XXVI

DECISIÓN EN FAMILIA

 

 

 

En una de sus casas preferidas en la sierra, el Chapo encontraría el sosiego y la tranquilidad que necesitaba para dedicar tiempo a su familia. Decidió pasar unos días alejado del ruido de la ciudad, de los socios y de la adrenalina del negocio en compañía de Emma y de algunos de sus hijos, entre ellos Edgar, el preferido. El Chapo es un hombre sencillo, de rancho; un hombre hogareño que ama el campo. Su perfume preferido es el olor a eucalipto, el rocío de la mañana, el mejor relajante, y su mayor éxtasis consiste en cepillar a sus adorados purasangres.

A su familia le enseñaba cómo cuidar de sus caballos. Todos los días se levantaba temprano junto a su esposa e hijo para indicarles cómo se debía tratar a los equinos. Mientras Edgar cepillaba el negro azabache, que sería de su propiedad el día que se graduara de la escuela, el Chapo y Emma cepillaban a Danilo, un ejemplar color cobre, que en reposo era noble pero en competencia era el más brioso.

El Chapo estaba acostumbrado desde niño a cuidar de los animales domésticos, que ahora para él eran un lujo, pero que en su infancia representaban su fuente de ingresos, como era el caso para la mayoría de la gente del campo.

Se sentía un hombre realizado cuando le podía mostrar a su familia cómo cuidarlos. Les repetía que el cepillado se debía hacer en círculos, que, aunque no lo creyeran, el caballo es un animal muy sensible: si se ve agüitado es que uno anda mal, anda nervioso o indispuesto y eso lo percibe el animal. Si un caballo está inquieto, arisco, les advirtió con claridad y paciencia, se tranquilizará cuando ustedes estén serenos. La serenidad es una señal que el animal entenderá con respeto y confianza, concluyendo con total convencimiento que el caballo conoce por la brida del que lo guía.

Emma y Edgar, encantados con el profesor, seguían las instrucciones del Chapo, quien les llevaba la mano para mostrarles la forma correcta de cepillar el caballo hasta que éste finalmente cediera. Cuando por fin, después de mucha instrucción, lograron que los animales se tranquilizaran, la serenidad del lugar se alteró por el sonido de un celular. Edgar y Emma miraron al Chapo, quien se disculpó, ya que el ruido había asustado a los caballos.

El Chapo se retiró unos metros para recibir la llamada. Era una buena noticia. A continuación les mostró a su esposa y a su hijo la pantalla del celular en la que se veía el anuncio del arraigo y captura de Alfredo Beltrán.

Edgar fue el que más se alegró. Sabía que era una victoria de su héroe, que también era su padre. Lo felicitó. Emma, en cambio, expresó su contrariedad por alegrarse de la desgracia ajena. Para ella traía más desgracia a la vida de quienes lo hacían. El Chapo lo justificó como algo que se merecían, catalogando a los Beltrán Leyva como unos individuos sin cerebro y sin corazón. Incluso intentó hacer una broma: con la camisa rayada hasta se va a ver más cochino el suato. Eso molestó más aún a Emma, que insistió en que nadie se debe burlar del dolor ajeno.

El Chapo intentó calmar a su esposa, pero ésta pensó que esa actitud fría e insensible contra sus enemigos cualquier día la podría tener con ella. El Chapo, convencido de que una cosa eran los negocios y otra la familia, levantó la voz para decirle que si estaba en el “bisne” era precisamente porque tenía una gran familia, y eso ni ella, ni nadie se lo iban a quitar. Le pidió que no confundiera las cosas. En el negocio había leyes y una de esas leyes era que entre ellos se valía todo, pero con la familia, nada. Así que le pidió que no tuviera miedo y le prometió que a su lado ella siempre iba estar bien.

La confrontación subió de temperatura cuando Emma confesó su miedo. “¿Miedo de quién, de los Beltrán Leyva?”, preguntó el Chapo. “Miedo de ti”, le respondió Emma. “¿Miedo de mí? ¿Cómo crees? Yo no te puedo dar miedo”, siguió diciendo él. Se produjo un profundo silencio. Al final Emma anunció que se iría a la casa de sus papás. No quería estar en medio de una guerra que no había iniciado. Siempre lo apoyó en lo que el Chapo había necesitado, pero todo tiene un límite, como su vida, y no quería arriesgarse ni una pizca.

El Chapo, que añoraba la vida en familia, entendió que una decisión como la que acababa de tomar Emma significaría acabar en cierta medida con el hogar, aunque su concepto de hogar era muy precario, pues, por su condición de fugitivo, dormía en un lugar distinto y con una mujer diferente cada noche. Solo atinó a preguntarle a su hijo qué opinaba, como una forma de huir de la confrontación.

Edgar, a pesar de su juventud, era de los que creía que una mujer debe estar al lado de su hombre hasta el final. Emma le halló razón, pero aclaró que si el hombre la quería llevar a un abismo con familia y todo, la mujer tenía derecho a reaccionar, y más aún cuando no era escuchada. El Chapo entendió. Sabía que su esposa tenía razón, por eso siempre había advertido a sus enemigos que no se metieran con la familia, pero no podía garantizar que acataran tal advertencia.

El Chapo accedió a que su esposa regresara a casa de sus padres con una condición: que se llevara al Narices y a otros de sus hombres para que los cuidaran. Emma se negó tajantemente. Para ella eso sería llamar a la desgracia. Si se iban a meter con ella, seguro que lo hacían con guaruras o sin guaruras.

Aunque el Chapo no estaba de acuerdo, aceptó sus condiciones, pero había decidido que le pondría vigilancia sin que ella se diera cuenta. Pero Emma, que lo conocía mejor que nadie, le advirtió que no le fuera a poner vigilancia en secreto. El Chapo estaba molesto. Su hijo lo abrazó para decirle que, si Emma no lo acompañaba, él lo acompañaría hasta el final. El Chapo no pudo contener las lágrimas, algo que no era frecuente en él.