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12. La Bestia

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I

La noche del 16 de octubre, dos camiones de vacunos con sendas cargas humanas llegan a Arriaga, no lejos de la costa oeste de México. Poco antes de entrar a la ciudad, el coyote los manda a buscarse un baño, es decir, un lugar apartado entre los matorrales a la vera del camino.

—¿Y si uno no tiene ganas?

—Con o sin ganas, m’hijo. Usté vaya y haga lo que pueda.

—El hombre tiene razón —comenta alguien—, quién sabe qué tipo de sanitarios mugrientos tienen en esa estación.

Uno de los vehículos se estaciona en un puesto de gasolina. El otro, donde está Rosa, sigue unos diez kilómetros, cruza un paso a nivel, toma por una calle paralela a las vías del tren y se detiene detrás de un enorme galpón.

¿Dónde está la bonita estación —se pregunta Rosa— de techos altos y enormes relojes ingleses, llena de pasajeros bien vestidos, y el altavoz anunciando la próxima salida, y el silbato del tren confirmando su partida, y la gente despidiéndose, y toda la excitación y el lujo de las luces? ¿Dónde está todo eso que ella vio tantas veces en la televisión de su tía en Baeza?

Otra vez, en grupos pequeños y amparados por la oscuridad, los inmigrantes corren agazapados y silenciosos a lo largo de un sombrío tren de carga hasta llegar al último vagón.

Sabino abre sigilosamente las puertas corredizas y, en voz baja, les da las últimas instrucciones.

—Recuerden: no enciendan ninguna linterna hasta que el tren esté en marcha y fuera de la ciudad. Y cuídense de apagarlas cuando estén entrando en cualquier poblado. No cierren la puerta del vagón, dejen entrar el aire. Tampoco la abran más de diez centímetros, porque alguien los puede ver. Y no beban más agua de lo necesario, así no necesitan ir al baño. Mañana al mediodía el tren va a parar para hacer cambio de locomotora, poco antes de una estación. Allí mis colegas van a estar esperándolos. Tenemos contratados otros dos camiones que los van a llevar hasta la frontera con Texas.

Y los temores no tardan en ventilarse:

—¿Y por qué usted no viaja con nosotros?

—¿Y si alguien necesita ir al baño?

—¿Y si alguien de afuera abre la puerta y nos descubre?

—¿Y qué hacemos si nadie viene al final para abrir la puerta y recibirnos?

—No va a pasar nada malo si obedecen las instrucciones —dice Sabino desde la oscuridad, con un tono ligeramente exasperado.

Rosa percibe, a lo lejos, una estación iluminada e imagina la dicha de las familias que van a viajar en ese otro tren, sentados en los bancos de cuero mullidos y con un señor muy gentil y de chaqueta blanca ofreciéndoles algo para comer o beber.

—¡Suban de una vez! La Bestia va a salir pronto.

¿La Bestia? ¿Por qué lo llamó La Bestia? El tono perentorio del coyote les avisa de que no hay tiempo para discutir o vacilar, y uno a uno se encaraman al tren a contragusto, pero sin chistar. Ya han recorrido un inmenso territorio, sobrevivido a peligros e invertido mucho dinero en este viaje. No es el momento de echarse atrás. Cada quien busca un espacio en el piso del vagón e invoca a su santo favorito.

Cuando ya todos han subido, el coyote cierra las puertas dejando un pequeño espacio entre las dos hojas. Allí coloca una corta barra de metal que encaja con fuerza en la ranura para evitar que se cierren con el traqueteo del tren.

—Y este cilindro, que quede aquí; les da la abertura exacta para que entre el aire y para que no los vean. Y ahora, que tengan buenas noches —dice el hombre— y traten de dormir.

––––––––

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Tres campanadas metálicas los sobresaltan. El tren larga un sonoro pitido, se estremece y se pone en marcha. El balanceo los relaja.

Cuando el tren comienza a ganar velocidad y se aleja bramando de las zonas urbanizadas, los pasajeros se animan a encender sus linternas y a sacar algo para comer. Son unas cincuenta personas.

Alguien cuenta un chiste. Otro pasajero cuenta el suyo. Pronto, ya sea porque se agotó el repertorio o porque la hora avanzada los pone más introspectivos, la conversación gira en torno a sus deseos y esperanzas, y a todas las fantasías que han estado perfeccionando cuando soñaban con el país del norte.

—Yo solo quiero ahorrar unos dólares para hacer el techo de la casa de mi madrecita —dice un muchacho de unos veinte años—. Pero esta vez va a ser de verdad, nada de paja, que se la lleva el viento. ¡Va a ser de cemento, como el de la gente pudiente!

—Pues cuídate de hacer también las paredes de ladrillo o de bloque —dice el criticón que tiene la manía de saberlo todo— porque si las dejas de adobe nomás, se te va a caer el techo en la cabeza.

—Yo me conformo con mandarle un dinerito a mi mujer y a los chicos —dice otro—, para que no tengan que preocuparse de si les va a alcanzar o no hasta el fin del mes ¡Cómo ha subido todo!

