Ahora el Chapo, sus amigos y el gobierno tenían un pacto secreto: unificar a todo el gremio del narcotráfico por las buenas o por las malas, bajo un único mando: el del Chapo. Con ese pacto el gobierno buscaba reducir la violencia, la tasa de homicidios y controlar el negocio del narcotráfico, lo que representaría para el presidente un gobierno como ninguno.
¿Cuántas veces nos caemos los seres humanos? Si se sufre una caída, lo que cuenta es saberse levantar. Esto lo sabía muy bien el Chapo, quien tuvo que empezar de cero nuevamente. Además, con un serio problema: ningún narco confiaba en él. Se había regado el rumor de que los de la DEA y los federales lo tenían del pescuezo.
Por si fuera poco, el Chapo salió de la cárcel con el corazón partido: no podía sacarse de la cabeza a la doctora, a quien había engañado en aras de cumplir sus intereses. Lo que comenzó como una maniobra para poder escapar terminó transformándose, según él —quizá para justificarse o no quedar como un verdadero cobarde—, en amor auténtico, o al menos así se lo hizo creer el Chapo a Camila. Y lo que más le dolió fue no haber podido despedirse de ella. No pudo pedirle perdón por manipularla ni decirle que, a pesar de que el fin justifica los medios, se había enamorado de ella, que era una mujer muy especial.
Ese mismo argumento esgrimió el coronel Mendoza, jefe de la división del ejército mexicano encargada de la protección de toda la región de Sinaloa, en una conversación telefónica secreta que sostuvo con Jessica. El coronel le propuso que unieran fuerzas para capturar a quien se había convertido en un gran dolor de cabeza para ambos. Él quería aprovechar los sentimientos encontrados de Jessica: su amor y odio hacia el Chapo, las dos caras de la moneda. El yin y el yang. Jessica ponderaba la propuesta del coronel Mendoza, quien inexplicablemente conocía su secreto mejor guardado: su encuentro fortuito con el Chapo en Nueva York.
El coronel Mendoza le prestó atención, incluso le dio suficiente confianza y comprensión, lo que provocó que Jessica se abriera plenamente y se apropiara del objetivo propuesto por el coronel: capturar de nuevo, a como diera lugar, al Chapo.
Un objetivo que le daba vida a Jessica, quien intentó recoger la mayor información posible que le diera pistas seguras de dónde podría estar escondido el Chapo. Mientras pasaba la vista por fotos de las exesposas, amantes, buchonas y amigas del Chapo, le comentó que tal vez estaba en Europa o Asia, donde podría esconderse fácilmente con alguna de ellas.
El coronel descartó esa posibilidad. Según él, la vida afectiva era muy importante para un personaje como el Chapo, y era lógico que intentara recuperar el tiempo perdido. Este argumento desconcertaba a Jessica, quien aparentaba ser la más fría y calculadora de las mujeres para escuchar las hipótesis del coronel relacionadas con los posibles paraderos del Chapo: algún estado mexicano del norte o hasta en su pueblo, La Tuna, en la propia sierra de Sinaloa.
La Tuna, es el pueblo donde se criaron Guzmán y sus hermanos, todos hijos de un “ganadero”, quien según las autoridades en realidad se dedicaba a la principal industria de la zona: el cultivo y contrabando de marihuana.
Allí, el Chapo Guzmán, escaló posiciones al lado de Héctor “Güero” Palma, su amigo de infancia, con quien primero cultivó la droga, para después encargarse del traslado de la producción desde las ciudades costeras de Sinaloa hasta los Estados Unidos. En La Tuna fue también donde Jessica volvió a ver al Chapo y nunca pensó que el hombre con quien tendría una excelente amistad y había vuelto a ver en la Gran Manzana, se había convertido en un traficante de droga.
Mientras el coronel Mendoza sustentaba su hipótesis, la mente de Jessica volaba a la sierra de Sinaloa, a los días en que el Chapo la sacaba de la tristeza llevándole flores que robaba del cementerio. O cuando un día soleado la sorprendió con una banda. El cantante tuvo que alzarlo para que lo viera desde la ventana de su casa, donde Jessica escuchaba sorprendida la voz de Joaquín gritándole en disonancia que su amistad no cabía en este mundo.
