— necesita rehuir la luz del sol. Son las nueve de la mañana.

El lugar es silencioso y acogedor. La ventana del cuarto, en el segundo piso, da a un patiecito interior y, estirando la mano, se pueden tocar las ramas peludas de palmera rebosantes de coquitos dorados. De la ventana de enfrente, alguien echa afuera el agua de un florero. Las hojas anchas y abanicadas se menean en el aire con una carga de gotas luminosas.

El chico se desploma en la cama y cierra los párpados, pero un estado de extremo cansancio que parece electrizarle los músculos lo mantiene despierto, dando patadas al aire. Además, un alboroto de imágenes de los dos últimos días le llega a los saltos, y la figura de la chica ecuatoriana con el pelo cortado a lo varón se le aparece una y otra vez en las riberas del sueño. Entre un suspiro y otro, se duerme, con esa imagen prendida en las retinas.

Muchas horas más tarde, cuando se despierta de una larga siesta llena de sueños de aguas y palmeras húmedas, toma su cuaderno y escribe:

Quetzaltenango, Guatemala, 7 de octubre de 1995.

Al principio me llamó la atención su voz, suave, gentil pero firme, y su sonrisa fácil. Cuando le pregunté su nombre, me dijo que lo había perdido en el barco. Suena muy poético, le dije, pero te habrán dado un nombre al nacer. Me respondió que se llamaba Eugenio Caento. No le creí. Entonces me confesó que era Rosa Epayuma. Por supuesto. Debería haberlo adivinado antes de que se sacara el sombrero. Me junté a su grupo y caminamos juntos toda la noche, al final de la fila. Cuando se hizo de día, el guía dio una señal y lo seguimos por un atajo, hacia un lugar seguro donde el grupo iba a descansar. Pero nosotros nos fuimos con Miguel, que se acordó de su promesa.

Ernesto deja el lapicero y rememora otra vez la excursión de la madrugada en busca de los quetzales. Recuerda cómo los tres caminaron por una hora hasta llegar a un paraje alto y fresco. Un vapor blanquecino se levantaba y flotaba entre los árboles, formando ese velo vaporoso que le da a las colinas de Guatemala un tenue aire de novia. Allí se tumbaron en el suelo mirando hacia arriba, a esperar, inmóviles y en absoluto silencio, hasta que Miguel chifló como un quetzal. Entonces los vieron llegar, con sus colas brillantes, saltando entre el ramaje y llamándose con sus cantos. Y Ernesto se sintió volar en la magia del momento.

Cuando ya era bien de día, nos volvimos a la senda. Pero yo no podía demorarme. Les dije que nuestra amistad había quedado sellada esa mañana, y que el quetzal sería su símbolo secreto. Esto le gustó a Rosa. Y a mí me gustó que le gustara.

A esa hora pude ver que tenía una piel como lustrada, del color de la miel oscura, como la mía. ¡Qué difícil fue arrancarme de ahí! ¿Debería haberme quedado? Yo sé que debo mantener una disciplina. Nos intercambiamos teléfonos. Pero ¿de qué sirve, si yo voy a estar deambulando por los caminos del Sur y ella escondiéndose por los del Norte? Me dijo que iba a estar pensando en mí.

Y yo en ella.

Cuando llegó el momento de partir, nos apartamos un poco del grupo y ella me estampó un beso en cada mejilla. Yo no la dejé ir y la apreté bien fuerte contra mi pecho, y la besé en la boca.

El chico cierra los ojos y rememora el cuerpo palpitante de ella y el de él, y el rostro que le llegó a tocar y que se le antojó como la suave piel del durazno y ese beso corto, pero delicioso. Y sobre todo, esa materia luminosa que él percibió en su interior.

Más tarde vuelve al cuaderno:

Viaja sola. Tiene mucho coraje. Ella dice que es la marca de su raza. Y hasta me mostró una navaja que lleva en la cintura. Me explicó que es del grupo de los huaorani, un pueblo muy independiente de la Amazonía ecuatoriana que nunca fue conquistado por nadie. Pero las cosas cambiaron en los setenta. Me contó que los huaorani fueron empujados fuera de su territorio y que los metieron en un «protectorado» evangelista, cuando entraron las petroleras. Y allí nació ella. Su padre fue a trabajar en los pozos, al norte, Sara creo que dijo, y en un par de años murió de leucemia. Dicen que de la contaminación en unas piletas. Después su clan consiguió el título de una pequeña parcela cerca de un lugar llamado Baeza.

