A las cinco de la tarde, Rosa y otras diecinueve almas errantes se encaminan hacia la frontera salvaje por una vereda que zigzaguea entre arbustos achaparrados.
—Tengo una recomendación —comienza el coyote—. Como ustedes son todos nuevos en esto de cruzar al Norte, les voy a contar la regla de oro, que tal vez no la conozcan: si por alguna desgracia la migra nos descubre, ¡nunca digan que viajan con un coyote! Yo soy uno más del grupo. Y no se lo olviden, por el bien de ustedes —recalca—. Y el de sus familias —agrega luego en tono de velada amenaza.
Todos asienten con la cabeza, pero se ve en sus expresiones un cierto resquemor.
Enseguida, cada uno se consagra al breve ritual de encomendarse a su protector favorito. Rosa ya escuchó el nombre de muchos santos y santas desde que salió de la chacra y no quiere arriesgarse. De la Virgen María no quiere abusar con pedidos. Además está convencida de que por encima del profuso panteón católico y el más humilde huaorani, debe haber una entidad unificadora, y a ella se dirige, sin intermediarios.
La divisa entre los dos países no es más que un alambrado desvencijado en medio de la tierra de nadie. Un cartel reza: «usa. No pasar».
El pollero pisa el alambre de púas y, con un ademán teatral, invita a sus pollos a traspasar la cerca prohibida.
Es el 20 de octubre cuando Rosa pone el pie «del otro lado» por segunda vez. Ojalá que esta vez su estadía no sea tan breve, piensa, con algo de temor.
Mira hacia adelante y hacia atrás. No hay diferencia alguna. El desierto del Norte no es nada más que la continuación del desierto del Sur, y viceversa. El mismo suelo semiárido salpicado de cactus y pastos duros, de arbustos de creosote de olor intenso, de nopales espinosos. E idénticos zopilotes surcan un mismo cielo azul impecable bajo el mismo sol que caldea la llanura.
El coyote la arma con una escoba del arbusto oloroso y comienza la marcha, y así la muchacha entra en el soñado paraíso mirando hacia atrás.
Pronto se dan cuenta de que el guía es indispensable, porque el Camino del Diablo, más que un camino, es un conjunto de senderos, algunos bien delineados y otros más difusos, que serpentean entre las rocas, subiendo y bajando colinas incoloras y formando un laberinto engañoso. ¡Quién sabe, piensan, en que páramos de soledad sin salida habrían terminado de haber decidido venir sin el coyote!
Una nube de mosquitas diminutas cada tanto flota en el aire y se mete en la nariz y en los oídos. Rosa no presta atención. El terreno varía entre arenoso y pedregoso, y donde hay piedras no necesita barrer ni caminar de espaldas. Esto le da un cierto descanso a su cuerpo y a sus ojos, y puede observar el entorno, que aún la asombra. Saguaros altos como tres o cuatro hombres; cardones de un solo tallo, como solitarios centinelas armados de pinchos; osamentas desteñidas; algún nido seco, una pluma que tiembla imperceptible en el estupor de la tarde.
—Vamos a andar hasta que se haga de noche —anuncia el coyote— y volveremos a salir un poco antes del amanecer.
El hombre dice llamarse Honorio, pero su sobrenombre es el Chueco. Rosa, que considera casi viejo a cualquier hombre mayor de treinta, lo llama señor Honorio.
Las sombras se demoran en crecer. La tarde se estira y se inclina hacia el oeste siguiendo la curva lenta del sol hasta esconderse detrás de las colinas amarillas. Esto también es nuevo para Rosa, acostumbrada a un ritmo solar más preciso. En el Ecuador el sol no se acuesta de a poquito, sino que se hunde, se cae de golpe —les explica a sus compañeros de viaje— y la noche se abalanza sin aviso encima de la gente, como si Dios apagara la luz cuando hay que ir a dormir.
El otoño se prepara para partir. Los delicados tonos pardos y rojizos de las yerbas resecas y el rojo y púrpura del cielo se deshacen unos en otros en una continuidad sin fronteras. Ahora Rosa concibe la distancia entre ella y su madre como una extensión dorada. Como en un sueño.
El aire se pone más fresco. El sol ya está del otro lado del mundo y su presencia solo se advierte por la cresta luminiscente de las colinas. El guía busca un lugar para pernoctar.
—Les recuerdo: no podemos hacer fuego, amigos, ni encender linternas —advierte el Chueco—. La migra tiene detectores de luz muy poderosos ahora.