En La Tuna, su lugar preferido, se escondía el Chapo protegido por su gente. Un tipo como él, una máquina de producir dólares, no dejaría de hacerlo solamente porque las autoridades llevaban más de dos años intentando capturarlo. Era cuando más necesitaba estar en movimiento, y el acuerdo al que había llegado con el gobierno se lo permitía. En ese acuerdo, la advertencia en letras chiquitas era muy clara: si se dejaba capturar, los funcionarios del gobierno lo negarían todo.
Aceptar el trabajo que le proponía el coronel Mendoza significaba para Jessica preparar un operativo de inmediato en una zona de Durango. Según ciertos informes, el Chapo se escondía entre La Tuna y ese lugar inhóspito de la geografía mexicana situado en Durango. El coronel no le había perdido la pista a ninguna de sus mujeres, en especial a Emma Coronel, una hermosa duranguense que se hizo famosa al ganar un concurso de belleza de la feria del café y la guayaba. Apenas dos años después, esta espigada miss se convertiría en la nueva compañera del Chapo Guzmán, tras separarse de su esposa Griselda, con quien había procreado cuatro hijos. También había procreado otros tres hijos con su primera esposa, Alejandrina María Salazar.
Por los últimos desplazamientos de Emma —a quien su condición de ciudadana estadounidense le permitía cruzar la frontera sin despertar sospechas—, el coronel Mendoza estaba seguro de que el Chapo se encontraba en Durango haciendo de las suyas.
La historia de Emma era muy parecida a la de otras tantas mujeres bellas que luego de ganar un concurso de belleza se vuelven objetivos amorosos de hombres poderosos. Ellas consiguen todo lo que desean —cariño, dinero, poder, fama— pero al final pagan por no haberse labrado un futuro por su propia cuenta, lo que casi siempre termina en desgracia.
Efectivamente, en La Angostura, un rancho en la remota sierra, había una escena frecuente: después de que las hélices de una avioneta se detenían, la puerta se abría para dejar ver unos pies con zapatos deportivos Nike que, por donde pasaban, dejaban su huella característica. Era la marca del Chapo, quien cargaba una metralleta, vestía jeans, camisa, gorra y lentes oscuros.
Después, por la puerta de la avioneta descendía Inés Barrera, un cincuentón con barba de candado y camisa a cuadros. Un día, el Chapo, aprovechando que estaban emparentados por ser el padre de Emma, le preguntó si le gustaría hacer algunos arreglos al rancho: “Eso si a usted no le molesta, don Inés”, le dijo. “¿Cómo me va a molestar, Joaquín? Si, como tú dices, ya somos familia”, respondió. El Chapo no estaba acostumbrado a que lo llamaran por su nombre, solo restringido a su credencial de elector; mientras caminaba entre la gente que lo saludaba, le contestó: “Para usted, querido suegro, soy el Chapo”, mientras seguía recibiendo palmadas en los hombros de un pueblo que lo admiraba. Cariños que el Chapo correspondía arreglándole el sombrero a su interlocutor o con una palmadita.
Entre la multitud que lo rodeaba, sobresalía Edgar, un joven de unos veintiún años, quien acompañado de su hermosa novia se abrazaba amorosamente con su padre mientras le contaba que los otros hermanos no habían podido asistir al pachangón que se daba por su santo. El Chapo, que conocía bien a sus hijos, no se molestó, y anunció eufóricamente que nunca más lo iban a meter a la cárcel, y menos en Durango donde la tierra lo amaba.
Sin embargo, Jessica le pisaba los talones y se preparaba en una de las bases del ejército para salir con todo el equipo y el personal especializado para un operativo exitoso. Ella le insistía a su gente que no podían regresar sin haber capturado al Chapo Guzmán, el hombre que parecía ya una leyenda.