XLI

OBSESIÓN

 

 

 

Los cuadros colgados en la pared, con paisajes de senderos que no tienen fin, de caminos que llevan a alguna parte pero que no se sabe en qué lugar terminan, estaban puestos de tal manera que realzaban los diplomas en los que se leía la universidad y el título conferido a la persona sentada frente a Jessica. La psiquiatra le pidió que recordara lo que no quería recordar: la decisión que tomó cuando estuvo frente al Chapo. Una decisión que la llevó a experimentar sueños recurrentes cargados de culpa con Smith. Soñaba cómo el licenciado, con la cabeza en la mano, le decía que le habían puesto una bomba pero no estaba muerto.

El aspecto de Jessica era sobrecogedor: mal vestida, ojerosa, descuidada, sentada en un sillón frente a la psiquiatra militar, quien tomaba notas. Intentaba entender qué le pasaba y por qué tenía esos sueños recurrentes.

La psiquiatra le explicó los efectos traumáticos de los operativos no exitosos y le dijo que superaría la situación aumentando la dosis de Cymbalta y Kriadex. Cuando Jessica abandonó el consultorio, la psiquiatra redactó el informe para sus superiores.

Los medicamentos influían en la conducta de Jessica, quien hablaba en las reuniones con sus compañeros de una manera no acostumbrada y les decía verdades que antes no les hubiera dicho, como cuando les pidió que recordaran a quién estaban persiguiendo. Gibrán y Raúl, estupefactos, contestaron al unísono la pregunta cuya respuesta era obvia: “¡Al Chapo!”. “Creo que nos perseguimos a nosotros mismos”, dijo Jessica y continuó, “perseguimos nuestros propios intereses, a nuestros gobiernos corruptos, nuestras irresponsabilidades…”. Las palabras de Jessica dejaron a sus compañeros atónitos, ante las que solo tenían una respuesta: si así fuera, sería más fácil.

Por efecto de los antidepresivos, Jessica hablaba lentamente, pero insistía en que mientras no se dieran cuenta de que eran parte del problema, nunca capturarían al Chapo. Sus compañeros no pudieron más que guardar silencio, con lo que se dio por terminada la reunión.

Jessica estaba en la soledad de su oficina pensando en lo que había dicho, cuando recibió una llamada del general Mendoza para comunicarle que tenía información muy importante del FBI: en un hospital de California, una persona se había registrado con un nombre falso y las autoridades sospechaban que se trataba de Emma, la esposa del Chapo, que había viajado a los Estados Unidos para dar a luz. Jessica solicitó organizar un operativo, segura de que allí estaría Joaquín, pero el general Mendoza le recordó que no tenía esa jurisdicción por estar de baja temporal mientras concluía su tratamiento psiquiátrico. Era una respuesta inesperada, pero ella ripostó que el hecho de estar dada de baja no era impedimento para que le dijera que la captura del Chapo había llegado a un punto más lejano que un cargo y una jurisdicción.

Con esa convicción, Jessica llegó al Hospital Antelope Valley de Los Ángeles. Con las precauciones necesarias logró entrar al pasillo donde estaba la paciente que se suponía era Emma. Le extrañó que todo estuviera normal; solamente había dos hombres de traje que hablan con una doctora. Supuso que eran de seguridad. Se asomó a una habitación donde había un cunero. Miró a los bebés como si quisiera fueran suyos, mientras se preguntaba cómo un personaje como el Chapo, tan desalmado, podía hacer cosas tan bellas. Buscó la habitación 713 donde se suponía que estaba Emma. Lo decidió antes de entrar: “Sí está aquí, no dudaré ni un segundo en capturarlo”. Cargó su pistola.

Emma estaba recostada tratando de dar buena cuenta del desayuno que le había dejado una enfermera que salía cuando Jessica entró. Emma le preguntó quién era. Tras verla cerrar la puerta y correr a la ventana para ubicar el lugar donde estaba, la recién parida entendió de quién se trataba. Ante la pregunta de Jessica, prefirió callar. La agente de la DEA quería saber si estaba en el triángulo dorado, en Culiacán o tal vez por ahí, muy cerca para ver a sus hijas. Le propuso aprovechar la oportunidad de trabajar con ellos prometiéndole protegerla, junto a sus hijas.

