image
image
image

13. María Moreno

image

I

El vuelo de Guatemala a Ecuador fue turbulento. Octubre es tiempo de huracanes en el golfo de México, y aunque Ernesto voló sobre el Pacífico, una tempestad había estirado sus tentáculos electrificando el otro lado del continente. Por la noche escampó y, desde la ventana del albergue, en un barrio alto de Quito, el chico pudo observar la ciudad que se curva como un brillante reptil en un valle largo y estrecho en el corredor de los Andes.

Al día siguiente partió en autobús para el norte del país. Viajar por la Panamericana, la misma carretera que lo había llevado en su travesía por México y Centroamérica, fue como reencontrar a una vieja amiga. Cuando llegó a Otavalo ya eran las diez de la mañana.

Los puestos de artesanos en las calzadas desbordan a las calles del centro en la célebre feria incaica. El sol, aunque está en el cenit, hoy no llega a calentar. Ernesto se compra un poncho y un sombrero para resguardarse de la helada que durante la noche bajó de los Andes.

—Te queda muy bien —le asegura la vendedora—, pareces un quichua de verdad.

Parado frente al corral de animales, alguien extiende hacia él una mano agitando tres dólares.

—¿Mi permite un foto? —le dice el hombre alto, de pelo rubión y ojos azules, en un español elemental.

—Claro, pero creo que se equivocó de modelo. Yo soy de California y estoy de paso por este lugar —responde Ernesto en inglés.

El turista, ruborizado hasta la nuca, se disculpa por el malentendido. Se guarda los dólares y, entre serio y risueño, le dice, cambiando a un inglés cargado de diptongos abiertos, que, de alguna manera, todos están de paso en este mundo.

—Cierto —admite Ernesto—, todos somos peregrinos. ¿Y de dónde viene usted?

—De Australia. Estoy con mi grupo de alpinistas y vamos a escalar el volcán Imbabura.

—¿Dónde queda ese volcán?

—Al norte de aquí. Comenzamos a subir en Esperanza, un pueblo de por aquí cerca.

—¡Qué coincidencia! Yo también estoy yendo para Esperanza.

—¿De veras? Nadie va a ese pueblito a no ser que quiera subir al volcán.

—O a no ser que sea del lugar, ¿no?

—Por supuesto —concuerda el otro.

«Y algo me dice que yo soy del lugar —piensa Ernesto—, que en este valle soleado y frío es donde voy a encontrar a los Moreno. ¡Me gustaría ser de aquí!».

El chico se siente a gusto en este pueblo industrioso de mujeres de falda y turbante oscuros, blusas bordadas y collares de perlas doradas; y de hombres de pantalón tres cuartos, poncho, alpargatas y sombrero de ala ancha. Por lo que ve, es un pueblo de comerciantes y artesanos, de músicos y lutieres, de gente afable y creativa. Bien le gustaría encontrar allí a los Moreno, encontrar su lugar en el mundo.

De allí a Esperanza le tomó una hora, contando con las varias veces que debieron parar para ceder el paso a alguna pastora que, con su rebaño de ovejas, se había adueñado de la ruta. Y por qué no. Esa tierra feraz era suya antes de que abrieran el camino de asfalto, se dice Ernesto.

Al bajar del vehículo, en una esquina del pequeño pueblo, un muchachito del lugar se acerca a los alpinistas.

—Soy guía. Me llamo José Luis —se presenta—. Si ustedes quieren subir al Imbabura, puedo llevarlos mañana tempranito.

Después de un breve regateo del precio —más por seguir la convención del lugar que por necesidad—, los australianos arreglan una excursión para el día siguiente.

—¿Y tú no quieres ir? —le pregunta el chico a Ernesto—. Es muy bonito allá arriba. Se ve todo el glaciar del volcán Cayambé.

—Yo tengo otras cosas que hacer primero en Esperanza. Dime, ¿tú conoces a alguna familia de nombre Moreno?

—Moreno, Moreno... Déjame ver —piensa el chico, enterrando los dedos en el pelo para acceder a su banco de datos—. Ah, sí, hay una viejita que vive por aquel cerro. Es viuda, vive sola.

Ernesto queda un poco decepcionado. «¿Tendrá parientes en otro pueblo?», se pregunta.

