Jessica trataba de discernir el propósito de los Beltrán Leyva mientras, en la soledad de su oficina, observaba en la plateada pantalla de su computador el mapa del norte de México definido con los límites e influencia del cártel de Sinaloa.
Conocía al dedillo sus ramificaciones y principales capos. Con el ratón dividió el organigrama del cártel de Sinaloa en dos partes: una, la influencia del Chapo al que se le veía el rostro en una pequeña foto, y la otra, la de los Beltrán Leyva: “Ellos lo quieren todo”. Esa posibilidad prendía sus alarmas: de ser así, la vida del Chapo corría peligro, desde cualquier ángulo que lo viera.
Luego de pensarlo, tomó su bolso y decidió salir. Regresó unos segundos después y apagó las luces dejando que el brillo del monitor hiciera resaltar en la oscuridad la división del Cártel de Sinaloa, y en particular la foto del Chapo.
Al prender las luces de su loft decorado con muebles prácticos estilo IKEA, con fotografías en las paredes, la mayoría de Jessica junto a su padre, tomó una de las fotos y la estrechó en su pecho para sentir, como todos los días, el compromiso que tenía con su mentor de vengar su muerte. Para hacerlo, sabía que tenía que capturar o matar al hombre que la tenía obsesionada y que por instantes conocía tan bien que la confundía, a tal punto que muchas veces pensaba que realmente, en su obsesión, se podría haber enamorado del Chapo.
Prendió el estéreo con la esperanza de que la música la alejara de los pensamientos que la atormentaban. Fue a la cocina por un vaso de agua y vio la nota que estaba adherida al refrigerador, lo que aumentó su desazón: “Te estuve esperando para cenar, Rodrigo”. Era una daga que se clavaba en su atribulado corazón, la estocada que faltaba para que el día terminara siendo uno de los peores. Había olvidado que su novio se había comprometido a cocinar.
Apesadumbrada y metida bajo las cobijas, dudando en llamarlo o intentar ver el noticiero que denunciaba cómo las bandas de narcos estaban contratando jóvenes adolescentes para perpetrar los más atroces asesinatos, esperaba conciliar el sueño cuando sonó el teléfono. Al otro lado de la línea estaba el coronel Mendoza, quien le confirmó que los estudios de ADN indicaban que se trataba de Nacho Coronel, el presunto socio del Chapo, lo que evidenciaba que el cártel de Sinaloa se estaba fraccionando.
Una noticia que, en vez de alegrarla, le recordó la necesidad de dar con su paradero y cumplirle a la agencia federal que representaba y que llevaba media vida buscándolo. Su premonición de que la vida del Chapo cada día estaba más en peligro empezaba a tomar forma, y eso la llenaba de tristeza porque, a fin de cuentas, lo prefería en la clandestinidad que muerto.
Aún trataba de que el sueño la llevara a un mundo más amable cuando volvió a sonar el teléfono. Era el Chapo. Como si fuera su motor de vida, Jessica cambió. Su voz y su mirada eran otras. El Chapo no habló mucho, solo le dijo que fuera esa noche con su gente a El Edén.