Los besos, caricias y palabras bonitas de Camila la noche anterior fueron el mejor revitalizante que pudo haber recibido el Chapo. Su actitud cambió del cielo a la tierra. De nuevo había recuperado el aplomo que lo caracterizaba cuando tenía que echar pa’lante el negocio.
Se reunió con sus dos hombres de confianza y acordaron echar a andar el plan, que ya tenía dándole vueltas en la cabeza hacía rato, para acabar con los hermanos Beltrán Leyva que quedaban. Al término de la reunión, sus hombres se subieron a sus trocas y se pusieron a la tarea de dar mordidas por todos los ejidos cerca de Culiacán. Incluso a unos policías volteados les entregaron radio comunicadores de alto alcance, con la promesa de que si les daban aviso de los Beltrán Leyva, les esperaba una buena recompensa. Ya todo el mundo estaba avisado, solo esperaban que los Beltrán Leyva dieran un paso en falso para echarlos de cabeza. Muchos lo hacían por respeto al Chapo y otros en espera de la jugosa recompensa.
La estrategia resultó tan buena que, en una fiesta que los hermanos Beltrán Leyva celebraban por las desgracias del Chapo, varias mujeres que se paseaban desnudas complaciendo a eufóricos hombres que continuamente inhalaban la coca dispuesta en la mesa de la sala, fueron las primeras en gritar cuando sonaron las sirenas de la policía; el efecto fue peor que el de la cocaína que habían aspirado: en menos de tres minutos abandonaron el departamento, se dirigieron a la terraza y huyeron en un pequeño helicóptero. Aunque la llegada de la policía podría parecer una casualidad, en realidad obedecía a una llamada de uno de los informantes del Chapo.
Pasando el embale en uno de sus ranchos, de acuerdo con el análisis de lo que estaba sucediendo, los hermanos Beltrán Leyva tomaron la decisión de irse cada uno a diferentes regiones del país mientras bajaba la calentura. Luego se reunirían para planear el siguiente golpe contra el Chapo, quien, estaban seguros, tenía maiceados al gobierno, a los gringos y a algunos de los suyos.
En la noche del 17 de diciembre de 2009, en Cuernavaca, Morelos, se llevó a cabo un gran operativo. El objetivo era atrapar a Arturo Beltrán Leyva, el Barbas. Era un operativo conjunto entre el ejército y la marina mexicanos. Por parte del ejército, en coordinación con sus altos mandos, quien dirigía la operación era Jessica, la oficial preferida para estos golpes.
Jessica se había reunido días atrás con el coronel Mendoza y le había pedido permiso para hablar con uno de sus informantes, quien se suponía que tenía datos de primera mano. El coronel, no muy amigo de esos encuentros sin preparación y sin esquema de seguridad, al principio se negó, pero pudo más la insistencia de Jessica, quien no quiso revelarle a su superior que se trataba de una información relacionada con Arturo Beltrán Leyva, el Barbas.
Para Jessica era una cuestión personal. Su historia con los Beltrán Leyva estaba llena de malos momentos. Cuando ella y su familia pasaban necesidades, los Beltrán Leyva, que ya daban sus primeros pasos como narcotraficantes y se levantaban el cuello presumiendo de ser los ricos del pueblo, se burlaron de ellos.
La cita se concertó en un restaurante chino de no muy buena reputación. Era de esperarse, tratándose de la clase de hombres que son los informantes. En el restaurante se le acercó un hombre que vestía de saco y corbata y le dijo que la persona que le iba a dar la información la estaba esperando en otro lugar; sugiriéndole lo acompañara. Jessica lo dudó, pero pensó: “Ya metido el codo, metida la mano”.
Unos minutos después estaba sentada en el reservado del restaurante del Hotel Lucerna, con una botella de champaña y una orquídea —una de sus flores preferidas— al frente. Esta flor le traía recuerdos: una vez, al salir de la escuela en los altos de La Tuna, el Chapo le regaló una igual, que él mismo había sembrado para ella. Su corazón de niña sintió como si le hubieran dado todas las flores del mundo. O como si todo el mundo fuera para ella.
Estaba sumida en esos pensamientos cuando apareció el Chapo. Llevaba una barba a medio crecer que lo que lo hacía ver algo diferente y unos zapatos de plataforma que lo hacían ver más alto. Jessica no pudo ocultar la alegría de verlo. Pero no le gustó que le tendieran una trampa; lo saludó y le dijo que se iba, que no le gustaba que la engañaran. El Chapo la detuvo delicadamente para convencerla de que no era una trampa, que quería darle una importante información, algo que resultaba algo mínimo, le dijo, ante la satisfacción de poder verla.
