Héctor, el más atractivo de los Beltrán Leyva, invitó a una morra a pasear en su lujoso yate, y ella aceptó sin imaginar lo que le esperaba. Parecía un día perfecto.
Héctor era un hombre guapo, caballeroso. La chava con la que andaba se llamaba Reina y, haciéndole honor a su nombre, la trataba como toda una reina. La llamaba todos los días. Le enviaba a diario un hermoso arreglo de rosas. La invitaba a los mejores restaurantes. Le regaló diamantes, zapatos, bolsos y un reloj Rolex con brillantes. La enamoró con todo lo que hace quien pretende conquistar a una mujer.
La noche era perfecta a bordo del yate. Reina lucía un hermoso y diminuto vestido blanco que Héctor le había comprado para la noche tan especial. Hablaban, bebían champán y disfrutaban de una deliciosa comida. Todo era perfecto. Héctor se le acercó con delicadeza y se fundieron en un beso. La acariciaba y ella lo permitía. La alzó en los brazos para llevarla al camarote y la depositó desnuda en la cama. Héctor la miraba como un depredador observa a su víctima. La empezó a comer a besos y después de hacerle el amor, sacó su pistola y a sangre fría le metió dos balazos, dejándola muerta y sin el Rolex que le había regalado. La mató porque al parecer la morra era una soplona.
El entierro fue conmovedor. El Chapo, quien tenía a Reina haciéndole inteligencia a los Beltrán Leyva, la mandó sepultar muy cerca de su hijo Edgar. Fuera de la vista de todos, juró que se vengaría a como diera lugar del Beltrán que la mandó a mejor vida.
Los Beltrán Leyva —aunque la mayoría de ellos estaban en la cárcel o en el cementerio— y el Chapo no cabían juntos en este mundo. Era una reacción natural al dolor, que le impedía reflexionar sobre una opción distinta a la venganza. Sin embargo, sabía que la venganza es un plato que se sirve frío. Tenía que dejar que el tiempo pasara. No podía contraatacar en ese momento. Aunque quisiera, sería un paso en falso. Los que quedaban de los Beltrán Leyva esperaban el menor movimiento para contragolpear con toda su fuerza. El Chapo no contaba con el elemento sorpresa a su favor. Si Beltrán Leyva se había tomado su tiempo, él también lo haría. Debía contener la furia y cultivar la paciencia.
Su hijo, el Chapito, le tendió la mano. Estaba orgulloso de ser su hijo, nunca se había avergonzado de él ni de lo que hacía. Al contrario, quería trabajar a su lado aunque su madre no estuviera de acuerdo. Si bien el Chapito y Edgar no eran hijos de la misma madre, él quería vengarlo. Joaquín no aceptó el plan de inmediato. Era su hijo, su sangre y sentía que teniéndolo a su lado lo estaba protegiendo. También lo necesitaba. Pero el Chapito, después de pedirle disculpas por lo soberbio que había sido con él en algunas ocasiones, le dijo que su única familia era él, su papá, y nadie más.
La confesión enterneció al Chapo, quien al mismo tiempo se sintió incómodo; en cierta manera, hubiera querido un hombre más fuerte que su hijo a su lado, pero comprendió que el plebe tenía sentimientos. “Podré ser sentimental”, le respondió el Chapito, “pero con los huevos bien puestos para lo que sea, apá”.
En ese momento de ternura, el Chapo se abrió para confesarle a su hijo que se había metido al negocio del narcotráfico para sacar a su familia de la pobreza, y aunque lo había logrado, todo era una desgracia. No le había hecho caso a su padrino, José Luis Beltrán, cuando le dijo que no debía tener familia ni enamorarse y lo estaba pagando. Le mataron a uno de sus hijos y sus amores habían sido un calvario. No era el hombre que todos pensaban; al contrario, estaba lleno de defectos y de errores. Y ahora él, su hijo, quería seguir sus pasos. El Chapo en el fondo era consciente de que lo que vivía era producto de las circunstancias en las que él mismo se metió. Así fue como se abrió espacio en la vida: a codazos.
Fue un momento de reflexión y de aceptación de los errores. Agobiado, le repitió que no era un buen ejemplo, pero le tocaba tenerlo a su lado para velar por que nada le sucediera. En adelante, el Chapito debía ser como su sombra, pero no porque su padre lo quisiera en el negocio, sino porque era la única forma de protegerlo.
El Chapito quería aprender más; seguir los pasos del padre. Para él no había mayor orgullo que ser hijo de Joaquín Guzmán. Al muchacho le tocó ver al padre en toda su desgracia y estado de fragilidad. El Chapo no quería que su hijo lo viera así, pero no pudo evitar, como cualquier ser humano, derrumbarse frente a un hijo.