I
—El tren está parando —notan los que aún están conscientes.
En efecto, el tren ya se está deteniendo, con un chirrido metálico.
¡Bang! ¡Bang! ¡Bang...! Decenas de palmas y puños aporrean frenéticos la pared y la puerta del vagón. Para algunos, este es el último esfuerzo antes de perder el conocimiento.
De repente, la puerta se abre con un estruendo y una luz cegadora que algunos creen ser la entrada del infierno. Pero no lo es, se dan cuenta, porque en el infierno hay fuego, y aquí ya se siente entrar el bendito aire del cielo.
Los que pueden se abalanzan hacia afuera dando bocanadas, como pez que busca el agua. Rosa gatea atontada hasta la salida y deja colgar la cabeza fuera del vagón. Respira hondo hasta llenarse los pulmones y, con la mente más clara, salta hacia afuera.
Es un lugar descampado, sin estación visible; otros trenes oscuros están detenidos, paralelos al suyo.
En cuestión de minutos, los más fuertes vuelven al vagón, arrastran hacia la luz a los que yacen inconscientes y los acuestan sobre el terreno pedregoso al lado de las vías. En tres viajes y asumiendo el riesgo de ser vistos, otros salen con botellas vacías y las traen llenas de agua. Poco a poco, los deshidratados se hidratan, los sofocados se oxigenan y los rostros amarillentos vuelven a tomar color.
El milagro de la resurrección, como así lo llamó alguien, los ha dejado en un extraño estado mental y casi ni registran la presencia de los curiosos que los están observando desde el techo del tren. Pasa un buen cuarto de hora antes de que caigan en la cuenta de que los tres chicos que les abrieron la puerta son parte de ese contingente mayor que ha estado viajando con ellos todo el tiempo.
El tren larga un silbato. Una oleada de susto asciende por cada pecho y se atropellan para subir cuando el corazón de La Bestia empieza a latir y las ruedas se ponen en movimiento. Esta vez, en tácito acuerdo, las puertas quedan abiertas de par en par. Los que salieron a buscar agua van a toda prisa hasta el vagón y unas manos prestas les ayudan a subir a medida que el tren acelera.
Los tres chicos aprovecharon para meterse en el vagón, como si fuera propiedad pública.
—Disculpe, don, hace mucho sol allá arriba.
—¿Quiénes son ustedes? —les preguntan.
—Los que les abrimos la puerta, don. Si no, ya estarían todos hechos fiambre aquí adentro.
—¿Y qué diablos hacen ustedes ahí arriba del tren?
—Lo mismo que ustedes, don. Estamos viajando pa’ los Estados. ¿Ustedes no están viajando pa’llá, también? Diga, ¿tiene algo de comida? No como desde hace día y medio. Y este, mi hermanito, tampoco.
El muchacho habla con esa cadencia ablanda-corazones aprendida en el infortunio. La gente los mira atónitos mientras les pasa galletas saladas. Los chicos comen con fruición y hablan entre bocados.
—Ah, ¡qué bien que se viaja aquí! Esto es primera clase.
—¿Y ustedes escucharon nuestros golpes y por eso abrieron? —pregunta otro hombre.
—Pues sí, señor. Pensamos que estos vagones estaban llenos de cereales. Nunca vienen vacíos. Por eso nos extrañó oír ruidos. ¿Y cómo consiguieron ustedes un furgón vacío?
—Pues nosotros pagamos al coyote. Él arregló todo —informa el hombre.
—Ah, ¡gente rica! Tienen plata pal’ pollero. Yo también voy a ser rico cuando llegue a los Estados.
—No, m’hijo, aquí no hay ningún rico. Yo tuve que empeñar mi casita para poder pagar por este viaje. ¿Y qué vas a hacer tú allá en el Norte?
—Lo primero, buscar a mi mamá y a mi papá, pues no los vemos desde hace seis años. Nos mandan dinero, regalos y, a veces, nos hablamos por teléfono. Y siempre prometen que van a volver, todos los años, y nunca vuelven. Cualquier día de estos se olvidan de nosotros. Por eso decidimos salir pa’llá con mi hermano.