Emma, indignada, defendió a su esposo: era el padre de sus hijas y jamás lo delataría. Un duro golpe para Jessica quien, precisamente, no había logrado tener una familia y su vida se le estaba yendo entre el trabajo y una gran soledad, pensando que tal vez la felicidad que buscaba no se encontraba fuera de ella. Cuando Emma le repitió que estaba dispuesta a dar la vida por el Chapo, entendió que era la reacción lógica de cualquier mujer en esa situación, pero ella estaba del otro lado de la línea, lo que la obligaba a recapacitar y enfocarse en el objetivo de capturar al Chapo.

Jessica insistió tratando de convencer a Emma para que delatara al Chapo. Emma, más indignada aún, le exigió que se largara. “Mi marido no tiene un pelo de delincuente”, le dijo, “delincuentes son los que trabajan contigo o para quienes tú trabajas; tus jefes son iguales o peores que Joaquín. La única diferencia es que ellos usan saco o uniforme”.

Jessica entendió por qué el Chapo se casó con Emma: ¡era igual a ella! En esa situación hubiera hecho lo mismo y utilizado idénticas palabras. Para Jessica, el Chapo en el fondo era un ser humano con dos almas, una negra y la otra blanca. La blanca pertenecía a un excelente amigo al que desgraciadamente tenía que capturar; la negra, a un ser sanguinario y temido. Para concluir, Jessica advirtió a Emma: “Aprovéchelo, cuando lo vea, porque yo misma me encargaré de que no lo vuelva a hacer en mucho tiempo”.

La confrontación con Emma puso a Jessica en una encrucijada. Al regresar a casa llamó al general Mendoza para pedirle una licencia: necesitaba poner en orden sus ideas antes de enloquecer. En el fondo lo que realmente quería era concentrarse en el Chapo; sabía que su captura dependía de los vacíos que fuera dejando en su veloz ruta hacía el poder y la riqueza. Con su objetivo definido, Jessica convirtió su departamento en centro de operaciones. Cubrió las paredes con fotos del Chapo: de joven, de cuando era unos años mayor, de reo, con atuendo norteño, con cantantes gruperos, con políticos, con bigote, sin bigote. También pegó en las paredes recortes e información de periódicos y revistas. Su obsesión era más fuerte cada día. O más que en una obsesión, la captura del Chapo se convirtió en la búsqueda de su libertad. La situación llegó al punto en que pasó días sin bañarse, despeinada y sin arreglar, concentrada, dibujando estrategias, posibles puntos de fuga y escondites.

En medio de tanta locura, recibió una llamada del general Mendoza que la hizo cambiar de actitud. Fue al clóset, escogió su mejor vestido, se acicaló como en sus buenos tiempos. Antes de salir, se miró en el espejo, convencida de que estaba más linda que nunca.

Las luces de la ciudad iluminaban con tonalidades amarillas las edificaciones. Jessica revisó una dirección en el celular y levantó la mano para detener un taxi. Un viejo modelo de Tsuru se detuvo. Subió al taxi y le indicó al taxista que se dirigiera hacia la gran ciudad.

El taxi dejó a Jessica frente a un restaurante de aspecto agradable, cómodo y nada ostentoso. Tras ocupar una mesa, le pidió al mesero que le llevara un tequila. Trató de controlar los nervios. Ubicó a las personas que la rodeaban, buscando a quien podría estar vigilándola. Intentó encontrar algún detalle, algo que le diera una pista. La calma del lugar fue interrumpida por la llegada del Chino Ántrax acompañado por tres hombres más; con voz grave y casi a gritos, llamó la atención de los comensales para informarles que en pocos momentos llegaría su patrón. Les pidió que permanecieran en sus lugares: nadie podría salir o entrar tras el arribo. Les exigió, con buenos modales, que entregaran sus celulares a sus compañeros, quienes se los devolverían a la salida.

Los comensales reaccionaron con miedo. En silencio, entregaron los celulares a uno de los hombres que los recogió en una canasta. Una vez terminada la tarea, el Chino les anunció que no se preocuparan por la cuenta: “El patrón pone hasta para la propina”, concluyó.

El Chapo apareció por la puerta principal acompañado de sus pistoleros, que eran dirigidos por el Narices. Caminó entre las mesas saludando a los comensales, comentándole a algunos: “Sigan, la comida fría no es buena”.

