XLVIII

EL RESURGIMIENTO

 

 

 

Los primeros rayos del sol y la bruma de la mañana dibujaban el contorno de los árboles, jardineras y senderos, testigos mudos del ajetreo de los deportistas que a esa hora hacían todo tipo de ejercicio. Jessica practicaba su rutina de trote de alto rendimiento a esa hora cuando recibió una llamada de Snowden, por quien, dicho sea de paso, se sentía atraída. El agente le dio una buena noticia: “Jessica, de acuerdo con el órgano de control y los resultados de la exhaustiva investigación de las últimas tres semanas, el comité ha concluido que su historial es perfecto. Por lo tanto, su baja temporal se cancela de inmediato”.

Jessica no había escuchado algo tan positivo en mucho tiempo. La noticia la llenó de energía: fregó los platos de dos semanas, organizó su casa y su ropa, lavó, planchó. Volvía a la vida. Desde ese día se propuso bajar los cuatro kilos que había subido. Con disciplina y entrega, iba a correr todos los días al parque a las cinco y media de la mañana. Empezó corriendo seis kilómetros y medio y ahora ya corría trece. Estaba llena de entusiasmo e ilusión porque, además de esa noticia, Snowden le preguntó si deseaba integrarse a un nuevo operativo, algo que había esperado por mucho tiempo.

Estaba nerviosa y a la vez ansiosa ante la nueva responsabilidad. Como todos los días desde la reactivación, desayunó un jugo fresco de naranja con linaza para regular la función intestinal que la había molestado el tiempo que estuvo sin hacer nada. Sería parte de un equipo especial, de alto rendimiento, para una operación secreta llamada Operación Gárgola.

En una oficina secreta del ejército, cerca de Culiacán, estaban reunidos Gibrán y Raúl, dos viejos sabuesos agentes de la oficina del ICE, excompañeros de Jessica, el agente Snowden, quien dirigía el grupo, y su asistente, Martina. Ésta proyectaba en una pantalla un mapa de Europa, centrado en los Países Bajos, de donde el líder informó que había llegado información muy importante. En la pantalla se sucedían diversas imágenes de un personaje que para Jessica resultaba muy familiar: Rodrigo Aréchiga Gamboa, más conocido en el mundo de la delincuencia como el Chino Ántrax. Snowden les informó que las autoridades de Holanda lo acababan de capturar.

El Chino Ántrax intentó entrar a Holanda en el último vuelo del día desde París para, según él, agarrar a los policías dormidos. Su pasaporte español despertó sospechas en los oficiales, quienes, después de hacerle un escaneo visual, llamaron a la central de inteligencia del aeropuerto Charles de Gaulle para confirmar la legitimidad del documento. El Chino Ántrax ignoraba que hacía poco los Estados Unidos contaban con la base de datos más exacta y actualizada que existe de todas las personas que viven al sur de su frontera, desde México hasta la Argentina. Sus huellas no correspondían con las del pasaporte, pero sí con las de un mexicano que estaba en la base de datos. Por eso cuando los policías regresaron para detenerlo, él alegó que era un inversionista español, que no cargaba armas ni consumía drogas. Lo detuvieron por una razón muy sencilla: el pasaporte era falso. Pero no era razón suficiente para dejarlo en una cárcel por mucho tiempo. Como necesitaban averiguar quién era realmente, solicitaron la colaboración de las autoridades mexicanas.

Después de averiguar que el pasaporte falso estaba a nombre de Norberto Sicairos García, Jessica quería saber si la Secretaría de Relaciones Exteriores estaba enterada del caso. “Una buena pregunta”, dijo Snowden, que no lo sabía por una razón muy sencilla: las autoridades holandesas les estaban dando preferencia para que dieran el primer paso antes de informar a cualquier otra autoridad. El equipo entero fijó su vista en Jessica, quien intuía cuál debía ser el primer paso.