—¿Y tú me puedes llevar allá?

—Sí, te llevo. ¿Cuándo quieres ir?

—Ahora mismo.

—Bueno, deja tu mochila en mi casa si quieres, pues no la vas a necesitar. Es cerca.

El sendero pedregoso que sube la cuesta, explica José Luis con el aprendido tono de guía, es parte de la red del Gran Camino Inca que surca América desde el Ecuador hasta el norte de Chile y Argentina.

—¿Tú dijiste que esta señora podía ser pariente tuya? —pregunta el chico.

Ernesto le cuenta su historia y él asiente con la cabeza.

—Yo sé de mucha gente que se ha ido a los Estados Unidos; y muchos músicos de Otavalo. ¡Quién sabe, tal vez tu mamá se fue allá con un conjunto musical.

María Moreno, artista quichua otavaleña. ¡Eso sí que le gustaría al abuelo!

En una vuelta del sendero aparece una carreta tirada por bueyes, rechinando y cargando una enorme parva de pasto amarillo. Desde su cima, tres chicos sentados como príncipes en un trono dorado, cada quien acunando en sus brazos a una llamita, saludan a los caminantes.

Unos metros más allá, José Luis se detiene y señala para la montaña, del otro lado de una brecha.

—Allá está la casa.

La vivienda, de adobe y techo de paja, cuelga solitaria como un pendiente de oro sobre el fondo esmeralda de la ladera. Atraviesan la brecha y se encuentran frente al cerco de piedras y plantas de tuna que rodea la casa y delimita la propiedad. Del otro lado, ropa lavada está asoleándose, tendida sobre unas piedras. Más allá hay unos sembradíos.

—Aquí vive la doña... No recuerdo su nombre de pila.

El grito de una cotorra enjaulada que cuelga de un árbol anuncia la visita a los cuatro vientos: «¡Cholito! ¡Cholito! Brrr, brrr. ¡Cholito!».

Una cara de anciana se asoma por la ventana. José Luis dice algo en quichua y la mujer responde en el mismo idioma, y en unos segundos sale a la puerta. Se ha puesto un sombrero.

––––––––

image

II

Es una señora bajita y algo encorvada. O tal vez parece bajita, observa Ernesto, por lo encorvada. Se llama Alcira. El sombrero de felpa, negro, como el de un señor inglés del siglo pasado, le da un aire de dignidad y elegancia. La falda amplia, a media pierna, de lana azul, remata en una cinta roja en el dobladillo. Saliendo por debajo del sombrero inglés cuelga una trenza blanca que le llega a la cintura. La piel de la mujer es del color de la de Ernesto, pero el clima seco y ventoso de las montañas le ha dejado el rostro arrugado como un papel que ha sido abollado y estirado para nuevo uso.

Los dos indígenas, joven y vieja, siguen hablando en quichua y por fin la señora los invita a entrar. Cuando los ojos de Ernesto se ajustan a la penumbra, puede ver que la casa es apenas un cuarto, no más grande que su propia habitación en los Estados Unidos. El piso es de tierra. Ernesto nota, en un extremo, unas herramientas para trabajar el campo y un telar; y en el otro lado, un entrepiso. Una pequeña escalera de palos, con aspecto de escala de gallinero, lleva a la parte superior del entrepiso, que parece ser la alcoba de la mujer. La parte inferior es el cubículo de los animales, según comprueba Ernesto cuando, del rincón oscuro, varios conejitos salen corriendo y anunciándose con un agudo cui, cui, cui. El muchacho reconoce la especie: él los tenía en una jaula durante su infancia. Recuerda cuando los bañaba, algo que su padre nunca aprobaba:

—Se te van a morir, Ernesto. A los conejitos de la India no se los baña porque están acostumbrados a lugares secos. Son oriundos de los Andes. Frío y seco.

—¿Y por qué se llaman «de la India» entonces, o de Guinea, como en inglés?

—No tengo idea. Pero yo los he visto en las casas de los quichua cuando trabajaba en el Ecuador.

—¿Trabajaste en los Andes, papi?

