XXXVIII

FORBES

 

 

 

El general Mendoza llegó al edificio de la Procuraduría General de la República, subió las interminables escaleras y entró a una oficina que se diferenciaba del resto del edificio por su limpieza y organización. Los archivos estaban perfectamente organizados, un par de relucientes reconocimientos colgaban en las paredes y el escritorio se veía perfectamente cuidado. En esa oficina lo aguardaba un importante miembro de gobierno a la espera de la llegada del general. A puerta cerrada celebran la ansiada reunión.

Un alto funcionario del gobierno de turno le reveló a Mendoza el acuerdo que tuvieron en el pasado con el Chapo, del que, supuestamente, el general no tenía conocimiento. Le contó que dejar que el Chapo se fugara de la cárcel de forma tan simple fue un compromiso adquirido con gobiernos anteriores, bajo el entendimiento de que les entregaría a grandes narcotraficantes.

Pero el Chapo solamente había entregado a dos de los hermanos Beltrán Leyva; algo útil, pero no equiparable al poder y el dinero que había logrado acumular desde que había recuperado su libertad.

El alto funcionario del gobierno sacó una revista de su escritorio y la tiró encima dejando a la vista una doble página específica. Era la edición de marzo de 2010 de la revista Forbes, donde resaltaba el titular de uno de sus artículos centrales: “Chapo Guzmán, el número 701 entre los hombres más ricos del mundo”.

El artículo causó revuelo no solo en los estamentos oficiales, sino también en la ciudadanía en general. Para algunos era motivo de admiración y celebración y otros lo rechazaban rotundamente, convencidos de que no había solución en México: el narcotráfico era el poder.

Por esas peculiaridades de la política, el alto funcionario le dio la orden al general Mendoza de investigar por qué una revista internacional estaba haciendo quedar en ridículo al gobierno mexicano, que permitía que los delincuentes ocuparan portadas y que en sus páginas interiores exhibieran inmensas fortunas que ubicaban a sus poseedores en el grupo privilegiado que representa menos del cinco por ciento de la población mundial.

El general Mendoza instruyó a su equipo, liderado por Jessica para indagar cómo era posible que los gringos, que no tienen la responsabilidad que tienen ellos, se enteraran de la fortuna del Chapo, cuando ni siquiera el ejército puede dar con el paradero de ese personaje. Para cumplir con ese objetivo, Jessica viajó a Washington y Nueva York. Ese viaje sería el inicio de una implacable cacería para acabar con el hombre que había destruido la vida de mucha gente y muchos hogares, ufanándose de estar en la lista de los hombres más ricos del planeta. Aterrizó en el aeropuerto Dulles. Al salir a la calle sintió la ciudad de Washington más fría que nunca. Subió a un taxi que la llevó hasta un edificio cerca de la Casa Blanca. Allí se reunió con militares y civiles del gobierno americano, a quienes les hizo una exposición que sabía de memoria. Proyectó sobre una pantalla el organigrama del narcotráfico en México, en el que sobresalían nombres como los del Chapo Guzmán, el Mayo Zambada, el Azul, los temidos Zetas y el remanente de los Beltrán Leyva. Les informó cómo están divididos los cárteles, las nuevas alianzas, su modus operandi y la gran influencia que tienen sobre las autoridades. Su conclusión era que, más que perseguir a la organización criminal, el esfuerzo de ambos gobiernos, el de los Estados Unidos y el de México, se debía centrar en una nueva estrategia: atacar a los cárteles como entidades empresariales. Una conclusión a la que Jessica llegaría luego de recordar cómo fueron los inicios el Chapo y como comenzó el narcotráfico en su región.

Había comenzado como una estrategia de guerra. Cuando Hitler cerró la entrada de opio por Marruecos para aliviar a los heridos de guerra, en México, con apoyo del gobierno mexicano, se hicieron acuerdos para sembrar adormidera y marihuana. El lugar ideal era el Triángulo Dorado, por su clima, la altura y el entorno. Al término de la Segunda Guerra Mundial, esas plantas dejaron de cultivarse oficialmente, sin embargo, muchos campesinos continuaron la práctica, marcando así el inicio formal de una empresa criminal.

Jessica, sabiendo que lo que más le duele a los narcos es el bolsillo, propuso su estrategia. Primero, quitarles el poder económico, para luego atacarlos con todo su poder militar.