—Sí, es la carestía de la vida que nos mata, compañero la inflación, y la falta de trabajo. Nunca he visto un año peor. Decían que la exportación del petróleo del Ecuador iba a ayudar, pero tengo para mí que solo ayudó a los ricos.

Chist, cierren la boca —rezongan los que quieren dormir.

Rosa se alegra, porque la conversación del petróleo solo le trae malos recuerdos. La charla sigue en un cuchicheo entre algunos desvelados, pero ella ya se ha envuelto la cabeza con un suéter, para no escuchar.

Las voces se vuelven cada vez menos audibles y las luces de las linternas más escasas, hasta que el sueño termina por silenciarlos a todos y el sonoro ritmo del tren se confunde con los ronquidos de los hombres.

––––––––

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II

Un rectángulo de luz alto y delgado ya se cuela por la ranura de la puerta y anuncia un alba sin pájaros. Varias cabezas se apiñan frente a la abertura y compiten por un puesto en el exiguo espacio para poder mirar hacia afuera, para darle un vistazo aunque sea a este legendario México de los corridos y los mariachis. Alguien se encarga de contárselo a los que no pueden verlo con sus propios ojos, que son la mayoría.

—Cuenta, ¿qué se ve?

—Nada, compadre, campo nomás. No sé por qué tenemos que escondernos tanto, como si fuéramos a robarles algo! ¡No hay nada para robar!

—¿Y qué más se ve? —pregunta otro.

—Pues... el sol, anaranjado, que viaja con nosotros.

—Déjame mirar a mí un poquito.

Los muchachos forcejean. Todos quieren espiar por el fino rectángulo de luz vertical que les muestra lo poco que hay para ver. Algunos acostados, otros en cuclillas, otros de pie y aun otros trepados en los hombros de los que están de pie, forman una torre humana con varios pares de ojos ansiosos por un poco de distracción.

—Bah, ¡cuánta curiosidad por ver esta tierra que no nos quiere ni de paso —dice una mujer.

Pero México es el vecino de aquel otro portentoso país que tanto los seduce; por eso, merece cierto respeto. Y así siguen mirando y narrando.

—Creo que estamos llegando a algún pueblo, porque hay un camposanto rodeado de cipreses. Y ahora se ven muchas casitas —dice un narrador de la columna de fisgones.

—¡Eh! ¡Eh! ¿Qué pasa?

—¡Alguien se está descolgando del techo del tren!

—Déjame mirar, tú has estado todo el tiempo ¡Qué chavo egoísta, hazte a un lado! Ah, sí, es verdad, es como que... pues... ¡hay gente arriba!

—¡Qué locura! ¿Y por qué se bajan ahora?

—Pues, deben haber llegado a su casa, ¿no? Seguro que son mexicanos que quieren viajar «de arriba» —bromea otro.

—A ver, ¡déjame a mí ahora, que tú no tienes corona de rey! ¡Déjame subir a mí!

—Pues, sí, estamos llegando a un pueblo. Ahora hay que quedarse quietitos. Se llama... Morelia.

La torre de mirones se desmorona en un instante como un castillo de uvas y todos se callan y esperan. El tren se detiene en lo que parece ser una estación. No la ven porque están lejos, en el último vagón, pero sí se escucha un rumor de pasos, y les llegan fragmentos de una conversación, cada vez más cerca.

—No, no es por aquí ... ¿aquel vagón? Sí, aquel. ¿Quién le dijo a usted que...? ... Me informaron que...

Dentro del vagón se deja oír un murmullo apagado como de alas de pájaros asustados.

Chist, chist, chist. Silencio todos, dejen escuchar. Hay..., creo que es un policía, un guarda ferroviario por lo menos. Chist, chist.

El aire se hace denso bajo el peso del temor. La gente contiene el aliento, o se lleva una mano al pecho o a la boca, en un intento de acallar el súbito inhalar del aire y un «ah» ahogado en la garganta.

—Están viniendo para aquí.

—Van a vernos por el agujero.

—Cierra la puerta.

—¡No la cierres!

—¡Pues ciérrala, que nos van a ver!

—¿Y si no se puede abrir después?

—¡Qué carajo! ¡Yo abro cualquier puerta!

—¡Ciérrala ya, que están viniendo! ¡Saca la traba!

—¡Cuidado, que no haga ruido!

Mientras uno desencaja la barra de metal, otros dos hombres tratan de cerrar la puerta del vagón de la manera más sigilosa posible. Son solo diez centímetros, y en un par de segundos, ya está cerrada con un suave clac imposible de oír para quien no esté con la oreja al lado.

Ya no llega ningún sonido de afuera. Por precaución, apagan las linternas. Algunos rezan. Otros reprimen una tos inoportuna. Pero nadie se mueve de su sitio, porque el miedo tendió un cerco alrededor de cada cuerpo.

Después de unos quince minutos de espera agonizante, las ruedas comienzan a chirriar en las vías; el movimiento lateral del vagón los sacude y los labios se distienden en una sonrisa de alivio y gratitud. Ya están fuera de la ciudad cuyo nombre ya nadie recuerda, excepto Rosa. Morelia suena a fruto delicioso.

