Cuando el reloj marcaba las diez de la mañana, un comando de la Inteligencia Militar guatemalteca, acompañado por varios miembros del ejército mexicano y una agente de la DEA (Agencia de Lucha Contra las Drogas de los Estados Unidos), se disponían a irrumpir en el lugar que hasta ese momento había servido como refugio a Joaquín Guzmán Loera, el Chapo Guzmán. Era el 9 de junio de 1993. El Chapo, el mayor narcotraficante mexicano, había pasado más de quince años evadiendo a las autoridades, quienes querían presentarlo ante la Procuraduría General de la República y ante varios tribunales de los Estados Unidos por tráfico de drogas.
Los comandos llevaban días rastreando a uno de los hombres más buscados desde que había huido no solo de las autoridades, sino también de sus enemigos, los hermanos Arellano Félix, jefes del temido cártel de Tijuana, quienes días antes le habían tendido una emboscada a las afueras del aeropuerto de Guadalajara con la intención de ultimarlo.
Pero ese día la fortuna estuvo del lado del Chapo. Los disparos de los fusiles impactaron al cardenal Jesús Posadas Ocampo, a quien por un azar del destino o por mala suerte los agresores confundieron con su enemigo, el Chapo Guzmán.
El aviso que había recibido la Inteligencia Militar guatemalteca resultó cierto. En veinte minutos un comando de este cuerpo llegó al lugar donde se refugiaba el Chapo; mientras algunos soldados rodearon el sitio, otros entraron al hotel en donde se hospedaba. Luego de someter al encargado de la recepción, subieron las escaleras hasta el tercer piso, avanzaron sigilosos por el pasillo y se detuvieron frente a la puerta de la habitación para coordinar el asalto en silencio.
Dentro de la habitación —que había sido remodelada y parecía un palacio— cundió la alarma. El Chapo, que en ese momento hablaba por teléfono, percibió un ruido extraño y corrió a la ventana. Al ver las camionetas del comando estacionadas cerca del hotel y a los soldados que apoyaban sus armas de alto poder en soportes improvisados mientras apuntaban al interior del edificio, el Varón de la Droga comprendió que era una emboscada.
Se escucharon varios gritos, primero de un hombre y luego de una mujer, que ordenaban desde el exterior que abriera la puerta. Luego de un silencio sepulcral, presagio de un suceso extraordinario, se escuchó una explosión que voló la cerradura en pedazos. Los soldados entraron y ordenaron a la esposa del Chapo y a su hija que levantaran las manos. Inspeccionaron el lugar cuidadosamente pero no encontraron nada, como si al Varón de la Droga se lo hubiera tragado la tierra.
No era posible que el Chapo hubiera huido. Afuera estaba el soplón confirmando la presencia del fugitivo en el lugar. Los minutos pasaban y la angustia de la familia iba en aumento, mientras los miembros del comando, furiosos, levantaban colchones y derribaban puertas. Tanto la Inteligencia Militar como la agente de la DEA tenían la orden de echar abajo el edificio si era necesario para capturar al Chapo. La ansiedad empezaba a hacer efecto en los miembros del operativo.
El nivel de ansiedad en el escondite del Varón de la Droga también era elevado. El sonido de los taladros y el incesante golpeteo de los martillos hacían aún más angustiosa su permanencia entre esas dos paredes, que estaban a treinta centímetros una de la otra, un espacio perfecto para evadir a las autoridades que lo acusaban de ser el mayor capo del narcotráfico en el mundo.
Contaba con un tanque con oxígeno suficiente para cinco horas. Esto no solamente impedía que se asfixiara sino que también lo ponía a salvo del trauma que lo tenía sudoroso, temblando y con ganas de gritar como cuando era niño y su padre lo encerraba con llave en un armario oscuro para convertirlo en un macho de verdad. El calor era insoportable, pero más insoportable era la idea de enfrentarse a la justicia del mundo entero que reclamaba a gritos su captura.
El Chapo sintió deseos de llorar cuando la broca del taladro perforó una de sus piernas. El dolor era abrumador. Intentaba tragar saliva pero se lo impedía la mascarilla de oxígeno que le permitía respirar.
En silencio para no delatarse, rogaba al santo Malverde —que llevaba tatuado en un tobillo— que lo ayudara. Y como si el santo de los narcos escuchara sus plegarias, de pronto cesó el golpeteo en el exterior que retumbaba en todo el refugio acondicionado.