—No, trabajaba en el Oriente, donde hay selva y hace calor, donde está el petróleo. Pero por ahí también hay quichua, quichua amazónicos, les dicen, y esos criaban conejitos de la India, como los tuyos.

—La señora cría cuises —explica el chico ecuatoriano—. Los vende en la feria.

Ernesto atrapa uno y lo acaricia mientras le habla a su guía, que ahora hace de traductor:

—José Luis, cuéntale a la señora mi historia, para ver si ella puede ser mi abuela.

El chico habla por unos minutos. Ernesto contiene la respiración mientras doña Alcira lo mira con curiosidad. Después, poniendo las manos callosas en el regazo, comienza a hablar largo tiempo con José Luis. Luego toma las manos de Ernesto entre las suyas, lo mira a los ojos y le dice algo que para Ernesto es absoluta jerigonza.

Según José Luis, la mujer cuenta que ella tenía una hija que se había mudado a Quito, en busca de trabajo. Y que se llamaba María. María Moreno.

Ernesto se lleva una mano al pecho y siente la antigua punzada. ¿Sería su madre?

—Dice que un día recibió noticias de la hija, que estaba esperando un bebé —continúa el traductor.

Los dos pares de ojos quichua se posan en los ojos del muchacho. Por un momento, el universo de Ernesto se detiene y ese imaginado bebé baila en sus pupilas como dos pequeñas llamitas temblorosas.

—Y dice la señora que después su hija le mandó a decir con un intermediario que se iba con su bebé para los Estados Unidos.

«¿Era yo? ¡Oh, santo cielo! ¿Era yo?», se pregunta Ernesto, pero el otro sigue su relato sin pausa:

—Por un tiempo le mandó dinero, dice, pero después no supo más de ella, hasta que recibió una carta.

Ahora es un tremendo nudo el que le cierra la garganta. ¿Su pobre madre lo había tenido a él en Quito, en un lugar sin amigos y sin familia? ¿Y se había ido solita con él a los Estados Unidos? ¿Y qué más? ¿Qué más supo de ella?

Siguen los diálogos en el otro idioma. Si esta es de verdad su abuela, piensa Ernesto, mientras los otros hablan, él la va a ayudar. Cuando trabaje y tenga dinero, le va a comprar una casa en La Esperanza, sin escaleras, con jardincito. Va a... José Luis interrumpe sus pensamientos:

—Doña Alcira me está contando que un día recibió una carta donde decía que su hija había muerto y había dejado un bebé. La carta vino de los Estados Unidos, estaba escrita en español, y un amigo se la tradujo al quichua. Todavía la tiene.

Ernesto ya había imaginado la posibilidad de que su madre hubiera muerto. Pero que se lo digan así, de boca, de repente, lo emociona otra vez. Pregunta si puede ver la carta. Lo consume el deseo de saber de su madre y al mismo tiempo anticipa el dolor de conocer algo triste de su historia. Doña Alcira percibe el nerviosismo del muchacho y le ofrece un té de hojas de coca. Eso le va a dar fuerza a su espíritu, le dice, y se va a sentir mejor.

El chico acepta y, como el fuego del brasero ya estaba encendido desde la mañana, en pocos minutos el agua hierve y la abuela echa en la vasija unas hojas de la mágica planta. Luego vierte el té en tres jarritas de aluminio y las sirve. Mientras los dos jóvenes toman unos sorbos, Miguel con gusto y Ernesto con una fruición casi religiosa, la señora se retira a un ángulo oscuro de la casita.

Los cuises andan sueltos, correteando de aquí para allá; la cotorra sigue con su monólogo —«¡cholito!, ¡cholito!»—, y los segundos pasan lentos para Ernesto. ¿Es que la abuela ha perdido la carta? ¿O no recuerda dónde la puso? ¿O es que, en su senilidad, ha inventado todo?

Cuando la mujer emerge de las sombras, lleva una pequeña caja en su mano, amarrada con una cinta que en otros tiempos fue rosada. Los dedos artríticos de la viejita se detienen en cada lazo y Ernesto se esfuerza para no arrebatársela de las manos. El papel está apergaminado y la tinta de las letras escritas a máquina ha perdido algo de color, pero las palabras todavía son legibles.