Los caminantes consumen en silencio sus comidas enlatadas y sus galletas. Bajo un árbol pinchudo, o detrás de una piedra grande, o en una pequeña cueva, cada quien arma su nido para protegerse del frío duro de la noche y se dispone a dormir. Rosa elige un área lisa y lejos de árboles o protuberancias, para evitar las víboras. Si son como las de su chacra, es seguro que detestan los terrenos limpios. Demarca su territorio con un círculo de piedras y en el medio extiende su cobija.
Aprovechando la tenue luminosidad del cielo, la muchacha se dispone a anotar sus memorias, antes de que mañana se le escapen o interfieran con los sueños. Pues para eso se compró la libreta. Nada personal. Es un recuento de cada curva, cada saguaro que se destaca entre otros, cada piedra de forma peculiar. Y así reconstruye el trayecto desde que salieron esa tarde hasta el momento. Así hizo su gente en la jungla, desde tiempos ancestrales, y todavía hace hoy cuando salen de cacería, para saber volver. Rosa refuerza la memoria con el registro escrito. Hecho el mapeo, guarda su libreta y se acuesta.
La noche, que simplifica la forma de las cosas y aumenta el tamaño de las sombras, le hace cerrar los ojos. En segundos ya está dormida.
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II
El aire es frío y las estrellas aún brillan en un cielo límpido e inmenso. Son las cuatro de la mañana del segundo día cuando el guía despierta al grupo. Después de un breve desayuno, se ponen en marcha.
El grupo avanza y una luna encorvada flotando sobre los cerros bajos los acompaña. Una que otra osamenta reluce bajo su luz tenue.
Cuando las sombras se alzan y el cielo comienza a aclarar, puntuales periquitos, cuervos, gorriones y cenzontles sacuden las ramas de los mesquites, llenando el aire de gorjeos, y el alma de Rosa, de nostalgia.
El coyote está hablando por el celular:
—¿Y cómo está la situación por ahí, Raúl? ¡Va, pues! Entonces, vamos a tomar por un atajo. ¡Avísame si sabes de algo más! —y dirigiéndose al grupo, avisa—: Compañeros, parece que la patrulla de Yuma está detrás de esa colina. Quieren emboscarnos. ¡Pero no lo vamos a permitir! Voy a llevarlos por otro lugar menos vigilado.
El grupo se siente aliviado de contar con alguien tan experto y responsable. Valió la pena pagar lo que pagaron, y muchos resuelven perdonarlo por su impertinencia del primer día.
La proximidad de la mañana destiñe el alba y le quita los jirones rojizos.
Cerca del mediodía, cuado el sol es más intenso y la somnolencia más invencible, el coyote anuncia una hora de descanso. Cada quien busca un arbusto o piedra que le ofrezca aunque sea la sombra de una sombra.
Allí, bajo un mesquite, alguien descubre el primer bulto horrendo.
Tiene forma humana y consistencia de cuero. Los brazos rígidos en alto y los puños engarrotados, da la impresión de que la muerte lo ha sorprendido en plena pelea por la vida. Los que se animaron a acercarse se persignan y, después de una breve oración, entre dientes, apresuran el paso por ese llano que cobra peaje con la vida.
—Ya está momificado —dice el Chueco—. De esos vamos a ver varios. Hay que acostumbrarse, amigos. Ese es el precio que a veces pagan los que cruzan en el verano y se pierden, cuando la temperatura llega a los ciento treinta farengei.
—¿Y por qué no viajan durante la noche?
—Algunos lo hacen, pero el problema es no ver dónde uno pisa, no ver las serpientes que de noche salen de sus madrigueras. Hay algunos pobres desgraciados que se atropellan un cactus. Es un desmadre. Sí, la gente muere aquí. El verano pasado la migra recogió ciento treinta cuerpos.
—Pero oiga usted, compadre, ¿por qué esa gente viaja en verano, sabiendo que esto es un horno encendido? —pregunta uno que a ojos vista no es mexicano.
—Vienen para las cosechas, pues. Son aves de paso.
Por la tarde, el pollero habla otra vez por el celular y otra vez recibe malas noticias. Le avisan que una patrulla los está siguiendo. Se desvían entonces por un camino más tortuoso para despistar a los oficiales. La gente mira hacia las colinas amarillentas, con recelo, y Rosa se concentra en borrar las huellas que dejan sus compañeros sobre la superficie lunar que están atravesando.