 

De Washington Jessica viajó a Nueva York para entrevistarse con representantes de la revista Forbes. Aterrizó en el aeropuerto LaGuardia y a continuación se dirigió a las oficinas de la revista en la Quinta Avenida. Allí la recibió Alexa, una típica chava Ivy League que vestía impecablemente. Jessica fue al grano: quería saber cómo calculaban la fortuna de los personajes que incluían en su revista. Alexa le informó amablemente que, amparada en la quinta enmienda, no estaba obligada a darle esa información. Jessica —enfática y muy decidida— le aclaró que no necesitaba nombres, sino conocer el procedimiento. Alexa lo pensó por unos momentos pero accedió a darle la información que necesitaba. Le explicó que primero hacían el inventario de bienes comprables como propiedades, terrenos y obras de arte. Luego consideraban las acciones que cotizan en la bolsa un mes antes de la publicación. En el caso del Chapo, que es lo que le interesaba a Jessica, Alexa le explicó que hacen una inferencia estadística, respuesta que no le satisfizo. Ella necesitaba que le explicara cómo habían sabido qué propiedades tenía el Chapo, pero su interlocutora se negó a responder amparándose, nuevamente, en la quinta enmienda. Jessica, ofendida, dio un manotazo en el escritorio y le advirtió que si era necesario obtener una orden judicial, lo haría. “¿Y de qué nos podrían acusar?”, preguntó Alexa, “¿de hacer periodismo?”.

Jessica pensó que tenía que controlar su irritación si quería lograr el objetivo que perseguía. Alexa colaboró mostrándole los documentos que habían utilizado para escribir ese artículo; no podía ayudarle más. Jessica los ojeó; se dio cuenta de que esos archivos no le darían la información que buscaba y urdió otra estratagema. Le pidió a una asistente que trabajaba en una computadora de la revista que le consiguiera un café descafeinado con algo de leche sin lactosa. Tras la salida de la asistente, comprobó que no hubiera cámaras y metió una USB en la computadora para bajar el software especial que vacía la información de la red de Forbes. Jessica entregó la USB para que la descifraran a Gibrán y Raúl, de la agencia de seguridad nacional conocida como Homeland, quienes le revelaron que la mayor información había sido obtenida del blog que dirigía Salvador Aquino.

Tras algunas investigaciones, lograron ubicar a Salvador Aquino, quien aceptó hablar con Jessica con la condición de que la dejaran en medio del desierto de Sonora, con la cara cubierta. La exigencia era bastante descabellada, pero con tal de lograr su cometido, la habilidosa agente aceptó.

Después de dos horas de estar bajo un intenso sol canicular que mermaba sus fuerzas, un auto se estacionó al lado de Jessica. Del coche bajó un tipo que se dirigió hacia ella. La respiración de Jessica aumentaba de intensidad, pero sabía que tenía que controlar cada uno de sus movimientos. Cuando sintió que el hombre estaba demasiado cerca, se le fue encima cayendo a la arena donde, después de dar botes, el tipo le quitó la bolsa de la cabeza. El hombre se le presentó como Salvador Aquino; llevaba lentes oscuros, aparentaba unos cincuenta años, de tez bronceada y golpeado por la vida.

“Eres más guapa que en las fotos en Internet”, le dijo. Jessica lo frenó: ése no era el trato. Si quieres saber del Chapo, yo decido qué es y qué no es parte del trato, le advirtió Salvador, después de darle la mano para ayudarla a levantarse. A continuación le preguntó si le había traído su refresco, su ron y sus cigarros Raleigh sin filtro.

Después de viajar una hora en la vieja y oxidada camioneta de Salvador, llegaron a Badiraguato. Salvador le explicó que si no fuera por el Chapo, ese pueblo no existiría en el mapa. Jessica, que sentía vivir de nuevo su niñez, le ocultó que era de la región. También le ocultó que los primeros años de su vida los pasó al lado de quien es hoy el centro de su conversación y que daría lo que fuera por tenerlo frente a frente.

Reconoció la esquina donde el Chapo vendía naranjas. Recordó que las mejores las reservaba para ella. Le pidió a Salvador que se detuviera un momento. Se bajó de la camioneta y percibió el aroma que llenó su alma de regocijo desde la primera inhalación. Supo que ése era el olor, la tranquilidad y el ambiente que quería para su vida, que se había desviado cuando sus papás decidieron llevarla a los Estados Unidos. La sensación que le producía el contacto con su tierra no la cambiaba por nada, pero Salvador la regresó a la realidad pidiéndole que continuaran.