Mentira o verdad, era un halago, y así lo tomó ella. Es cierto, el Chapo jamás la engañaría —creía ella—, y con ese convencimiento se tomó una copa de champaña para brindar por el encuentro. Él levantó la copa y le dijo que estaba muy linda. Otro halago que la complació y comprendió que estaba cayendo en el fango de la vanidad. Jessica se recuperó y le dijo que fueran al grano, que le dijera la información que tenía. El Chapo respondió que le podía dar la ubicación del Barbas al día siguiente. Le dijo que la dirección estaba en la cuenta del consumo, y le recomendó que no intentara capturarlo ella sola. Tenía que hacerlo con la ayuda de otros agentes para evitar que Beltrán Leyva le hiciera daño. La podrían tomar contra ella y lo que menos quería era que le pasara algo a la chamaca que conocía desde niña y a la que lo ligaba la más linda amistad.
Verla sonreír fue la mejor paga que pudo recibir el Chapo por lo que acababa de hacer. Además de sentir que estaba haciendo lo que debía para vengar la muerte de Edgar, descubrió que Jessica era una mujer diferente a todas las que había tenido. Era una mujer coherente, sincera, entregada y, aunque fuera su enemiga, la quería como la mejor amiga que había sido en su infancia. El Chapo sentía un profundo agradecimiento por esta mujer, que en su niñez lo había salvado de morir en la pobreza.
Con Jessica, el Chapo despertaba por momentos de un sueño producto del somnífero que resultaba ser la ambición, la codicia, las ansias de riqueza y poder, el mismo sueño que tal vez compartía toda una sociedad, en la que los malos son los mismos buenos con menos oportunidades.
El Chapo se despidió de Jessica con un beso en la mejilla. Ella sabía que no era la última vez, pero que si se volvían a ver tal vez sería para detenerlo y llevarlo a la cárcel. El Chapo pensaba otra cosa.
Jessica, con la autorización del coronel Mendoza, acordó los detalles del operativo con oficiales de la marina. La detención se llevaría a cabo en un edificio de la colonia Lomas de la Selva, en Cuernavaca, lugar donde el Barbas tenía un departamento que era custodiado por tres hombres en el interior y cuatro en el estacionamiento. A éstos tuvieron que ultimarlos los del ejército, lo cual dejó libre el camino para que los de la marina entraran al piso donde el Barbas disfrutaba de los placeres de la vida en compañía de dos mujeres.
La detonación en la puerta los tomó tan de sorpresa que el Barbas apenas tuvo tiempo de ponerse los pantalones para huir. Los tres hombres que lo protegían se enfrentaron a uno de los comandos de marinos. Fueron aniquilados en diez segundos. La misma suerte corrió el Barbas, quien intentó enfrentárseles a tiros. Los marinos le descargaron cientos de balas; quedó muerto en el piso, con un ojo abierto, como si la imagen ilustrara la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente.
Arturo, el Barbas, cayó abatido frente a la puerta de su departamento, quedando completamente destruido por la fuerza de los impactos y las explosiones de las granadas que se lanzaron de parte y parte. Los Beltrán Leyva y sus sicarios lucharon hasta la muerte sin rendirse. En los bolsillos del pantalón del jefe de jefes y de sus cómplices los soldados encontraron estampas religiosas y escapularios que denotaban su fe.
Las dos mujeres y el hombre que sobrevivieron a la operación fueron presentados más tarde ante la opinión pública en una rueda de prensa.
En la habitación principal de la residencia quedó una Biblia como testigo del enfrentamiento y varios cuadros religiosos agujereados por las balas; en los armarios, ropa de marca sin estrenar que aún conservaba las etiquetas de compra en lujosas tiendas de la capital del sol. El cadáver de Arturo fue expuesto a la prensa ensangrentado y tapizado con fajos de dólares, que confirmaban no solamente el poder que siempre ostentó el delincuente, sino la sevicia de la que fue objeto al final del enfrentamiento.
Jessica y los agentes de la Procuraduría General de la República temían represalias, y no estaban lejos de confirmar que eso pasaría. A fin de cuentas, en el mundo de la mafia pagan justos por pecadores. Los agentes que participaron en el operativo y mataron a Arturo Beltrán Leyva tendrían que pagar con más sangre su muerte. Así es el mundo de la mafia.