Afuera, en la sala del lujoso departamento ubicado en un sector residencial de la ciudad de Guatemala, los hombres de la Inteligencia Militar, al mando del coronel Otto Pérez Molina —que a la postre llegaría a ser presidente de Guatemala— y Jessica, la agente de la DEA, buscaban desesperadamente a Joaquín. Estaban seguros —por informes de inteligencia que seguían llegando— de que el Chapo permanecía en ese lugar, pero ni su esposa ni su hija confirmaban su presencia, a pesar de que sabían dónde estaba. Lo protegían afirmando que hacía varias horas que no lo veían. Pero lejos estaban las autoridades de creer semejante mentira.
Jessica, la espigada agente de la DEA, se acercó a Griselda López, la segunda esposa del Chapo, con la intención de interrogarla. Las dos mujeres se miraron fijamente y la tensión en el apartamento se disparó cuando de pronto se reconocieron: habían sido compañeras en la escuela.
Entre el nerviosismo y la desesperación, Jessica y Griselda recordaron los diferentes motivos que las acercaban al Chapo. Cuando eran muy jóvenes, Jessica, de quien Joaquín vivió eternamente enamorado, se fue a los Estados Unidos y Joaquín, con el corazón hecho pedazos, buscó alivio en muchas mujeres. En segundas nupcias se casó con Griselda. Su padrino de bodas fue José Luis Beltrán Sánchez, tío de los hermanos Alfredo, Arturo, Carlos y Héctor Beltrán Leyva, líderes de un cártel de drogas, quienes a la postre se convertirían en sus peores enemigos y a los que acusaría de ser informantes ocultos del ejército mexicano.
Jessica se sorprendió cuando se enteró de que el Chapo se había casado con Griselda, pero cuando supo que tenían una bonita familia, se llenó de decepción. Recordó el día que el Chapo, en uno de sus negocios de narcotráfico, la visitó en Nueva York. Pasaron una noche juntos y hablaron de los buenos tiempos en la escuela. En esa ocasión el Chapo la engañó: le hizo creer que era un gran empresario, que estaba soltero y que deseaba rehacer su vida.
Además de cumplir con su deber como agente de la DEA, el engaño del Chapo era la razón íntima, oculta, por la que Jessica quería capturarlo. Ansiaba preguntarle por qué después de aquella noche inolvidable, se largó —como lo hacen aquellos a quienes les falta hombría— sin decir nada.
El Chapo estaba desesperado. Podía soportar el calor y el encierro en un espacio tan estrecho, pero lo que le resultaba insoportable era la idea de que Jessica le contara a Griselda —quien lo celaba hasta con su sombra— que se habían visto en Nueva York. Él jamás le había contado a Griselda ese episodio y si Jessica se lo decía tendría como objetivo que él se desesperara y delatara su presencia en el lugar. Una buena estrategia, se dijo el Chapo. Pero no salió de su escondite. Aunque hubiera deseado hacerlo para contarle la verdad a Jessica: que aquella mañana se fue sin decir nada porque descubrió que ella era una agente encubierta de la DEA que —ironía del destino— tenía la tarea de investigar la identidad de un narco mexicano al que llamaban el Varón de la Droga.
Tras cuatro intensas horas de búsqueda, los integrantes del comando de Inteligencia Militar se dieron por vencidos al concluir que Joaquín no podía estar en ese apartamento. Se les había escapado de nuevo, como había hecho en el desierto de Sonora y en las sierras de Durango, sus sitios preferidos para descargar los aviones que llegaban de Colombia repletos de cocaína, que luego transportaba en grandes trocas que pasaban la frontera de los Estados Unidos como Pedro por su casa.
Una vez que la calma regresó al apartamento, el Chapo, herido en la pierna, salió de su escondite. Pero su esposa se negó a marcharse con él mientras no le aclarara lo que había pasado con la agente de la DEA. El Chapo, sabiendo que cada minuto contaba para lograr escapar, le pedía a gritos que razonara; no era el momento de enfrascarse en una discusión. Lo más importante era salir de allí y buscar un nuevo refugio donde pudieran estar a salvo. Griselda, enferma de celos, le advirtió tajantemente que si no le daba una explicación, no se movería del lugar, poniendo en peligro la huida del Varón de la Droga.
El Chapo, además de querer ponerse a salvo, tenía un jale pendiente con unos mafiosos colombianos, con quienes quería saldar una deuda para continuar haciendo negocios con ellos en paz. Cerca de allí, a esa misma hora, en la pista de un aeropuerto comercial, aterrizaba un avión con cinco toneladas de cocaína enviadas desde Colombia que debía recibir y transportar hasta suelo norteamericano.