Al pasar por la plaza central de Badiraguato, Salvador empezó a contarle a Jessica lo que ella sabía mejor que nadie: que el Chapo había comenzado trasportando marihuana y que José Luis Beltrán Sánchez lo había reclutado para el negocio al ver que era listo. Se detuvieron frente a un letrero en el que se leía Avenida Joaquín Guzmán Loera. Eso no le extrañó a Jessica: sabía que la gente en ese pueblo amaba al Chapo, algo que se podía comprobar con solo visitar la iglesia, donde gente de Durango, Baja California, Chihuahua y Sonora ponían altares con milagritos para que nada le pasara al Chapo, así fuera uno de los peores delincuentes.

Salvador no ahorró palabras para explicarle que el Chapo le ha dado a la gente lo que el gobierno no ha cumplido. Él tiene sus leyes, sus impuestos, pero provee trabajo y hasta tiene programas de ayuda social. “Si quieres saber cuánto dinero tiene el Chapo, es sencillo”, le dijo. “¿Cuánto puede costar una esperanza para miles o millones de personas? Eso nadie lo sabe, ni la revista Forbes, que según sus propias reglas y criterios dice que lo sabe todo”.

Era otra de esas verdades que Jessica no podía rebatir pero que por lo mismo no pueden terminar siendo una verdad de a puño. Si el problema es la dejadez del gobierno por estarse repartiendo entre ellos el botín de la política, entonces hay que cambiar los gobiernos, pero eso va más allá, tal vez sea la cultura, le dijo Salvador. Acto seguido la invitó a un bar de Sinaloa con la intención de revelarle lo que quería saber, pero para eso tuvo que bailar música norteña, que a Salvador le cayó como anillo al dedo.

Mientras bailaban, para despistar a los comensales, Salvador le explicó a Jessica cómo fue que el Chapo hizo del narco un negocio transnacional. Lo primero que hizo fue contratar a los cárteles de la zona para evitarse peleas y para que abrieran las rutas en Centroamérica. Mientras que la mayoría de los mexicanos se hacían de mercancía en Colombia, el Chapo buscó otros proveedores al observar que la cosa política entre las guerrillas colombianas y el presidente de turno estaba bien difícil. Así que se dirigió a otros países con mejores condiciones políticas, sin importarle que fueran de izquierda o de derecha. A la hora de la hora, hasta el más derecho se tuerce con el dinero, que no entiende de derechas ni de izquierdas.

El Chapo tuvo otra visión. Como a mayor distancia recorrida el valor de la coca sube, lo que en los Estados Unidos se puede mercadear en veinte mil dólares, en Australia puede valer doscientos cincuenta mil, así que asoció a las bandas rivales para abrir con ellas nuevos mercados, con menos competencia. Pero se cuidó de dejar algunas bandas rivales sueltas: cuando hay pequeñas guerras, el precio sube en el mercado, una estrategia que los mismos americanos saben que trae buenos resultados.

Con ese poder, quién podría detener al Chapo, se preguntó Jessica.

Para Salvador era una realidad. Desde que bajó la competencia entre los cárteles, no había habido político, empresario o capo que le pusiera límites. “Todos trabajamos para él. Los adictos que le compran, los políticos que él coloca dizque para que lo combatan, las empresas que hacen lavado, las constructoras que contrata para los pueblos, los gruperos que tocan en sus pachangas, los periodistas que le hacen promoción, los escritores que publican artículos sobre él a diestra y siniestra y los que lo critican, los cuerpos de seguridad y todas las agencias federales de tu gobierno o del mío que lo persiguen están en su nómina. Hasta tú”, concluyó Salvador.

Era un panorama desolador y triste para Jessica, quien se resistía a creer que estaba ante un monstruo. Lo conocía y sabía que el Chapo sería capaz de sacar una empresa adelante, pero tanto como dominar todo un país con prebendas, sobornos, manipulaciones, compra de conciencias, asesinatos y masacres le parecía demasiado, y dudaba más aún de que todas las personas tuvieran un precio, como afirmaba Salvador.

De cierta manera, prefería guardar la esperanza, esa que sentía cuando recordaba al Chapo como un niño vivaz, sincero y amable. Estaba convencida de ser la única que conocía su alma, el alma de un campesino que ama la tierra. Pero estaba su presente con la obsesión por capturarlo, por hacer un buen trabajo diseñando una estrategia que le permitiera poner al Chapo tras las rejas para, así, poder organizar su vida.

Estudiando la información conseguida en Nueva York en Forbes, Jessica trataba de descifrar los pasos del Chapo para hacer crecer sus empresas. A partir de ese concienzudo estudio se le ocurrió un plan estratégico para obligarlo a dar pasos equivocados, evidenciándose, para darle seguimiento a sus movimientos y capturarlo. Todo gracias a la publicación de Forbes.