De pronto Ernesto siente como si la sangre se le hubiera detenido en media carrera y helado en las venas. Un jirón de recuerdo repentino lo ha inmovilizado. Deja caer el lapicero al suelo y sale del cuarto a los trancos. Quiere llamar a su padre. Quiere que le confirme, o más bien que le niegue, que él estuvo hace veinte años involucrado en la construcción de la Vía Auca, esa que Rosa le dijo que la Texaco construyó desde Lago Agrio, partiendo en dos la tierra de los huaorani, y abriendo un corredor de muerte por la selva.

—¡No puede ser! ¡La Texaco! ¡Dios, dime que estoy equivocado!

––––––––

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II

Querida mamá:

Espero que esta la encuentre bien de salud. Aprovecho las últimas horas de luz para darle noticias mías:

No pudimos cruzar el río Suchiate. Hubo un problema con la policía y tuvimos que salir de allí de noche, a las escondidas. Pero mejor así, porque Tecún Umán es un lugar feísimo, y aquí en el interior es todo más bonito. Solo me dio pena dejar a un caballo medio loco y a un perro que se hizo muy amigo mío.

Nos metieron en tres autobuses chiquitos, y después de medio día de viaje para el noreste llegamos a un pueblo llamado Xuctzul. La gente aquí es hermosa. Las señoras y las niñas se visten con faldas largas y estrechas y blusas coloridas, y muchas llevan flores en el pelo. Hubo varios desvíos porque en un momento la ruta estaba cerrada por los militares. Y nos trajeron aquí, a este sendero llamado «La Victoria 20 de febrero». ¿Sabía que los senderos aquí tienen nombre?

Don Sabino, el nuevo coyote, dividió el grupo en dos, de cien personas cada uno, y comenzamos a caminar y a caminar por esta ruta que le estoy diciendo. Y después de unas horas nos encontramos con un muchacho americano y un chico de aquí. Los dos están viajando para reunirse con su madre. ¡Como yo!

Rosa deja el lapicero. Se pregunta si debería decirle a su mamá el hechizo que le ha dejado ese apretón que le dio Ernesto, y el vuelco que le da la sangre cada vez que rememora el beso. ¿Cómo hablar de esas cosas con una madre a la cual no se le ha visto el rostro por seis años? ¿Cómo la juzgará?

Sigue escribiendo:

Aquí se camina en fila de hormigas, como lo hacemos en el Ecuador, pero de noche, y sin luz, para que nadie nos vea. Tampoco nos dejan prender fuego para cocinar. Pero la frontera con México no está lejos, dicen que es cosa de unos días nomás. ¡Ojalá que haya un correo al final de este camino! ¡Cuídese, mamá!

Rosa

III

Ofuscado por el conflicto entre el temor y el deseo de saber, Ernesto se lanza a la calle y entra en una cabina de teléfonos. Presiente que va a ser muy difícil enfrentar al padre. Si fuera por escrito, sería menos penoso, pero aquí en Quetzaltenango Internet es un lujo que no ha llegado, y el correo común no es una opción para quien no tiene lugar fijo.

Esteban Ruiz se alegra de escuchar la voz de su hijo. Al principio hablan de la belleza de los quetzales y de la gente del lugar. El joven se cuida muy bien de no mencionar su encuentro con los militares. Al final decide tantear el asunto.

—Conocí a una persona del Ecuador. Tú estuviste allá, ¿no?

—Sí, hace muchos años, cuando tú eras chico, Ernesto.

—¿Estuviste en la provincia de Napo o Sucumbíos, por acaso?

El hombre duda un momento antes de responder:

—No recuerdo el nombre de los lugares. ¡Hace tanto tiempo!

—A mí me parece que tú mencionaste un lugar que tenía nombre de mujer. ¿Sara, o algo así?

—Sacha.

—Eso mismo. Por allí pasa la Vía Auca, me dijeron. ¿Estuviste trabajando allí?