Rosa escucha, pasmada. «¡Buscan a su padre y a su madre! ¡Mis almas gemelas! Claro, es diferente, —piensa—, mi mamá nunca se va a olvidar de mí. ¿O sí?». Una ráfaga de pánico la roza como el ala de un ave nocturna, pero enseguida trata de ahuyentar ese pensamiento dañino.
—¿Cómo te llamas? —le pregunta por fin Rosa.
—Darío. Y este es mi amigo Sergio, y este, mi hermanito Manucho. ¿Y tú?
—Rosa. Quiero decir, Eugenio.
El chico sonríe y continúa explicando:
—Mis padres no saben que yo y mi hermano estamos viajando pa’llá. Va a ser una sorpresa. Si es que conseguimos llegar esta vez. Este es nuestro quinto viaje. Siempre nos agarraban en Tapachula y nos mandaban de vuelta, antes de poder subir a este tren. Pero esta vez creo que lo vamos a conseguir.
—¿Y de dónde vienen? —pregunta una mujer.
—De Nicaragua. ¡De la gran ciudad de Managua!
—Y yo, de Guatemala —interviene el otro.
—¿Y cómo llegaron hasta aquí?
—Pues, en tren, siempre en tren de carga. Pero no en el vagón, como ustedes. Siempre arriba.
—¿Y la policía ferroviaria no los hace bajar?
—Cuando llegamos a un pueblo, antes de entrar en la estación, saltamos y corremos y corremos más rápido que el tren, por las calles de al lado. El tren siempre para unos minutos, y eso nos da tiempo de subirle otra vez a la salida del pueblo, cuando todavía anda despacito. Así, nadie nos ve. Y si nos ven, ya es tarde. ¡Ja!, no nos pueden agarrar más. ¿No es así, manito?
El hermanito no contesta. Está ya dormido con la cabeza apoyada en el regazo de una señora.
—Estos fueron nuestros angelitos salvadores —comenta la mujer—. El Señor nos los ha mandado.
—Hay que dejarlo dormir al Manucho —agrega su hermano—. Anda muy cansado. Es que yo no lo dejo dormir arriba. Es peligroso.
—¿Por qué? —pregunta Rosa.
—¿Por qué? Pues, porque te puedes caer si estás durmiendo. En los vagones tanques, uno se puede amarrar con un cinto a uno de esos fierros que hay arriba. Pero los vagones como este no tienen de dónde agarrarse.
—¿Y alguien ya se ha caído?
—Pues, sí...
La expresión del chico es ahora la de un hombrecito envejecido y triste. Todos callan. Poco después, el otro muchacho cuenta con voz casi inaudible:
—Mi amigo se cayó. El tren le pasó por encima. Le cortó una pierna.
—A veces uno se cae y no pasa nada. Otras veces cae mal, entre las ruedas —explica Darío.
La gente escucha el diálogo en silencio solemne. Los chicos continúan:
—Muchas veces hay que saltar de tren en tren, cuando todavía están en marcha, pa’ tomar la combinación correcta, porque no todos los trenes van a la frontera, ¿sabe? Pero estas vías son viejas. ¿Siente usté cómo se sacude el tren? ¿Vio que a veces un vagón se voltea pa’ la derecha y el que le sigue se voltea pa’ la izquierda? ¡No andan de acuerdo! Por eso es peligroso saltar, porque aunque uno calcule bien, a veces los vagones se juntan, otras veces se separan. ¡Son traicioneros! También a veces se descarrilan.
—¿Y alguien los socorre a los que el tren les... hiere? —pregunta alguien.
—La diócesis de Tapachula, de Arriaga, o la Casa del Inmigrante del otro lado, en Tecún Umán, según me dijeron, tienen sus hospitales donde atienden a los mutilados. A los chicos que llegan allá les llaman los angelitos caídos. Los grandes ni quieren regresar a sus casas, de mera vergüenza que les da andar sin una pierna, o sin las dos.
—Yo vi a un bato caer. El tren iba bien rápido y pasó por un lugar espeso, lleno de árboles. Nosotros nos agachamos a tiempo, pero él no. Le dio una rama en el pecho y allá fue a parar, al medio del campo. ¡Quién sabe si se salvó!
—Por eso don Sabino habló de La Bestia —alguien balbucea.
—Sí, el Tren de la Muerte, le llaman.