Como si fuera una primera cita con un enamorado, Jessica temblaba de nervios al saber que el objeto de su búsqueda estaba frente a sus narices. Pero lo que más la inquietaba era no poder hacer nada. Era como si no tuviera voluntad. Su obsesión perdía sentido y dejaba salir a la superficie todas las emociones experimentadas por ese hombre que, tal vez sin quererlo, le estaba destruyendo la vida.

El Chapo se sentó frente a ella e inició la conversación con una pregunta: “¿Cómo viste a mi esposa?”. Jessica le restó importancia a la pregunta, no sabía si por rabia o por estrategia, y lo conminó a entregarse: “Entrégate, no puedes seguir huyendo; te buscan en muchos países por diferentes delitos, sin contar con que tus rivales quieren tu cabeza a cualquier precio”.

Con la tranquilidad que le transmitía Jessica, le respondió que no quería hablar del tema sino de los dos. Su confianza era tan grande que ni siquiera cargaba pistola, a diferencia de ella. Jessica le recomendó que no abusara de su suerte. El Chapo se acercó y, tomándole la mano, le susurró que no se esforzara: ambos podían morir en ese instante y el negocio de la droga seguiría, no lo detendría ni Dios padre.

Una verdad como puño porque son muchos los capos que han muerto o están presos desde que comenzó el negocio del tráfico de drogas y, como si fuera algo independiente a la condición humana, es un negocio que sigue su camino en ascenso logrando que a sus filas lleguen cada día más adeptos, desde matones y mandos medios hasta capos y políticos. También caía en sus dominios gente “honrada” movida por la ambición.

Jessica lo sabía y lo entendía, pero no significaba que todos los seres humanos lo aceptaran y, mucho menos, se incorporaran al negocio en alguno de sus puntos. Creía en los principios que le había inculcado su padre. Aspiró profundo y le dijo: “Hablando de mi padre, quiero que me contestes honestamente. ¿Es verdad lo que dicen los Beltrán Leyva?, ¿que tú lo mataste?”.

El Chapo, furioso, le respondió lo que siempre había sostenido: que él no lo había hecho. Le pidió que, en vez de estar persiguiéndolo, averiguara; le sugirió ir a los archivos y leer con toda atención cómo se había desarrollado el operativo en el que murió don Rafael.

Según las informaciones que ella tenía, y que provenían de la versión oficial, su papá había muerto en un cruce de disparos con una banda de gomeros. El Chapo se mostró incrédulo, lo que llevó a que Jessica pidiera desesperada: “¡Si no sucedió así, dime cómo fue!”.

Él le dijo que la investigadora era ella, y puso algo en claro: la quiso siendo niño y la recordó por muchos años, disfrutó encontrarla de nuevo en la Gran Manzana, pero sus realidades eran muy diferentes. La vida y el destino se habían encargado de separarlos y así sería hasta el último de sus días.

El Chapo, sabiendo que Jessica no le aceptaría nada de lo que él quisiera ofrecerle, le pidió que no se fuera sin probar el aguachile que preparaban allí, que era muy bueno. Para cerrar con broche de oro, se acercó y le susurró al oído: “Hueles como hierba fresca justo cuando la cubre el rocío de la mañana. Estás muy linda”. Le dio un beso en la mejilla al tiempo que se disculpó, hizo una señal y salió con su gente del sitio ante la mirada sorprendida de la agente de la DEA, que había quedado peor de lo que estaba al comienzo. A fin de cuentas, ese era y había sido Joaquín: un hombre que con su encanto cautivaba a todas las mujeres que pasaban por su lado. Quizá por amor, quizá por pasión, quizá por miedo, por compasión, por dinero o comodidad, lo cierto era que las tenía a todas, pero ninguna lo tenía a él.

De la misma forma que llegó, el Chapo desapareció. Jessica se quedó con más preguntas que respuestas. Con una impotencia enorme al no poder hacer nada, y con la certeza de que la muerte de su padre no sucedió como había creído. No tuvo otra opción que ir al baño a echarse agua en la cara para apaciguar los nervios, la angustia y el sinsabor que sentía por Joaquín, quien la dejó con una nueva incógnita.