“¡Qué suerte que han tenido con este coyote!” comentan algunos. “Aunque tiene mala honda, el desgraciado está bien conectado”, masculla otro entre dientes. ”Se ve que la patrulla está infiltrada de espías”.
Al final del segundo día ya han caminado cuarenta millas. Hoy encontraron otros esqueletos humanos, oscurecidos y encogidos bajo los matorrales. Una vez agotado el espanto de tanta visión lúgubre, los últimos fueron ignorados.
Es casi de noche, la hora en que la penumbra suaviza las aristas de las piedras y los rostros de los hombres. Algunas mujeres se desamarran el cabello y se lo peinan, y los pelos se les paran, estáticos. Rosa ya está envolviéndose en la cobija cuando el Chueco entra en su círculo.
—Dime, Eugenio, Eugenia. Al final, ¿tú eres chamaco o chamaca?
Esto la toma de sorpresa. La entonación del tipo le resulta abominable. Desviando la mirada, le dice con voz áspera:
—Soy huaorani.
—Ah, ahora ya sé que eres mujercita y no quieres decirlo, ¿no?
A la chica se le paran los pelos de bajo de la gorra, alertada por la voz empalagosa del hombre.
—Es bueno saberlo, porque vas a necesitar mi protección. ¡Mira que este mundo es peligroso! —dice el tipo, acercándose a Rosa con una estúpida sonrisa pintada en la cara.
En el momento en que osa tomar una mano de la muchacha —que bien conoce ya el rostro meloso y sonriente del peligro—, esta salta hacia atrás como un resorte. Y el jaguar que lleva dormido adentro se le despierta y muestra los colmillos. Agazapada, saca la navaja de la cintura.
—¡No se me acerque! —lanza en voz alta para que todos escuchen.
El arma brilla con resplandor cobrizo a la luz del ocaso. El hombre también se echa para atrás, sorprendido.
—Pero ¡qué es eso! ¡Quería ayudarte nomás, india salvaje! ¡Pendeja desagradecida! Métete en tu cueva. Anda. Y ustedes también. ¡Qué están mirando ahí, parados! —brama el hombre, y los mira con ojos teñidos de bilis—. ¡Y a mí no me provoquen, por el bien de ustedes, chingados!
Los otros miran azorados al tipo enardecido de cólera y el silencio se hace más turbador en la quietud del desierto.
—Y si me matan a mí, mueren todos, pues nadie sabe cómo seguir.
«Pero yo sé cómo volver», piensa Rosa, aunque no lo dice. Solo mantiene los ojos de lince clavados en los ojos del coyote y la navaja en alto, algo temblorosa. El hombre da media vuelta y, erizado de odio, le ladra a los que están mirando:
—¡Todo el mundo a dormir! ¡Y no frieguen!, ¿ah? ¡Que mañana tenemos otras dieciséis horas para andar!
Y le lanza la última mirada a la chica, como diciendo «Nomás deja que te agarre». Un tic nervioso le da un errático parpadeo y se aleja del grupo.
Rosa se envuelve en la manta y guarda la navaja, como siempre, al alcance de su mano.
El enfrentamiento la ha dejado inquieta y desvelada, y las almendras de sus ojos, luminosos en la opacidad del desierto, continúan vigilantes. No lejos de su círculo hay algo que brilla en el suelo reseco. Es un brillo espejado y de contornos dorados. Y hay más de uno. La luz ya cedió a las sombras y parecería que todos duermen. Se levanta sin hacer ruido.
Comprueba que los objetos intrigantes no son más que unas latas de sardinas que la gente dejó esparcidas por la arena. Se dispone a enterrarlas, por precaución, cuando otro brillo, algo más apagado, le llama la atención. Este objeto, suave y negro, es más interesante.
«¡Vaya! ¡Al señor coyote se le cayó su celular dentro de mi territorio! ¡Habrá sido cuando brincó para atrás!».
Se lo guarda y espera.
Ahora que la luna, ya alta, ilumina el desierto con blancura mortecina, la muchacha se aleja a una prudente distancia del grupo, allí donde las sombras se condensan.
«¡Qué suerte! Voy a llamar a mamá. Voy dejarle un mensaje aunque sea, en la oficina del patrón».
Rosa presiona el botón para encender el teléfono, como le enseñó el chofer del autobús en Guayaquil, pues piensa que está apagado para no gastar batería. Pero el botón no responde.
