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EL DESIERTO DE SONORA

 

 

 

Ni la sed ni el canicular sol que caía sobre la caliente arena del desierto fueron impedimentos para que Joaquín, el Chapo Guzmán, cargara junto a sus compinches, el Chino Ántrax, el Narices, el Cóndor y el Ratón, los cien bultos de veinticinco kilos de coca cada uno.

El piloto, un colombiano desfachatado, los apuraba. El Chapo no soportaba que nadie lo mandara, así que invitó cordialmente al piloto a que se sentara a hablar. Por su estatura, el Chapo no permitía que nadie le hablara fuerte y menos de pie; eso lo hacía hacer sentir vulnerable. Una vez que el colombiano se acomodó, sacó su pistola, mientras con la otra mano sostenía un refresco que bebía a sorbos con un popote. De chamaco tuvo que amenazar a su papá por lo mismo, así que no más: si le seguía gritando, le descerrajaría los tiros que fuera necesario hasta que se le pasara el calambre en el dedo.

El piloto lo siguió agrediendo con lo de su estatura, eso el Chapo no lo iba a permitir. Cuando le iba disparar, se les vino encima una andanada de balas de padre y señor mío.

El cuerpo grande del piloto le sirvió de escudo al Chapo para repeler los tiros, que venían de un risco que rodeaba el desierto. El Chapo logró ver como caía el Ratón desde su escondite. Movido por la rabia, disparó hacia un objetivo que no veía, pero dio en el blanco: el oponente, después de unos segundos, quedó frío en medio del calor. En eso sintió que tenía a alguien a sus espaldas, amenazándolo.

Era su gran enemigo, el peor de los hermanos Beltrán Leyva: Arturo, el Barbas. Con una sonrisa en la cara le dijo: “Por fin caíste, Chapo, con merca y todo”, y luego lo invitó a que se despidiera pues sería su final: moriría como un coyote corriendo por el desierto.

En el avión fantasma de la DEA, Jessica revisó en el GPS la ubicación de la aeronave que iba siguiendo y que supuestamente tenía como destino un rancho del Chapo. El ingeniero de vuelo le confirmó que eran las coordenadas donde harían el traspaso del avión a una de las trocas de Joaquín. Jessica ordenó a los miembros del ejército que la apoyaban por tierra que se acercaran, y les advirtió que lo quería vivo; el éxito de esa operación dependía de que capturaran vivo al Chapo.

En el desierto, el Chapo frente a los hermanos Beltrán Leyva intentaba convencerlos de que su tío, o sea, su mismo padrino de bodas, José Luis Beltrán Sánchez, se encargaría de cobrarles su muerte. Pero ni por ésas se la perdonaban. Lo obligaron a salir corriendo, querían un poco de diversión, no le querían hacer el favor que les pedía el Chapo de matarlo de una buena vez.

Empezaron a dispararle a los pies. Los disparos fueron interrumpidos por una llamada al radio del Chapo, quien los miraba a los ojos y les dijo que debía ser el aviso de la llegada del siguiente avión. Los hermanos Beltrán Leyva se alegraron. No esperaban semejante regalo, y tan buena que estaba saliendo la merca colombiana. Dejaron que el Chapo contestara. Era una voz masculina con tono militar: “La DEA está sobre ustedes”.

El Chapo intentó convencer a los hermanos Beltrán Leyva de huir, pero éstos no le creyeron hasta que se cercioraron de que un comando de soldados se acercaba.

Arturo, el Barbas, era de la idea de que mataran al Chapo. Alfredo dudaba. Héctor quería huir. Si mataban al Chapo, los iban a perseguir hasta capturarlos; si lo dejaban vivo, se entretendrían. Antes de escapar, le advirtieron que la próxima vez no se la perdonarían. Lo dejaron para que le respondiera al ejército. Salieron raudos en sus camionetas, mientras que Arturo, el Barbas, lo hacía en la troca cargada de coca.

El Chapo, conocedor del desierto, zorro de la arena, sabía que si salía huyendo lo iban a capturar. Decidió cavar un agujero para ocultarse; se enterró no sin antes hacer dos aberturas para respirar en las que metió los popotes del refresco que se estaba tomando mientras amenazaba al piloto, que yacía muerto en la calcinante arena.

La infantería, en constante comunicación con el avión fantasma, llegó al lugar de los hechos y se encontró con otra masacre, algo común en los desiertos de Sonora. Revisaron el lugar. Con el piloto, eran siete los muertos. Recogieron las vainillas. Doscientas treinta y cinco, y ni señas de que el Chapo estuviera entre los muertos. Jessica suspiró contrariada, pero levantó la voz para exigir una respuesta. Las labores de inteligencia y seguimiento indicaban que el Chapo estaba ahí. Después de revisar los cuerpos uno por uno, reconfirmaron la noticia: el Chapo no estaba entre ellos. Y si el Chapo no estaba entre los muertos, la pregunta obligada era: ¿dónde estaba?