Por esa razón, varios hombres del Chapo esperaban órdenes en las inmediaciones. En el refugio del capo se preparaban para liberar a su jefe en caso de que fuese capturado. Una llamada del Chapo anunciándoles que todo marchaba sobre ruedas fue el campanazo que evitó el enfrentamiento directo. El Varón de la Droga salió del hotel deslizándose por el ducto de la basura hasta el contenedor de desechos. Luego de limpiarse con lo primero que encontró, buscó a sus secuaces, que lo estaban esperando para recibir la aeronave repleta de droga.
Lo que el Chapo no previó fue que, a pocos kilómetros de distancia, Jessica y el coronel Otto Pérez Molina los seguían. En el camino se había preparado un retén militar para cortarle el paso a los narcos. Esta vez, el Varón de la Droga no tendría escapatoria.
En el momento de la detención el Chapo Guzmán intentó evadirse de nuevo pero no lo logró. Luego admitió que se dirigía a recoger un alijo de cinco toneladas de “soda”. El alijo fue decomisado y cinco de sus hombres capturados. De nada valieron los dos millones de dólares que ofreció a las autoridades a cambio de su liberación. Se especula que la recompensa de un millón de dólares que el gobierno mexicano había ofrecido por el Chapo fue pagada a los altos mandos que participaron en su captura.
Fue una caída muy estúpida, pensó el Chapo, mientras hacía conjeturas sobre la operación que culminó con su captura y sobre las maneras en que podría haberla evitado. Supuso que su arresto fue consecuencia de un cabo suelto que no logró ver y resolver a tiempo. Se dijo a sí mismo que no había marcado los puntos cardinales dentro de los que debía moverse. Se convenció de que ese descuido era un riesgo, porque si no ubicaba la hipotenusa del triángulo de su existencia, su vida podría convertirse en tragedia.
Encapuchado y atado de pies y manos con una cuerda, el Chapo fue lanzado a la parte trasera de una camioneta pick-up. El ejército montó un extenso dispositivo de seguridad, en prevención de un posible intento de rescate por parte de los enlaces de Guzmán en el mundo del hampa. Así, con todas las precauciones, lo condujeron a la frontera para entregarlo a las autoridades mexicanas.
En la ciudad de México el Chapo fue recibido por el general Carrillo Olea, un aguerrido oficial del ejército que le venía siguiendo los pasos desde hacía muchos años. De acuerdo con el protocolo establecido para evitar ser reconocido, el general se cubrió el rostro con un pasamontañas, tal como lo hicieron todos los elementos de la seguridad pública mexicana que fueron parte del operativo.
Antes de presentarlo a los periodistas, le quitaron los zapatos de plataforma que solía usar para aumentar su estatura. Los integrantes de la prensa lo vieron con sus 1.55 m. El Chapo fue subido a una tarima improvisada, construida con estacones de madera. Ahora maniatado, el capo era presa fácil para la curiosidad de los reporteros. Joaquín se sintió víctima de una humillación deliberada.
Los flashes y las cámaras se disparaban mientras los periodistas lo acosaban a preguntas: a qué se dedicaba, cuántos hijos tenía, qué cultivaba, si tenía mucho dinero. Él, estoico, respondía todos los cuestionamientos sin inmutarse, aunque en todas las respuestas mintió. Las preguntas directas e incisivas no lograban doblegarlo: el Varón de la Droga había sido capturado pero aún no estaba acabado, y tenía que demostrarlo.
Luego de pasar por el escarnio público de la lluvia de preguntas de la prensa, lo condujeron al cuarto de interrogatorios. Allí pudo comprobar que, al igual que cuando era un niño, no le tenía miedo a nada. Cuando el general se sentó frente a él para decirle que era el ser más vil e inhumano, el Chapo permaneció tranquilo. Solo abrió la boca para decirle al oficial: “Los ladrones de bancos o los jotos son los únicos que se esconden detrás de una máscara”.
Esas palabras provocaron la ira del general. Justo cuando estaba a punto de quitarse la máscara, un oficial se lo impidió y le recordó la razón de ocultar el rostro. Las fuerzas del Estado saben que los delincuentes como el Chapo son sanguinarios y si conocen la identidad de quienes los atrapan, no dudan ni un segundo en hacerles un daño mayor, como mandar matar a su familia.
El Chapo continuó provocándolo, mientras el general no escatimó palabras para recriminarle que, por narcotraficantes como él, millones de familias en el mundo estaban destruidas. Pero Joaquín no se dejaba doblegar. Todo lo contrario: seguía mostrándole su poder al oficial y le juró que no pasaría mucho tiempo en prisión. Tenía la plena seguridad de que no tardaría mucho en salir libre. “Pájaro viejo no entra en jaula”, repetía. Y tenía razón.