—Yo soy ingeniero de petróleo, ¡no constructor de carreteras! —dice el hombre con algo de irritación en la voz—. Trabajaba en los pozos.

—Ah, vale. Y también en esas piletas donde ponen lo que no se usa del petróleo. ¿Cómo se llaman?

—Piletas de purga. Pero ¿qué es esto, Ernesto? ¿Un interrogatorio?

—Me contaron algo de la contaminación a lo largo de esa ruta, en la selva de lluvias. Solo quería saber tu opinión, papá. Por eso te pregunto. Por sí tú sabías algo de esto.

Ernesto escucha al padre carraspear antes de responder.

—Yo no sé nada de todo ese lío que hubo por allá, porque salí antes. Cuando se terminó la Vía Auca yo ya no estaba.

—Ah, vale.

Ernesto pondera lo que acaba de decir su padre. Es obvio que sus preguntas le generaron malestar. Ya está sintiendo el gusanillo de la culpa, y no le parece justo acosarlo por teléfono y a dos mil millas de distancia. Cambia de tema para distender la atmósfera y se despide.

Se propone creer en la inocencia de su padre; pero la idea sigue rondando en su cabeza y molestándolo como un grano de arena que se resiste a salir del ojo.

Cruza el empedrado desparejo de la calle y recuerda que cuando su padre cortó y él escuchó el clic del teléfono, en ese instante se le formó la imagen de una mano tembleque. Se pregunta si su padre tendrá alguna llaga abierta que trata de ocultar, algún recuerdo poco grato que está esquivando. Mal sabe Ernesto que la memoria de Esteban Ruiz es todo un campo minado por el que prefiere no transitar.

De vuelta al hostal, Ernesto pregunta cómo llegar a Esperanza. Le advierten que es La Esperanza, no Esperanza a secas, pero lo considera un detalle sin importancia. Le informan que la manera más rápida es buscarse una picop en la plaza central.

Allí se va, y en cuanto espera, encuentra una casa de artículos para campamento, negocios que están prosperando en la ciudad con el creciente flujo de turistas que trajo el tratado de paz. Ernesto compra un saco de dormir. No sabe cuánto tiempo le va a durar el dinero y cuántas noches tendrá que pasar a la intemperie.

La picop, que es el medio alternativo de transporte público de los guatemaltecos, no tarda en aparecer. Ernesto se sube atrás y alcanza los veinte centavos de quetzal al conductor. Los pasajeros —aldeanos en su mayoría— van de pie, agarrados como trapecistas a los caños que pasan por arriba en la parte de atrás formando una especie de jaula de humanos.

Ya en las afueras de la ciudad, el conductor se lanza en loca carrera por la ruta en zigzag que cruza la montaña y Ernesto siente cada curva como un renovado milagro. De vez en cuando se anima a mirar hacia abajo, en el valle profundo, donde corre un río entre plantíos. En sus márgenes, las mujeres bañan a sus niños, lavan la ropa o se lavan el pelo que después peinan en trenzas y adornan con flores.

Llegan a La Esperanza, final del trayecto, y Ernesto va directamente al almacén de la plaza. No es un pueblo muy pequeño, pero tampoco es muy grande. Aquí todos deben de conocerse, razona el chico.

—Señora, perdón, ¿usted conoce a alguien de apellido Moreno? —pregunta Ernesto a la primera mujer que encuentra.

La mujer lo mira y se sonríe, sin decir palabra.

—La señorita no te comprende —le dice un hombre viejo que está sentado en un cuero de oveja—. Por aquí las mujeres hablan poco español. Pero tal vez yo pueda ayudarlo. Conozco a todas las familias de esta aldea. He vivido aquí toda mi vida.

—Ah, gracias. Estoy buscando a una familia Moreno.

—Los únicos Moreno aquí son los Moreno Xequijel. Viven para afuera de la ciudad, cerca del lago.

Ernesto siente un brinco en el pecho.

—¿Y cómo se llega allá?

—Si quiere, lo llevo a la casa de ellos. Hace tiempo que no saludo a mi paisano.

Los dos se ponen en marcha. Recorren varios barrios con casitas de caña y adobe y en todos ellos se repiten las mismas escenas: madres y hermanas llevando a bebés en un rebozo colorido amarrado a la espalda; hombres doblegados bajo el peso de leños o piedras que llevan a cuestas; mujeres moliendo maíz en un cuenco de piedra.