Los rostros mudados por el espanto asienten en silencio. Los padres y las madres se estremecen ante la imagen interna de sus propios niños.
—¿Y cuando llueve? ¿Cómo hacen allá arriba? —pregunta Rosa.
—Tenemos plásticos. Pero a nosotros nos tocó una noche de granizo. Era como que el cielo se estaba cayendo encima nuestro, como si Dios nos estuviera tirando piedras.
Varias horas después, los muchachos se despiden. Pronto van a llegar al cruce donde tendrán que hacer una combinación para enlazar con el tren que se dirige a Nogales.
—Gracias por las galletas. Y yo les aconsejo que cierren la puerta, pero dejen un palito de espacio pa’ poder abrirla otra vez. Pero no mucho, pa’ que los perros no puedan meter el hocico. La migra y la policía ferroviaria a veces traen perros —explica uno de los chicos— pa’ ver si hay algún «pollo» en los vagones.
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II
El tren disminuye la marcha. Como el tótem de observadores no ha anunciado la cercanía de un poblado o estación, no saben a qué atribuirlo. Se apartan del agujero. Los nervios están a flor de piel.
—Debe ser un punto de control —supone una voz aflautada, ahogada por el temor de una inminente catástrofe.
Sea lo que fuera, un acuerdo los comprometió a no cerrar las puertas del todo. Aun corriendo el riesgo de ser descubiertos por la policía u olfateados por sus diabólicos perros, la barra de metal está allí, intocable.
Un ladrido lejano les pone los pelos de punta.
—¿Escucharon eso?
—¿Qué? Un perro idiota nomás.
—Y perro que ladra no muerde.
—Pero delata.
—Uf, este se asusta de todo, de su propia sombra.
—¿Y si son los perros de la policía? ¿De esos pastores alemanes que olfatean desde lejos?
Son las 12:20 del mediodía y el tren ya se detuvo Una fina capa de sudor frío brota de las manos y los rostros. Los labios tiemblan en una oración silenciosa y las plegarias recrudecen.
De pronto, sin aviso, las puertas se abren con un rasguear metálico y algunos no llegan a silenciar un «¡Oh!» seco y duro, como el chillido arisco de un ave, cuando ven a contraluz la figura de un hombre uniformado.
—¡Bajen todos! —les ordena con tono imperioso.
Inmovilizados por el miedo que les recorre la espina dorsal, o tal vez por una íntima determinación de no rendirse como un rebaño de ovejas al grito de un prepotente, nadie se mueve.
—¿Qué carajo les pasa? Ah, ¿el uniforme? Es un camuflaje. Soy el socio de don Sabino. ¡Vamos, pinches flojos, muévanse! El camión los está esperando ahí nomás, en la carretera. ¿Lo ven? ¡Dense prisa!
Las risas de alivio se contagian, porque sobrevivir a una catástrofe siempre llena de gozo. La montonera de impacientes indocumentados desciende del vagón y corre hacia el lugar indicado. Es un paraje semidesértico y el riesgo de ser descubiertos los hace volar ligeros y leves como una nube de insectos.
Al poco tiempo, ya están a bordo de un moderno autobús color azul brillante. Desde las ventanillas, cincuenta rostros eufóricos observan el cambio de locomotora del tren que los condujo hasta ese punto y que ahora va a enlazar con otros ramales. Rosa saluda con una mano a los chicos menos afortunados que ella, que se preparan para saltar de un vagón a otro y continuar el viaje en el techo de otra Bestia. Su estación final es Nogales; y después, el Norte.
El vehículo sale al instante y, al poco rato de andar por avenidas suburbanas de lo que parece ser una ciudad de buen tamaño, llegan a un hotel en un lugar retirado. Sus dueños, así como los dueños de los autobuses privados, son parte de la amplia red multinacional de complicidad de funcionarios corruptos y empresarios de la mafia que trabajan en la industria de contrabandear gente.
Allí van a pasar unas horas, antes de partir hacia su próximo destino dorado.
El lugar es modesto. El piso de ladrillos del patio central así como los baños huelen a creosota. En la recepción, cambian dinero. Rosa se compra una gorra de béisbol de segunda mano, unos rollos de galletas Maris y una tarjeta telefónica.
