El Chapo, frente al dilema que significaba su decisión de colaborar con el gobierno y también seguir en el negocio, para no despertar sospechas entre las organizaciones aliadas, ofreció un delicioso asado en el jardín interior de una de sus casas en Culiacán, buscando aclarar el panorama frente a aliados y enemigos.
Los invitados eran dos clientes que venían directamente de la ciudad de Chicago, quienes observaban los peces aguja abiertos sobre la parrilla de un asador, mientras el Chapo regaba sobre la carne humeante una lata de cerveza.
Mister Strauss y mister White se burlaban de la forma peculiar que tenían los mexicanos de dar sazón a la carne. El Chapo tuvo la respuesta precisa: “Aquí no se come ni comida enlatada ni comida rápida, la hacemos con amor y con mucho sabor, y qué mejor que con una cerveza bien helada; así matamos dos pájaros de un solo tiro: se come a la vez que se toma”.
Después de las risotadas, los gringos no pudieron dejar de reconocer que la fórmula era un éxito. Y el guacamole no se quedaba atrás, cuya receta procedía de la abuela de Emma, quien advirtió que no la vendía ni la compartía ni nada.
Mister Strauss le preguntó, quitado de la pena, si tenía alguna hermana, lo cual hizo que mister White se animara a murmurar “o al menos una prima”. Era el mejor pescado con guacamole que había probado y si así cocinaba ella, cómo sería la familia. Los comentarios galantes de los invitados hicieron que Emma se sonrojara.
El Chapo sintió una ráfaga de celos e interrumpió con su característico: “¿Qué paso? ¿Qué pasó?”. Emma, conociéndolo, ripostó: “La que es linda, es linda, y lo que se tiene que decir, se tiene que decir. ¿A poco no?”.
Esa afirmación puso en alerta al Chapo, pero no era momento de arreglar cuestiones domésticas, así que pidió a sus dos clientes que pasaran a su oficina, donde los esperaban el Chino Ántrax y el Narices. En la oficina, los hombres de confianza del Chapo observaban atónitos lo que los clientes gringos habían puesto sobre el escritorio: dos kilos de cocaína como muestra del cargamento que acababan de recibir, cuya calidad no tenía nada que ver con la que ellos enviaban.
Mientras el Chapo observaba por la ventana del estudio cómo su amada esposa, alegre y vivaz, seguía asando los peces aguja, le dijo a sus clientes que su gente y su empresa no manejaban material de tan mala calidad.
“Eso es mentira”, refutó mister Strauss. Esta afirmación no le hizo ninguna gracia al Chino Ántrax, quien sacó su pistola enfurecido y le apuntó al gringo a la cabeza. El Chapo le hizo señas al Chino para que bajara la pistola: “Espérate, Chinito. Mister Strauss pagó por una mercancía, nunca le hemos quedado mal y hoy no va a ser la excepción”. Luego le ordenó a su hombre que hablara con su compadre, el Azul, para que les mandaran el doble de peso y material de primer nivel.
Mister Strauss, sabiendo que era una manera de coacción, se negó a que les dieran más peso, no tenían por qué hacerlo. El Chapo, mostrando su verdadero carácter, le respondió: “A lo mejor no tengo, pero quiero hacerlo”, y concluyó la conversación con lo que quería saber: “¿Con quién consiguieron esa merca? Porque ese material no es nuestro”. Las miradas de los gringos se cruzaron, comprendieron el motivo del asado, la cerveza en la carne, los “dos pájaros de un solo tiro” y la aparente buena voluntad del Chapo.
La respuesta de los gringos los llevó a la frontera con Chihuahua, a un paraje semidesértico, al interior de una construcción sin terminar en la cual dos empleados de los Beltrán Leyva salieron de un narcotúnel con cinco kilos de cocaína para ponerlos sobre una mesa.
Al frente de los dos hombres estaba el Chino Ántrax que sin pedir permiso abrió uno de los paquetes con una navaja suiza, lo que haría que los dos hombres sacaran sus pistolas.
El Chino dejó de abrir el paquete para mostrarles a los dos nerviosos hombres la navaja. “¿Qué pasa, compas? No me digan que le tienen miedo a esto que es con lo que me saco el pollo de las muelas”. Uno de los hombres, que lucía un gran bigote que le tapaba una cicatriz en el labio que hacía que sus palabras salieran acompañadas por un silbido molesto para los oídos del Chino, le advirtió que siempre abría los paquetes, lo cual fue respaldado por el otro hombre, quien afirmó que ésa era “medicina” del mero patrón.
El Chino Ántrax, como si no hubiera escuchado, continuó abriendo el paquete, obligando al hombre del bigote a reaccionar: “¡Te dije que no lo abrieras, cabrón!”. El Chino ripostó: “A mí no me andes gritando. Si quieres te pago todo pero a precio real, que esta harina no es del Chapo, no me quieran ver la cara de pendejo”. El otro hombre sacó su pistola para amenazar al Chino, pero al disparo lo detuvo una voz que parecía venir de ultratumba, aunque llegaba de atrás de una de las columnas. Era la voz del Chapo que decía amenazante: “Quienes se la buscaron fueron ustedes, por andar metiéndose en el jale equivocado”.
Después del Chapo salieron de atrás de otras columnas el Narices y el Cóndor, muy armados, y rodearon lentamente a los dos hombres, que lo último que esperaban era una emboscada.
El Chapo se acercó hasta la droga, con el dedo recogió un poco, la probó y posteriormente esperó unos segundos haciendo que el lugar se llenara de una inusitada tensión, que el mismo Chapo rompió advirtiéndole a los dos hombres: “Ustedes escogen: ¿averiguo y los mato?, ¿o… los mato y averiguo?”.