Los esfuerzos que hacía Jessica para llevar una prometedora y ascendente carrera no pudieron contra su peor enemigo: ella misma. Las vivencias de una excelente amistad en su niñez con el Chapo habían logrado desarmar esa fachada de mujer dura e inteligente. Haber aceptado la cita fue el peor error que pudo haber cometido. Creyó estúpidamente que podría convencer al Chapo de hacer lo que ella creía que era lo mejor: entregarse.
Subestimando las estrategias, la tecnología, los seguimientos y todos los juguetes que tenían las autoridades para capturar a un hombre como el Chapo, llegó a una conclusión que no podía ser peor: había sido utilizada por el Chapo, y eso no era todo.
Encerrada en la oscuridad de su habitación, llorando, enojada, triste y cansada, trató de calmar la avalancha de sentimientos con una tanda de medicamentos recetados por la psiquiatra. Con la mano temblorosa y sin mucha energía, tomó dos pastillas de uno de los frascos que tenía en el buró y se las tragó con un poco de agua. Estaba desanimada, sin ganas de hacer nada: se encontraba completamente sumida en la depresión. Parecía haber muerto en vida.
Una de esas noches que se confunde con el día después de mucho soñar, respondió la llamada del celular. Era Salvador, quien al otro lado de la línea le reclamó por no contestar ese chingado teléfono. Le tenía información clave: “su amigo” iba para Los Cabos.
La información logró que Jessica se llenara de energía. Los ojos le brillaron intensamente, le volvió el color. Experimentaba emociones que habían estado ausentes durante los meses que llevaba encerrada en su departamento. Nerviosa, no sabía qué hacer, a quién llamar; intentó marcarle a sus compañeros pero se arrepintió, pues no sabía si aún eran parte del equipo. Después de pensarlo, decidió llamar a la psiquiatra. Le informó, tras pedirle que guardara el secreto, sobre la llamada del periodista. Le contó que le había revelado la ubicación del Chapo. Le dijo que tenía que ir a capturarlo, que ésa era la única manera en que podría salir del huevo en el que estaba.
La psiquiatra, pensando que todo era producto de una alucinación, le sugirió que revisara los registros del celular. La solicitud dejó fría a Jessica, quien le preguntó si creía que lo había imaginado. La doctora, con una frialdad estremecedora, le recordó lo sucedido en sus dos llamadas anteriores: Jessica la llamó para decirle que el Chapo había llegado a su casa para entregarse voluntariamente, quien además había reconocido ante ella que el crimen no paga.
“Pero esta vez es real”, repetía Jessica al teléfono. La doctora le pidió que mantuviera la calma y que intentara dormir. Colgó. Jessica estaba desesperada; caminaba, pensaba, hasta que se detuvo para marcar otro número en el celular. Esperó que respondieran, pero su gesto de decepción no pudo ser más expresivo al escuchar la grabación que indicaba un número fuera del área. Estaba a punto de estrellar el teléfono contra la jodida pared, cuando llamaron a su puerta.
Jessica abrió y se encontró frente a un hombre de traje y corbata, quien se identificó como miembro de Investigaciones Especiales del Ejército. Le pidió que lo acompañara. Antes de que ella pudiera decir nada, aparecieron detrás de él otros dos hombres armados que le impidieron cerrarle la puerta en la cara al tipo, que era lo que ella quería hacer..
El hombre condujo a Jessica a la sede de la Secretaría de la Defensa Nacional, en una de cuyas oficinas la esperaba su acusador. Un soldado le entregó un sobre marcado con el nombre de Jessica. El hombre tomó el sobre y, sin dejar de mirar a Jessica, le hizo la peor pregunta que se le puede hacer a alguien como ella que creía ciegamente en las instituciones: “¿En tantos años de exitosa carrera, nunca se enteró o sospechó que el general Mendoza trabajaba para el narcotráfico?”.
Jessica sintió que el piso se abría a sus pies. No podía creer lo que le preguntaba el acusador. No entendía cómo un hombre honesto y solidario como el general Mendoza podría trabajar para el narcotráfico. ¿Cómo? ¿A qué hora? ¿Cuándo? Eran preguntas que en silencio le taladraban el cerebro. Tuvo que pedir permiso para ir al baño; la custodiaron dos militares. Abrió el grifo y se mojó el rostro; necesitaba que el agua que la mojaba le diera claridad para comprender lo que no podía.
Su mundo dio un giro inesperado. Mientras miraba fijamente su rostro en el reflejo, intentaba unir cabos; se esforzaba por recordar momentos al lado del general. Sospechaba de toda la información que le había dado y recordó la última cita que le había concertado con un supuesto informante del Chapo. Se sentía engañada, vapuleada, manipulada… la más detestable cucaracha de este mundo y la peor agente que la DEA pudo tener. Pensó en el suicidio, pero los custodios estaban tan atentos que lo único que la logró sacar de ese oscuro abismo fue el recuerdo de las palabras que le dijo el Chapo en su última cita: “No te esfuerces: tú y yo podemos morir en este instante y al negocio no lo para ni Dios padre”.
Regresó a la sala de juntas para continuar el juicio de conducta que se llevaba en su contra. De frente al acusador, intentaba concentrarse en sus palabras mientras un grupo de militares de alto rango revisaban diversos documentos, entre ellos, los expedientes del Chapo y del general Mendoza. Según estos militares, la evidencia en su contra no dejaba lugar a dudas. La imputación era rebatida por Snowden, un oficial de la embajada americana de mediano rango, quien se sentó a su lado y le informó que oficiaría como su defensor.
Snowden, con la fortaleza que da la verdad, planteó que no contaban con ninguna prueba vinculante donde se demostrara que la oficial Jessica tuviera nexos con el crimen organizado. Esto logró, por fin, sacarle una sonrisa a Jessica, que se transformó en expresión de “lo quiero matar”, cuando el acusador argumentó que “la falta de suficiencia” no implicaba que la inculpada fuera inocente.
Finalmente Snowden pidió recurrir a un segundo comité para evaluar el caso y emitir el dictamen final. Los militares presentes, la embajada americana —responsable de los agentes asignados a las agencias mexicanas— y el acusador estuvieron de acuerdo con la propuesta, y con que la oficial continuara de baja mientras se aclaraban los hechos.
Era una espiral en descenso. Tras la audiencia, Jessica, en medio del desorden en que vivía y frente a su agente inmobiliario, intentaba decidir si vendía o no su condominio. Hacerlo implicaba entregar las armas y dejar una brillante carrera en México sin cumplir su máximo objetivo. Esto le molestaba enormemente, pues no era de las personas que dejaban las cosas a medias. Decidió no vender y arreglar el desorden. Empezó por abrir las cortinas para permitir que entraran los vivificantes rayos del sol.