Ernesto y su guía siguen por un camino abierto en la tierra bermeja y luego toman por una vereda estrecha, entre las verdes paredes que a ambos lados forman las plantas de maíz, ya altas. De las mazorcas anaranjadas o rojizas cae una barba marrón quemada, señal de que el maíz ya está pronto para ser cosechado.

Continúan andando hasta llegar a una choza, también de adobe y paja. A un lado de la casita, una construcción más pequeña, de ladrillos, sirve de baño de vapor para la familia, según le explican más tarde.

Un hombre de unos cuarenta años está limpiando unas herramientas.

—¡Buenas, don Matías! —saluda el viejo.

—Buenas tardes, don Lucas. ¡Qué bueno verlo! ¿Qué lo trae por aquí? —responde el dueño de casa, mientras ahuyenta a los cerdos que están comiendo las mazorcas de maíz desgranadas.

Ernesto observa con curiosidad el redondo horno de barro, cerca de la casa.

—Pues aquí hemos venido con este joven, que quiere visitar a los Moreno.

El hombre los invita a sentarse en unos cajones de hortalizas y él se sienta en el tocón de lo que habría sido un árbol gigante. Para calmar su ansiedad, Ernesto tira unas semillitas a los guajalotes que están escarbando el barro en busca de gusanos.

Luego comienza su historia. Habla de su mamá, de su nombre, de su pueblo.

El dueño de casa lo observa con cierta ternura, y le dice:

—Mire, muchacho, mi familia se apellida Moreno de parte de mi papá y Xequijel de parte de mi mamá. Mi papá era nieto de españoles por el lado paterno, por eso el apellido Moreno, y mi mamá era maya pura. Yo tuve cuatro hermanos, pero nunca tuve hermanas. No, no hubo ninguna mujer aquí de la edad de su madre con el nombre Moreno, y menos una que haya ido a los Estados Unidos. Aquí somos muy pobres. ¿Quién iba a poder viajar para el Norte? ¡Imagínese, don Lucas, parientes en el Norte! Eso sí que sería bueno, ¿no?

Ernesto comprende que tampoco esa puede ser su familia. Ya está a punto de despedirse, pero hay algo en ese lugar que le seduce. Tal vez sea el aire revitalizante del altiplano. Tiene ganas de quedarse.

La esposa sale al patio y ofrece a Ernesto una fruta. Llegan los chicos, una niña y dos niños. Pasan el resto de la tarde conversando. Don Matías Moreno traduce al español lo que dice su esposa en kakchiquel, y así Ernesto sabe de sus gozos y pesares. Los niños están sanos y les gusta estudiar, cuenta el hombre, pero la venta del maíz no es suficiente para vivir. El precio está muy bajo hoy día, y parece que hasta en la ciudad lo compran de afuera, de los Estados Unidos, porque es más barato.

—Escuché decir en Quetzaltenango que eso es porque el Gobierno de los Estados les paga a sus agricultores para cultivar el maíz. Claro, ¡así cualquiera vende barato! Pero me parece un invento... ¿Qué opina usted, joven, que viene de allá? ¿Será verdad que en su país les dan dinero a los campesinos para que vendan barato el maíz?

Ernesto no tiene idea de si existe tal política de subsidio al agricultor estadounidense y añade:

—No sé, pero si es verdad, sería una vergüenza que lo exporten aquí, ¡a la tierra del maíz!

—¡Usted lo dijo, joven! Y a nosotros no nos dan ni una semillita de esas buenas para sembrar. ¡Y con las que tenemos, solo cosechamos pobreza!

El hombre cuenta que se mantienen con el trabajo del telar de cintura que usa su esposa, pero el trabajo es lento.

—¿Y ese telar de pie que usted tenía, don Matías? Ese va rápido —observa don Lucas.

El telar de la familia, explica el señor Moreno, está roto, ya no sirve para nada.

Los chicos toman a Ernesto cada uno de una mano y lo llevan detrás de la casita, para mostrarle los despojos. Unos palos, un pedal y dos tablas tiradas por el suelo es todo lo que queda de lo que en otra época fuera una buena fuente de recursos.