«¡Híjole! No enciende». Para cerciorarse de que no tenga una mala conexión, abre la tapa que cubre la batería y encuentra que en el lugar donde esta debería estar hay solo un hueco, un patético vacío.
«¡Es un pedazo de plástico! y el estúpido ha estado fingiendo que hablaba con sus colegas, pavoneándose por ahí como un gallito, para darse aires, el fanfarrón, el muy puerco, el muy tonto... ¡Entonces, eso de la patrulla era todo mentira!».
Rosa no cabe en sí de excitación por contarles a sus compañeros, pero una voz prudente le dice que se guarde esta carta para un momento más oportuno. Deja el teléfono donde lo encontró y, ahora sí, se afloja la banda elástica y se mete bajo la cobija. Y al fin se duerme, pero como un delfín: con un ojo medio abierto.
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III
El tercer día, la temperatura sube inesperadamente. Alguien tiene una radio portátil y escucha que al mediodía va a llegar a los treinta y cuatro grados. El agua comienza a ser consumida rápido. A las diez de la mañana el grupo está cruzando una zona de tierra cuarteada, cocinada a fuego lento y resquebrajada como piel de elefante. Cerca del mediodía, el sol arranca brillo a la arena y el calor se hace aplastante. La única sombra son los parches redondos proyectados por los sombreros de ala ancha, o la sombra deshilachada de algún esqueleto de animal.
Por distraerse, o por mera rabia, un muchacho patea las costillas de una osamenta aun intacta, blanqueada por el sol, y esta se desmorona con un crispado ruido de castañuelas.
Caminan durante horas y el sol lo hace con rayos de fuego junto a ellos. Rosa siente un intenso dolor en la llaga que le ha producido el elástico en el pecho. Podría quitárselo, piensa, ya que ahora todos saben que es mujer. Pero decide no hacerlo. Nunca se sabe qué puede suceder de un momento para otro. Pero, al menos, ya no se preocupa de fingir ser muchacho, porque no solo es penoso, sino cansador.
El coyote ordena parar para comer y descansar, y la gente se refugia del aire caliente a la sombra de filigrana de un mesquite, o a la más esquiva aún de un saguaro. Un moscardón verdoso ronda en la comida haciendo un sonido enervante.
—Pinche mosca, me pone los pelos de punta —suelta alguien, tratando de manotearlo, pero no termina la frase porque, en ese instante, se escucha el ruido distante, pero inconfundible, de un motor y el rumor de hélices cortando el aire.
—¡Corran! ¡Corran! ¡Escóndanse! —avisa el coyote.
En un instante, todos huyen como animales en estampida, pero en diferentes direcciones, para ocultarse bajo algún matorral, dejando esparcidas sus galletas y algunos botellones de agua. El helicóptero se acerca y, de repente, toma otra dirección, quizá hacia otra área de caza.
—Salgan, pollos, no sean gallinas —fanfarronea el coyote cuando ve que pasó el peligro—. ¡Ya no van a volver hoy por aquí estos hijos de la Malinche!
Recomienzan la caminata. Los labios se secan y se parten en estrías rojas, en inútil imitación del terreno brutal que los rodea, y el agua escasea.
Llega el atardecer, con su bendito aire fresco, y la noche, con un frío hiriente. Acercándose a las piedras que aún emanan calor, el grupo de inmigrantes observa la luminosidad de las osamentas de animales que, en la extensa negrura del desierto, largan un brillo electrizante.
—La luz mala, de las almas en pena —comentan varios.
—La luz de la fosforescencia propia de los huesos, que contienen fósforo —se anima a corregir Rosa.
—Sí, de los huesos que contienen fósforo de las almas en pena —le responden.
Ignorantes, piensa ella, entornando los ojos.
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IV
Hacia el final del cuarto día, cuando el horizonte parecía más vacío que nunca, la silueta de una casa escuálida al lado del camino se recorta sobre un cielo estriado de nubes finas y alargadas. Parece estar abandonada.
Es una tarde algo ventosa. El oro de octubre se posó sobre las hojas que cayeron de tres árboles desnudos y se amontonan en la puerta de entrada. Rosa nunca vio un remolino de hojas ocres. Recoge una y se la guarda.
El coyote les dice que allá adentro podrán cambiarse de ropa, para estar más presentables cuando lleguen a la ruta.