—Gracias, Diosito mío. ¡No nos hallaron, esos cabrones!

—Estamos de nuevo en movimiento. ¡Qué susto nos llevamos, qué chévere que estamos viajando otra vez!

El peligro pasó. Aquí y allá una mano o la manga de una camisa absorbe las gotas de sudor frío que el miedo destiló en las frentes.

—Abra la puerta, amigo, que ya no hay peligro.

Los hombres se apoyan con fuerza en la estructura metálica y, uno a cada lado, tironean para abrirla.

—Otra vez. Uno, dos, tres, ¡ahora!

—¡Qué joder! Se me resbala la mano. Es que estoy todo sudado. Déjame secarme.

—Maldita puerta, no tiene de dónde agarrarse uno.

—¿Y cómo es que Sabino la abrió tan fácil?

—Sí, claro, ¡de afuera! Hay dos agarraderas afuera. Es solo un tirón.

—Y por dentro de esta mierda no hay agarradera. Pues, para qué, si estos vagones son para llevar cajas, no gente. Las cajas no abren puertas.

—Otra vez. Vengan más hombres. Pónganse todos contra la puerta y cuando yo diga tres, damos el tirón. ¿De acuerdo?

—Chévere.

—Un, dos, ¡tres!

—¡Aj!

Nada.

Les ha tomado unos diez minutos darse cuenta de que las puertas de estos vagones de carga no se abren por dentro. Ya sea por error de diseño, por falta de utilidad, o «por castigo divino», dice alguien, el caso es que estas puertas no-abren-por-dentro. Cuando se cierran, están trabadas «como las puertas del Cielo ante el pecador que no se arrepiente», recuerda otro en tono sentencioso.

—Te dije, desgraciado, que no debías cerrarla.

—¿Y qué? Estaríamos todos presos ahora si no la hubiera cerrado. O deportados.

—¿No ves que ya estamos presos, idiota, que no entra el aire aquí?

—Pues entonces no respires. Quédate quieto.

—Por favor, muchachos, si se pelean es peor —dice un hombre mayor—. Ya vamos a llegar. Pero es mejor no hablar, no gastar aire.

Rosa está acurrucada en un rincón. Mira hacia la puerta emperrada y sabe lo que les puede ocurrir. Busca amparo en la estampa que le dio Miguel: «¡Quienquiera que seas tú, Mashimón! —suplica la chica en silencio—, ¡haz que se abra esa puerta!».

La primera hora es soportable. Todavía es de mañana y el sol no llegó a calentar el metal del vagón.

La gente reza apenas moviendo los labios. Algún quejido lastimoso de vez en cuando acentúa más el silencio.

El recuerdo de aquel grupo de inmigrantes que murió asfixiado en un tren hacia los Estados Unidos está vivo en la memoria de algunos. Otros, bendecidos por la ignorancia, nunca supieron del accidente. Rosa tampoco lo sabe, pero sí le resulta evidente que el aire comienza a ser escaso. Y el calor ya está apretando.

En un par de horas, la temperatura sube a lo que algunos estiman que ronda los cuarenta grados. El vagón, de claustro se transforma en horno y las botellas de agua se van vaciando.

—Tengo las piernas acalambradas, paisana. ¿Usted también? —se queja un hombre.

—Sí. Será la falta de agua.

—Creo que... podemos morir aquí —dice el hombre con voz pegajosa.

—No diga eso, hombre. Ya falta poco para una estación. ¡Alguien nos va a abrir! —dice otro con tono alentador.

—Maldita la hora en que quisimos meternos en esto de ir al Norte, compadre.

—Mire, no pierda la calma, porque el pánico es el peor enemigo. Consume oxígeno. Piense en algo bonito. Piense en Dios —dice una mujer que todavía aguanta firme.

Se siente un sollozo quieto. La mujer agrega:

—Y es mejor no llorar porque gasta agua.

En la siguiente hora, los hombres de mediana edad comienzan a perder el conocimiento y, uno tras otro, caen como moscas. Primero sienten un rugido en la cabeza, luego se sacuden un poco y tiemblan; después, se van desplomando. Los más jóvenes y las mujeres aguantan más. Cuánto más, no lo saben. Alguien pregunta la hora. Rosa mira su reloj y quiere responder, pero se da cuenta de que se le ha atascado la voz en la garganta.

Se escuchan otras frases incoherentes, deshilvanadas, jadeos y, luego, un silencio penoso.

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Las lágrimas no le brotan. Y Rosa llora un llanto seco que es más un sofoco que un alivio. Escucha un sonido de agua cantarina rodando por la roca; ahora son piedritas cayendo en un aljibe, en una superficie líquida muy cerca en sus oídos y muy lejos de su boca. En las riberas de la alucinación, en el fugaz momento en que la conciencia puede contemplar la muerte, se figura un paraíso. «Si muero esta tarde —piensa—, tal vez pueda viajar como una pompa de jabón hasta el cielo y allí voy a esperar a mamá».