—¿Y sabe una cosa, don Lucas? —se queja el hombre—. El banco de La Esperanza no presta dinero a los pobres ¡ni para comprar un telar! Dice que nuestra casa es de adobe y no sirve de garantía, de colateral, como le llaman, y que el terreno este donde está la casa tampoco sirve, que no tiene una escritura válida, que no tenemos el título de propiedad.

—¡Qué barbaridad!

—¡Eso mismo! ¡Qué barbaridad! ¡Este terrenito es nuestro desde el tiempo de antes de mi bisabuelo! ¡Antes de los españoles! ¡Antes del mismo Jesús!

Ya está oscureciendo. Ernesto pregunta si podría pasar la noche allí, bajo el árbol, en su saco de dormir.

—Claro que sí —responde el dueño de casa—, ¡la tierra es de todos!

El sol ya se ocultó y el frío baja temprano en el altiplano. La señora los invita a entrar en la casita donde el suelo de tierra apisonada está recién barrido. Los chicos ya han encendido una lámpara de gas y en el fondo cruje el fuego. Pronto aparece la cena, que es una sopa con tortillas. Después de comer, don Lucas se despide y todos se van a dormir.

Ernesto busca una superficie lisa en el patio, se mete en el saco y se acuesta. Pero no puede dejar de pensar en el problema de «la tierra». Con más preguntas que respuestas dando vueltas en los circuitos de su pensamiento, se queda largo rato de boca al cielo.

El aire translúcido del cerro y los enormes faroles blancos que las estrellas comienzan a encender en un azul dilatado, también lo dejan desvelado. Están tan cercanas que pareciera que se puede tocar el infinito con solo estirar la mano. ¡Vaya esplendor que hay en su nuevo hospedaje, piensa, a pesar de su austera simplicidad!

Aplastado por las estrellas, visibles e invisibles, y arrullado por el rumor del río que golpetea en las piedras como una sonaja de bebé, al fin se duerme.

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IV

La oscuridad también cubrió la ruta «La Victoria 20 de febrero» que se abre por el monte al norte, y es hora de partir. Algunos se están lavando en un arroyo y otros escuchan la radio. Entre el ramaje se puede ver que la luna luce un cerco rojizo y Rosa siente un ligero estremecimiento.

El guía da la orden de comenzar la marcha.

—Señor Sabino, creo que se viene un aguacero, ¿no le parece a usted? —pregunta Rosa al guía.

—¿Y cómo lo sabes tú?

—¿Ya vio la luna? ¿Y vio cómo los animales andan inquietos? —la muchacha señala otra rama, que ya está siendo meneada por el viento—. ¡Le apuesto a que se viene una tormenta!

El graznido áspero de un ave sobresalta al guía.

—¿Qué dice tu radio del tiempo, Manolo? —pregunta Sabino a un asistente.

—Dice que ayer hubo un huracán tremendo en el sur del golfo de México y que hoy aquí va a haber lluvia y viento también. Dicen que el huracán se llama Opal.

El otro no escucha las últimas palabras. El viento, que antes movía las ramas con gracia, ahora sopla una sustancia gélida y llena de hojarasca y se traga las palabras.

Primero caen unas gotas gruesas y espaciadas. Después se desata una lluvia pesada, que se pone más densa a cada minuto, y en poco tiempo ya es un torrente que se precipita de lado, empujada por un viento irascible que se lleva para siempre el sombrero de Rosa.

En menos de media hora, cuando todos ya están en marcha, los relámpagos parten el cielo iluminando las nubes renegridas y estas se desaguan sobre la tierra, mientras las voces de los truenos y del viento asustan a bichos y humanos por igual.

Y así, de repente, las ramas más secas comienzan a desgajarse de los árboles, enloquecidas por un ventarrón contradictorio, y a volar y a caer en torno a los caminantes que, ya empapados, tratan de protegerse con sus mochilas. Miguel toma la mano de Rosa y no la suelta. La larga fila se amontona formando un grupo desmadejado de individuos temerosos al llegar a un riacho, difícil de pasar.

—Hay que buscar un claro —le grita Sabino a Manolo—, porque las ramas pueden matar a alguien. ¡Vete por aquel sendero lateral que pasamos, a ver si encuentras cualquier lugar más descampado!