Con la alegría encendida en cada rostro, allá se encaminan, dejando atrás el Camino del Diablo.
—Y ahora me voy —dice el coyote, cuando ya han entrado en la casa—. La carretera está ahí nomás.
—¿Qué? ¿No nos dijo que en Sentinel nos iba a recoger su socio, y que estaba incluido en el precio? —protestan los viajeros.
—Mi socio no puede venir porque se le rompió la combi. Quiere mil dólares más para conseguir otra. Lo siento, pero me lo acaba de decir por teléfono.
Los hombres están desconcertados. Nadie tiene ese dinero. Miran al coyote y luego al piso de la casa. Está repleto de escorpiones y de colillas de cigarrillos.
—A ver, vacíen sus bolsillos, y cada uno ponga una tajada, vamos a ver cuánto pueden juntar, voy a ver qué puedo hacer por ustedes. Y tú, Eugenio, que eres el más ágil, vete detrás de esa colina y mira si no hay patrulleros a la vista. Si ves a alguien, nos silbas.
Rosa obedece. Sabe muy bien que lo del teléfono es una farsa, pero necesita pensar cómo alertar a sus compañeros sobre el fraude sin que el hombre se dé cuenta de que ha sido descubierto. El coyote se sienta en el piso del porche, saca una petaca de la mochila y se echa unos tragos, mientras los inmigrantes tratan de decidir cómo proceder.
—Los voy a dejar solos a que deliberen —dice el Chueco cuando termina su cigarrillo, lanzándoles una mirada hosca—. Vuelvo en diez minutos para ver cuánta lana juntaron. Si mi socio acepta lo que tienen, entonces los llevo para la carretera. Si no, se van ustedes solos y se buscan la manera de viajar desde Sentinel.
—¡Nos estás chantajeando!
—Las circunstancias han cambiado. No es mi culpa. Y no salgan de aquí hasta que yo regrese, que alguien los puede ver.
Con paso algo zigzagueante, el coyote se aleja de la casa y sube la colina. Del otro lado ve a Rosa de espaldas, sentada en una piedra, frente a una hondonada. Se acerca por atrás. Con el viento en contra, la chica no escucha sus pasos hasta el último momento, y cuando lo percibe, ya es tarde. Él la sujeta por la camisa.
—¡Ahorita tú y yo vamos a ajustar cuentas! —amenaza.
Le da una bofetada. Rosa se tambalea, pero él la tiene agarrada, casi levantándola en vilo. A pleno sol, un aire glacial se le mete en los huesos.
—Esta es por haber querido engañarme con tu ropita de hombre. ¡Y no saques tu arma porque yo tengo otra igual! —dice el coyote, la voz subiendo de tono.
Las hojas de los creosotes se mueven con una ráfaga de aire tórrido y polvoriento.
La chica quiere escapar, pero la mano del hombre le atenaza un brazo y le pega otra vez. La nariz le sangra.
—¡Y esta es por haberme rebajado y humillado en frente a los otros!
El viento se lleva las palabras y las deja caer detrás de la hondonada.
Rosa grita y trata de zafarse, pero sabe que no hay más un fiel amigo que venga a socorrerla, un Conde noble y fiero que le clave los colmillos en la nuca y lo deje sangrando.
—¡Desde ahora, se acabó el juego! —dice el otro, y la arroja al suelo.
Las gotas de sangre que emanan de la nariz manchan la arena. El viento zumba en los oídos.
—¡Me las vas a pagar todas juntas, india retobada!
El Chueco se le tira encima y comienza una lucha desigual. Con una mano le aprieta la cara contra el suelo arenoso y con la otra le está arrancando los pantalones. Rosa le ve las venas del cuello hinchadas y siente las gotas calientes de transpiración del hombre cayendo en su vientre desnudo. Le araña la cara pero el otro trata de cortarle la respiración.
—¡Te mato si me arañas!
Al tipo le rechinan los dientes. Le rasga las bragas de un tirón. Rosa tiene las piernas tan apretadas que ya le hormiguean. El tipo forcejea. Trata de abrirle las piernas con las dos manos y la chica, la boca libre ahora, lo muerde donde puede, dándole dentelladas de animal salvaje. El hombre la golpea otra vez en la cara. Cuando ya la tiene dominada, el viento trae el sonido de un ladrido de perro. Frenético de rabia, el tipo patea a Rosa y la hace rodar hasta dejarla desbarrancarse por la hondonada.