Después de viajar por más de diez horas en un vuelo directo, Jessica se dirigió a la prisión que funcionaba en el mismo aeropuerto Schiphol, una construcción prefabricada para albergar a cuatrocientos presos, mulas en su mayoría. El lugar había sido construido con paredes metálicas, cámaras en el techo y contaba con toda la seguridad necesaria. La recibió un oficial holandés que hablaba español y le indicó que el preso estaba preparado.

Jessica entró a una sala de interrogatorio que, como es común en estas instalaciones, tenía una ventana de espejo para poder grabar y observar la entrevista. La sala estaba custodiada por dos policías pelirrojos, altos y fornidos. Parecían hermanos. Al verla, el Chino Ántrax no pudo dejar de sorprenderse, pero más que eso sintió cierta alegría por ver allí un rostro con rasgos similares a los suyos.

Después de saludarlo, Jessica le informó que su situación no era envidiable. El Chino le advirtió que si lo que buscaba era una declaración contra su jefe, hablara con su abogado. “Soy lo más cercano a un abogado”, afirmó Jessica.

El Chino intentó levantarse; no aceptaría ese tipo de presiones. “No has cometido ningún delito en este país, pero en México sí, y hay un equipo de abogados trabajando para lograr tu extradición” le reveló la agente. La información le molestó al Chino Ántrax y solicitó que sacaran a Jessica, que no tenía la obligación de escucharla. Jessica le pidió que se calmara, pero el Chino insistió en que no lo presionara. Se sintió frustrada al ver cómo uno de los policías que la acompañaban se llevaba al Chino hacia su celda.

En la habitación del hotel Rho, en el centro de Ámsterdam, Jessica no dejaba de pensar en cuál podría ser la mejor táctica para ganarse al Chino. Sabía que estar en una prisión como en la que se encontraba era una buena situación para vulnerar su férrea defensa. Tal vez la solución estaba en sus recuerdos, en las conversaciones que tuvo con el Chapo, en alguna de sus frases, de sus comentarios o incluso en sus chascarrillos.

Tratando de recordar sentía que, muy en el fondo, quería que el Chino no hablara para que no se supiera nada del Chapo. Tal vez la más perjudicada con su captura podría ser ella misma; su triunfo en algún momento sería su propia derrota. Un nuevo motivo de confusión invadía su mente y no quería que pasara. Temía entrar en una crisis que muchas veces no sabía en qué podía terminar. Recordó que muy cerca de ahí vivía una amiga de su mamá que hacía años leía el tarot. Decidió visitarla.

La amiga de su mamá ya no leía el tarot, sino la carta astral china. Le habló de los cuatro pilares, los cuatro elementos que combinados con el año del perro, daban ciertas pautas de lo que podría ser su vida. No le garantizó saber si cumpliría su objetivo de capturar al Chapo, pero sí podía predecir qué pasaría con ella cuando lograra su propósito. La señora, sin preámbulos, le dijo que estaba apegada al pasado y a una obsesión; le aclaró que eso no tenía nada que ver con amor: lo de ella era una situación no resuelta que la llevaba a vivir en una dimensión muy diferente de la realidad. Le dijo que no era que quisiera u odiara al Chapo; lo que amaba era el recuerdo, un recuerdo de niña. Le sugirió dejar el pasado en el pasado, pues solo así podría saber si siendo la mujer en quien se había convertido podría querer a un tipo como Joaquín Guzmán.

Decidida, regresó a visitar al Chino Ántrax. Luego de ponerlo en su lugar y de amenazarlo con no volver a ver la luz del día, tuvo que regresar a los Estados Unidos pues había sido informada de que había caído otro de los hombres de confianza del Chapo.

Esa llamada en vez de alegrarla la frustró. Ya tenía el plan perfecto para obligar a confesar al Chino Ántrax. Sin embargo, antes de partir de Holanda, logró lo que buscaba, a pesar de la adversidad. La moraleja de la situación repentina le enseñó que en la vida no siempre las cosas son como uno piensa. La amiga de su madre estuvo de acuerdo y cerró la sesión diciéndole que su destino estaba donde ella quisiera, no donde a los demás se les antojara, incluido el Chapo Guzmán.