Pasados diez minutos, Manolo vuelve para conducir al grupo a un pequeño claro en el monte, donde hay un cafetal abandonado, que permite armar unos toldos de plástico para guarecerse, traídos para estos casos.

En medio del diluvio, amarran los extremos de los plásticos a los arbustos de café y pequeños grupos temblorosos se cobijan debajo de ellos. En pocos minutos estos se hunden bajo el peso del agua, dejando a todos empapados y a la intemperie.

Después de varios intentos de darles inclinación y desagüe, consiguen refugios más firmes.

Y allí se acomodan, apretados como pollitos en caja de ferias, algunos sentados sobre sus mochilas y otros en cuclillas, cuerpo contra cuerpo para darse calor y consuelo.

Agua y tortillas frías es toda la cena de esa noche destemplada.

Rosa vacía su mochila, se viste con capas superpuestas de ropa y envuelve a Miguel con un suéter, pero lamenta la pérdida de su sombrero. También echa de menos a su amiga Mabel, que ha quedado en el otro contingente. Y lamenta aún más la ausencia de Ernesto, y del calor aquel que sintió cuando él la abrazó.

El aporreado grupo de desamparados pasa la noche con los ojos abiertos, castañeteando los dientes del frío, escuchando el golpeteo tenaz de la lluvia sobre los plásticos y rogando que una ráfaga de viento no se los arrebate.

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V

Ya despunta el día cuando Ernesto abre los ojos y se topa con un burro que está mordisqueando el pasto alrededor del saco de dormir. Le acaricia el hocico mojado. El asno le responde con un rebuzno y se va trotando, mansito, hasta el río. Detrás de una colina ya se ven las llamaradas rojas del alba, y el chico recuerda su sueño.

Soñó con su abuelo Ruiz, que le estaba mostrando algo. Era un libro que se llamaba Consejos del peregrino. Se pregunta si habrá sido por la mención del bisabuelo de don Matías, o por uno de esos misterios de la metempsicosis, en que alguien le dice algo importante a uno o le imparte una instrucción a través de un sueño. El hecho es que al despertarse con ese sueño todavía prendido en su conciencia, Ernesto recuerda un diálogo que tuvieron hace años:

—Los que anduvimos por el Camino de Santiago de Compostela no llevábamos nada de dinero. ¡Confiábamos en la Providencia! Recuerda tú, Ernesto, si algún día quieres hacer el peregrinaje: el alma y el bolsillo deben estar vacíos.

—¿Y por qué el alma vacía, abuelo?

—¡Para poder llenarla de bondad!

La señora Moreno Xequijel ha encendido el fuego para el desayuno y don Matías está quemando una madera de aroma agradable en una hoguera. El olor del humo y la sabia impregnan el aire y la ropa. Ahora la mamá está haciendo las tortillas con una masa de maíz. Hace una bola y después le da una forma chata, golpeándola, pat-pat-pat, y pasándola de una mano a la otra. Cuando está bien aplastada y redonda, la tira diestramente al comal que está sobre las brasas en un rincón de la habitación. Luego hierve agua y prepara un atol blanco, e invita a Ernesto a desayunar.

Más tarde, cuando los niños ya se han ido a la escuela, el muchacho habla con los dueños de la casa:

—Ustedes han sido muy amables conmigo. Yo quisiera dejarles algo —y extendiendo la mano les muestra los billetes—. Son ochocientos quetzales. Debe ser suficiente para comprar un telar nuevo. Por favor, acepten mi regalo como si fuera de un pariente. Tal vez lo somos... Creo que todos los Moreno somos parientes, ¿no les parece?

Luego de la sorpresa inicial, el hombre balbucea un: «Graaaacias, graaaacias, muchacho. Que Dios lo bendiga, a usted y a toda su familia».

La mamá toma las manos de Ernesto.

Matiosh... —y dice otras palabras en kakchiquel que son traducidas como «Dios se lo va a devolver en felicidad».

El chico se despide y sale con paso apresurado. Cree que no merece las gracias. No es un verdadero peregrino, se dice, porque el peregrino no lleva dinero consigo: solo fe en la Providencia divina. Él, por el contrario, les ha dado lo que tenía en la mochila, pero se ha quedado con un billete de cien dólares en cada tenis.