Como siempre, la chica debe llamar dos veces: la primera, para que encuentren a su madre entre las hileras de hortalizas; y la segunda, cuando calcula que Alba ya estará al lado del teléfono, esperando su llamada.
—¡Mami, estoy en México!
—Rosa, ¡qué bueno escucharte! Estuve muy preocupada, hija. ¿Cuándo van a pasar para este lado?
—Esta noche, mami. En unas horas salimos para la frontera.
—Cuídate, Rosita.
Rosa siente la última sílaba de su nombre algo apagada; quizá un llanto suprimido la acortó.
—Y llama a la abuela, hija, hazme el favor. Yo tengo que volverme. Hay mucho trabajo hoy.
—Ahorita mismo la llamo, mamá. Le mando un abrazo grandísimo.
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III
A las tres de la tarde inician el último tramo del viaje en territorio mexicano. Se detienen en varios controles policiales y en ningún caso se los registra, lo que indica la presencia de «amigos» en esta parte de la carretera.
Ya han recorrido más de cuatro mil millas desde el lejano puerto de Guayaquil cuando alcanzan la frontera de México con Texas.
—Miren, ahí está el río Grande —explica el guía señalando a la distancia—, el que divide el país de los dichosos del país de los desdichados; véanlo frente a ustedes.
—Dios habrá estado enojado cuando hizo la división —observa alguien.
—Ah, será por eso que aquí le llamamos río Bravo —bromea el conductor.
La cita con los vehículos menores que van a cruzarlos por el puente en grupos pequeños, escondidos entre cajas de mercadería, se hizo en un campamento de inmigrantes en las afueras de la población. Todavía es de día y no vendrán antes de una hora, cuando anochezca, les informan.
—Los que necesiten ir al baño, pueden bajar. Por ahí van a encontrar una letrina —continúa el guía—. Pero vuelvan pronto. Esta es tierra de nadie.
En efecto, el lugar —fuera de todo control policial— es un punto de encuentro de la inmigración ilegal más pobre de Latinoamérica y sus coyotes y pasadores, que se amontona en la orilla sur del río Grande. Es también un foco de traficantes y criminales. Como dijo el conductor: un antro de marginales.
Rosa también se baja, pues arde de curiosidad por ver el río.
Con otros inmigrantes, la joven cruza el perímetro del campamento, circundado por un anillo de herrumbre, de carrocerías incineradas y de montañas de chatarra, y pronto se halla junto a la orilla. Le sorprende la fealdad del afamado río. El inocente azul del cielo no se refleja en el agua, como ella esperaba; y en vez de flores acuáticas y ramas con musgos y líquenes plateados, arrastran bolsitas y botellas de plástico. Tampoco está bordeado de vegetación vigorosa, sino de unos pocos álamos flacos y de varios montículos de basuras dejados por una legión de indocumentados que acampa en su ribera año tras año.
«Es un río viejo —piensa Rosa—. No es como los nuestros. Este es sucio y viejo. ¿Qué diría el maestro Romero si lo viera?», se pregunta, recordando El selvinauta que él le dio antes de partir.
La chica retorna decepcionada y, en el camino, unos niños la detienen y le piden comida. Mugrientos, zaparrastrosos y algunos con llagas mal curadas en el rostro o en las piernas, llegaron en La Bestia hace días y están esperando el momento propicio para cruzar. Rosa saca un rollo de galletas de su mochila y les reparte unas pocas.
—¿Qué te pasó en el ojo? —pregunta a uno de ellos.
—Me agarró la judicial.
—¿Y qué es eso?
—¿La judicial? Es la policía federal mexicana. A mí y a otros nos hicieron bajar del tren, nos llevaron a un monte y allí nos robaron y nos pegaron —cuenta, con la boca llena—. Me quedé sin nada, pero al menos no me metieron preso, y aquí estoy.
—Sí, andan encapuchados para que nadie sepa que son de la judicial. Pero yo les vi la placa del coche —explica otro, alargando la mano hacia el paquete.
—¿Y cómo compraste comida si no tenías más dinero? —continúa indagando la chica.
—¡Vivió del aire! —exclaman los otros, riendo.
—¡Mírale las costillas! —dice uno, levantándole la camiseta.
—¡Sacá la mano, huevón! —le grita el chico—. Tuve que bajarme en cada pueblo y pedir limosna —continúa— o afanar algunas frutas de las huertas cerca del tren.
