XI

HIJO DE TIGRE…

 

 

 

Lo primero que hizo Joaquín después del susto pasado en el desierto de Sonora fue ir a ver a sus tres hijos mayores que había tenido en una relación tortuosa con Alejandrina, su primera esposa. Para su sorpresa, éstos se habían vuelto mafiosos. Era un dolor que cargaba en silencio, pues nunca había querido que siguieran sus mismos pasos. Su hijo mayor, César, era altanero y quería hacer lo que le viniera en gana. El otro, Jesús Alfredo, era el más tranquilo de los tres. Iván Archivaldo, conocido como el Chapito en el mundo de la mafia, por andar en el jale como su padre, era quien reiteradamente le demostraba su admiración por ser el bandido que era.

Pero lo que más le afectaba era el hecho de que Griseldita, su hija del segundo matrimonio, la niña de sus ojos, se había vuelto una “nini”: ni estudiaba ni trabajaba. La niña pensaba que, por haber nacido en cuna de oro, todo lo merecía. Se había vuelto caprichosa y rebelde, y muchos aseguraban que consumía drogas, que era una buena para nada. Sus allegados pensaban todo lo contrario: que era una niña buena que intentaba hacer las cosas al derecho para salir adelante.

Lo cierto es que en algún momento, la hija del máximo traficante de drogas del mundo entero se vio atrapada en las garras de la droga, rumbo a la perdición. El Chapo quería recuperarla, pero su hija no quería ayuda. Igual que su hermano, el Chapito, sintiéndose en algún momento superior al padre, lo confrontó y le dijo que ellos, al margen de su vida, habían conseguido bastante lana, y que ni él ni su madre ni sus hermanos necesitaban de sus limosnas.

Esas palabras eran un golpe certero al corazón del Chapo, quien, llevándose las manos a la cabeza, se preguntaba: ¿qué hice? La respuesta era simple: tomó la decisión equivocada. Estaba frente a una de las más grandes desilusiones de su vida, pues se había metido en el mundo del narcotráfico para que su familia no pasara dificultades, y ahora resultaba que sus hijos estaban más metidos que él.

Con su otra exesposa, Griselda, las cosas tampoco marchaban bien. Su situación familiar era crítica. Cada vez que se veían, que eran pocas veces, peleaban con mayor ruido, no se entendían ni se toleraban. Una noche hubo una fuerte discusión en la casa cuando Joaquín júnior, el hijo mayor, anunció que se iba para no regresar, que no resistía ver a sus padres en semejantes agarrones.

El otro hijo, Ovidio, quería seguir los pasos de su hermano mayor. El Chapo los tuvo que detener. No les iba a permitir que hicieran lo que les viniera en gana. Los amarró a una pata de la cama, para impedirles que salieran de ahí, pero los dos buscaron la manera de soltarse hasta que finalmente lo lograron.

Joaquín se fue a trabajar por su cuenta, como narco. Ovidio fue tras él, pero el padre, de tres cachetadas, que por poco su hijo le regresa, se le impuso y lo mantuvo encerrado contra su voluntad. Ovidio era rebelde, con carácter, igualito a él. Le dijo que no se metiera en su vida, que ya estaba lo bastante grandecito como para hacer lo que se le viniera en gana. El Chapo hizo hasta lo imposible para evitarlo, hasta que la situación llegó a un punto culminante: Ovidio le cantó todas sus verdades y lo mandó al diablo. Eso desarmó por completo al Chapo. Su propio hijo lo había despreciado, cuando el Chapo siempre había sido, según su forma de ver, un buen padre: les había dado lujos y excesos, como el mejor del mundo.

En la intimidad de la alcoba, Emma trató de consolarlo haciéndole comprender que los hijos tomaban el camino que se les enseñaba. Si hubiera querido que sus hijos fueran otra cosa, simplemente él debería haber sido otra cosa. Era una ironía que fuera admirado por muchos, aunque la realidad era que su familia se estaba destruyendo.

El Chapo sabía que los devaneos no eran convenientes a la hora de tomar decisiones. Le hubiera gustado confesarle a su bella esposa que una parte de él estaba cansada de andar en el filo de la navaja, pero había otra parte que, sin entenderla, lo llamaba a ser narco. Había mucha gente que dependía de él, lo que se le convertía en una responsabilidad que no podía dejar de la noche a la mañana.

Por ahora, lo importante era diseñar una estrategia para enfrentar a los Beltrán Leyva, que silenciosamente estaban dando grandes pasos para acabar con el Chapo, el cártel de Sinaloa y con cualquiera que se les atravesara en su camino para quedarse como amos y señores de la Sierra Norte de México, como aparentemente estaba sucediendo en esta tensa calma, premonición de una nueva guerra.