Ernesto lee en voz alta:

Señora Alcira Moreno Quipé:

Lamentamos comunicarle la defunción de su hija María Moreno ocurrida en el día de hoy. El bebé de pocas semanas que traía fue entregado al convento de esta ciudad para su cuidado. Si desea la extradición del bebé y/o del cuerpo de su hija, deberá hacer los trámites pertinentes ante el consulado de los Estados Unidos en la ciudad de Quito y hacerse cargo de los costos del traslado. Presénteles esta carta. Sin más, reciba nuestras condolencias y profunda simpatía por la pérdida de un miembro de su familia.

Wilson Freitas, MD

San Diego Medical Center

A Ernesto se le humedecen los ojos.

––––––––

image

III

Todavía le tiemblan las manos cuando devuelve la carta a la abuela.

«María Moreno, convento, San Diego. ¡Todo coincide!», razona el muchacho, mirando por la ventanita hacia el cielo inmaculado de los Andes. En el mundo ancho y profundo de su viejo anhelo aún no hay espacio para contener su agitación. «¡Entonces, esta señora de veras es mi abuelita! —piensa—. ¡Y yo soy de aquí! ¡Soy de estas montañas, del ombligo del mundo, de este suelo del gran imperio inca! ¿Y quién sabe si no soy descendiente de algún inca guerrero? ¿Alguien que luchó por su pueblo contra los invasores de España? ¡Tengo que averiguar todo eso!».

—¿Y la fecha de mi nacimiento, o de la carta? ¿A ver, a ver? ¿La dice?

Ernesto la nota enseguida, en letras bien claras, al pie de la página. Entrega la carta a José Luis, apuntando hacia la fecha, y toma el resto del té de coca de un solo trago.

—¡Ay, cholo...! —exclama José Luis—, esta carta dice 1960, ¡entonces tú ahorita tendrías treinta y cinco años!

El vuelo inca de Ernesto cae a tierra hecho pedazos.

—¿Cómo es posible tanta coincidencia? —exclama el muchacho después de un prolongado silencio.

—Pues, el nombre María es más común que la ruda —responde el guía—. El Moreno, no sé si es común... Y lo de San Diego, bueno, que yo sepa, mucha gente va para allá primero y después a las otras ciudades de los Estados Unidos. Es, como dicen, la parada obligatoria, la puerta de entrada.

Doña Alcira sirve otro té y no se habla más de la carta. Conversan, en cambio, sobre la cosecha de papas de ese año y del precio de la quínoa. Pero Ernesto aún está conmovido y quiere darle un regalo a esta viejita que ha perdido a una hija —que lleva el nombre de la madre de él— y a un nieto que quién sabe dónde estará, en el país del norte, tal vez preguntándose en este mismo momento por esa otra María Moreno.

Y quiere saber si necesita algo en especial.

—Si tú algún día puedes mandarme un par de anteojos —dice la mujer a través de su traductor—, eso me va a servir para seguir trabajando en el telar. Siempre te lo agradeceré. Mis ojos ya no ven los colores.

Ernesto promete comprarle varios, de varias graduaciones, y mandárselos sin falta.

Con un movimiento rápido, la señora atrapa un conejito de la India y le dice algo a José Luis, quien le traduce a Ernesto:

—Dice la señora que si te gusta el cui. Si quieres, te prepara uno para la cena.

Ernesto piensa que no ha escuchado bien.

—¿Cena?

—Sí. ¿No has probado el cui? Es la comida nacional. ¡Es muy sabroso y nutritivo!

—Ah, no, gracias. Le agradezco mucho, es que... ¡soy vegetariano! Bueno, no siempre... Es que... estoy a dieta.

El rostro de la viejita se ilumina con una risa sin dientes al escuchar la traducción de vegetariano y dieta —dos conceptos inimaginables para ella— y disipa la tristeza del momento.

Cuando llega la hora de despedirse, la mujer pone en manos de Ernesto un dulce que ella misma ha hecho, del fruto de la tuna, y le da una bendición en quichua. Luego le dice que lo va a recordar siempre, como a aquel nieto a quien nunca conoció.

Los muchachos se van por el camino de piedra rumbo al pueblo, mientras se sigue escuchando el «cholito-cholito» del loro hasta que están bien lejos de la casa.