—A mí también me peinaron los bolsillos cuando subieron al tren y después me golpearon porque tenía poco —dice el otro, mostrando los agujeros de sangre coagulada donde deberían estar los dientes—. Pero esos fueron los de la mara Salvatrucha, lo sé por los tatuajes. ¿Me das otra galleta?
—Yo ya vi a un bato que lo tiraron del tren, porque no le encontraron nada para robarle.
—Sí, está cabrón allá arriba, cuando aparecen las maras. Por eso, siempre hay que llevar palos y piedras para defenderse. ¿Tenés más galletas?
Rosa saca su segundo y último paquete, y los insta a seguir hablando. Quiere escuchar todo. Algún día el mundo va a saber de esto, se promete, pues ella lo va a contar a los cuatro vientos. La emoción la sorprende. No sabía que llevaba dentro ese potencial de rabia que la subleva. Esta noche misma va a tomar nota de todo.
—Por lo menos no nos agarró la migra mexicana, como a aquellos otros que llevaron presos —suelta uno de los chicos, alargando la mano hacia la fuente de comida, en mudo reclamo de la porción que le toca por su información.
Acaban con las galletas y el último lame el papel.
—¡Es que esos eran muy pendejos y dijeron la verdad, que eran hondureños o salvadoreños! Si hubieran dicho que eran mexicanos, seguro que los dejaban sueltos.
—¿Y van a quedar presos? —pregunta Rosa.
—Por un tiempo, nomás. Después, a los de Centroamérica los meten en un bus, de vuelta a sus países. Viajan como diez o veinte horas, no sé, pero sé que viajan llorando. Hombres, chicos, señoras. Todos lloran. Vuelven sin lana, sin haber alcanzado el Norte.
—Sí, avergonzados.
—¡Y con deudas!
—Por eso le llaman El Bus de las Lágrimas.
Rosa se pregunta cómo harán, si la pescan, para mandarla a ella de vuelta a Ecuador, que está tan lejos, más allá del océano, más allá de la línea que divide al mundo en dos mitades.
—Peor es para los que nunca llegan —dice otro, taciturno—. A mi amigo lo mató el tren. Se resbaló y la bestia se lo comió. Ese nunca jamás va a ver a su madre en los Estados Unidos.
Una nube de silenciosa tristeza ensombrece las miradas de los chicos, precoces a fuerza de miseria y desamparo.
Ya se está haciendo tarde y Rosa decide que es más prudente regresar con su grupo. Sumergida en sus pensamientos, la muchacha cruza la hilera de vehículos herrumbrados que marca el límite del campamento y se va al lugar donde ha quedado estacionado el autobús. Hay otros, pero no son de su gente. El suyo es de un azul brillante inconfundible. Y no lo ve. Cree, por un momento, que se ha equivocado de calle; pero, de hecho, hay una sola. La chica recorre de punta a punta la calle paralela al campamento y no hay ni rastro de él. Retorna al punto de partida y tampoco se topa con ninguno de sus compañeros de viaje. Se sienta a esperar a la vera del camino, paciente e inmóvil como perro que espera al dueño. Los ojos miran fijos, impertérritos, hacia el lado de la calle de donde debería venir, ya que en la otra punta es camino sin salida.
Los minutos y las horas se alargan en creciente estado de preocupación. Ve el día volverse atardecer, el atardecer transformarse en noche, y la noche tornarse en desespero. Una sombra doliente cubre el mundo cuando Rosa se da cuenta de que no van a volver, que el grupo ha desaparecido, que su autobús azul se ha ido sin ella y se ha quedado sola. La noche circundante se le hace pavorosa y el mundo se le desploma.
Un latigazo de histeria la sacude. Está al borde de un abismo oscuro e infinito, mirando hacia su centro, y siente que ese abismo la está chupando hacia abajo, a un infierno gélido y desolado. Se acerca adonde estaban los niños harapientos, corriendo y tragándose un llanto a cada paso. Pero el llanto le da convulsiones. Cae de hinojos. Nota los huesos derretidos. Siente que se ahoga, que está como girando en un aire sin oxígeno y que se va a morir allí mismo, de falta de aire, arrodillada en la tierra de nadie.