Entretanto, los Beltrán Leyva habían venido creciendo en sus negocios. Trabajaban intensamente en el envío de drogas, en las cobranzas, en los planes de expansión. Eran incansables, organizados y carecían de escrúpulos: a quien se atravesara en su camino lo eliminaban sin pensarlo dos veces. Pero a pesar de que les estaba yendo bien, les seguía haciendo falta el control de Nuevo Laredo, y para lograrlo sabían que tenían que quitar del medio al Chapo y a Coronel.
El Chapo, por su parte, visitaba frecuentemente a Coronel, sin que éste sospechara de sus segundas intenciones. Piedad se le insinuaba al Chapo con miradas furtivas, roces de manos, suspiros inesperados, lo que aumentaba en él el irrefrenable deseo de poseerla, cosa que era imposible en vista del excesivo control que Coronel ejercía sobre ella, hasta el grado de que nunca salía del rancho sin vigilancia.
El Chapo fue informado telefónicamente por el Chino Ántrax de que los Beltrán Leyva habían secuestrado a una tal Jessica. Los Beltrán Leyva, sabiendo que Jessica había sido la mejor amiga del Chapo en la infancia, se la habían llevado con la esperanza de acabar con él si intentaba rescatarla. Los Beltrán Leyva ignoraban que Jessica era agente de la DEA asignada a las fuerzas militares mexicanas.
Cuando la metieron en la cajuela del coche en el que la iban a trasladar, Jessica logró tragarse las credenciales que la identificaban como tal. Los Beltrán Leyva la golpearon. Estos individuos eran enfermos, sádicos, sobre todo Arturo, el mayor, quien de paso se sacó su frustración porque Jessica, cuando niña, le había hecho un desplante.
El Chapo, desesperado, llamó al Mayo Zambada en busca de ayuda. El socio le dijo que lo lamentaba, que eso no era asunto suyo. No iba a pelear por una de sus mujeres; pensando que era una de tantas, le sugirió que hiciera lo que siempre había hecho: buscarse otra. El Chapo esperaba el respaldo de su socio, pero descubrió que para algunas cosas los socios no son socios. Estaba solo. El Chapo pensaba que Jessica no merecía morir; o por lo menos, no a manos de sus enemigos. Se reunió con el Azul. Le pidió consejo para manejar la situación. Éste le aconsejó que fuera a ver a los Beltrán Leyva tan pronto se lo permitiera el tamaño de sus huevos. El Chapo se le quedó viendo fijamente y le dijo que, si de eso dependía, lo iba a hacer a su manera.
Horas después el Chapo, el Chino Ántrax y el Narices entraron clandestinamente a un rancho. Iban armados hasta los dientes. Se metieron a la casa neutralizando a los hombres de seguridad. Ya en una de las recámaras, sacaron una bolsa negra para meter cuerpos. Inmediatamente después, el Chapo llamó a Arturo, el Barbas.
Tenía en su poder a su esposa. Le dijo que se fuera despidiendo de ella si algo le había pasado a Jessica. Le propuso un trueque: Jessica por su esposa. “Ojo por ojo, diente por diente. Usted decide”, y le colgó. A Arturo, que pensaba matar al Chapo cuando fuera por Jessica, no le quedó más remedio que aceptar.
El Chapo se vistió con su mejor indumentaria —sus botas, su sombrero y un cinto piteado—, se subió a su camioneta y partió a reunirse con sus enemigos.
La situación era tensa. Se sacaron las armas, se apuntaron. Joaquín esperaba que Jessica estuviera bien, o de lo contrario la mujer del Barbas pagaría los platos rotos y habría más guerra en la que morirían todos. Esto ya era cuestión de honor. Los Beltrán Leyva sabían que el Chapo hablaba en serio. Arturo, frío y calculador, y el Chapo, neutro, se miraron de frente. Finalmente se hizo la entrega.
Arturo le exigió al Chapo que desapareciera de México, porque lo iban a buscar hasta debajo de las piedras para matarlo a él y a toda su familia. El Chapo aceptó su petición a cambio de que nunca más se metieran con su familia y sus seres queridos.
“Esto es entre nosotros, sean machos de verdad, no toquen a las mujeres ni a los niños”, les dijo el Chapo. “Pero si lo acabas de hacer, cabrón”, le respondió Arturo. “Lo hice por culpa tuya y de tus hermanos, pero no vuelve a pasar, si hacemos ese trato”, concluyó el Chapo.
Luego de que ambos bandos se comprometieron a no involucrar a las familias —promesa que, por supuesto, no cumplirían—, Alfredo le entregó a Jessica.
Jessica, insistente, le hizo nuevamente la oferta al Chapo de que se entregara a las autoridades de los Estados Unidos, que él había rechazado varias veces en el pasado. Según ella, estaban a punto de entablar en su contra una acusación mucho más grave que cualquiera que pudiera tener hasta ese momento. Joaquín tenía otros planes. Le dijo que lo sentía mucho pero que él no iría a una cárcel, y menos en el norte.
Jessica le preguntó si tenía un acuerdo con el gobierno. El Chapo la miró y, como cuando eran niños, con el dedo índice le señaló que no girándolo sobre la nariz de la mujer, quien cayó rendida ante tanta ternura que había en sus recuerdos. El Chapo, delicadamente, le dijo que se tenía que ir, que no quería que pasara más riesgos.
Jessica le confesó que nunca había tenido un amigo como él, que nunca lo olvidaría y que guardaría la esperanza de que algún día fuera diferente. El Chapo la sacó rápidamente de su ensoñación recordándole que estaban en lados opuestos. No le podía prometer nada que no fuera a cumplir. El objetivo de ella era capturarlo, y el de él, no dejarse. Él bromeó que, tal vez, ésa podría ser la amistad perfecta.
El Chapo, antes de arrepentirse por haberla rescatado, como todo buen caballero, hizo que subiera a su camioneta y la llevó hasta la puerta de la embajada de los Estados Unidos, donde le pidió al oficial de seguridad que le abriera la puerta a la señorita que era ciudadana americana. “¿Qué espera? Abra ya, no tengo todo el día”, le increpó al oficial, quien no sospechaba que estaba frente al criminal más buscado por las autoridades americanas.
En cuanto ella entró, él se marchó pensando que seguiría en el negocio y se enfrentaría a sus enemigos, ahora con más fuerza que nunca. Decidió hacer algo que tenía pendiente, y que estaba seguro le traería paz a su agitado corazón pero sobre todo a su vida.