XLIX

NUEVO SOCIOS

 

 

 

Efectivamente, la organización de Joaquín el Chapo Guzmán había recibido otro fuerte golpe. Gracias al FBI, el Narices había sido capturado en Culiacán cuando se hallaba resolviendo asuntos de cobranzas a unas bandas atrasadas con los pagos. Lo detuvieron durante una operación encubierta. Primero había sido capturado el Cóndor, luego el Chino Ántrax y ahora el Narices. La pérdida de sus tres hombres de confianza lo dejaba prácticamente desprotegido, a pesar de tener a cientos de hombres a su servicio.

El Chapo comprendió que tenía demasiados frentes abiertos y que le era imposible controlarlos todos. Era impulsivo pero no tonto. Sabía que el Chino Ántrax era muy bueno, fiel y decidido, pero no estaba capacitado para conducir parte del negocio, además no había dado signos de vida desde su partida a Europa.

Mientras el Chapo pensaba en la propuesta que le hiciera Teresa tiempo atrás, el Narices recibió la visita de Jessica. Como si estuviera programado, lo mismo que el Chino Ántrax, se negó a hablar. “Si quieres una declaración, habla con mi abogado”, fue su respuesta. Jessica le dijo que, aunque podría ponerlo preso de por vida, no lo haría. Su interés era el capo mayor: Joaquín. Le propuso entregarlo y, a cambio, mover los hilos para sacarlos a él y al Cóndor de la prisión. Joaquín por los dos. El Narices la mandó al carajo sin pensarlo y le dijo que primero muerto antes que traicionar a su jefe. Si bien no eran hermanos ni primos, eran raza, y más que eso, se habían criado juntos. “La próxima vez que me proponga algo por el estilo, la mato, así me manden a todo el ejército de los Estados Unidos y México”, sentenció el Narices. Jessica, controlando todo tipo de emoción, le insistió que lo pensara.

Entretanto, el Chapo reinició el acercamiento con Teresa. Después de meditarlo, concluyó que quizá era ella la persona ideal para ayudarlo en sus negocios, sobre todo en ese momento que tenía varios frentes de batalla: los colombianos, los gringos, los Beltrán Leyva y los Zetas. Estaba recibiendo poca droga y necesitaba el varo para librar las batallas abiertas en todos esos flancos, incluidos los abogados.

Joaquín fue a la casa de Teresa acompañado por el Chapito; temía por la seguridad de su hijo y por eso prefería que estuviera con él. En ese encuentro le propuso a Teresa que le ayudara a conseguir cocaína y él, a su vez, la apoyaría financieramente y con la venta de anfetaminas. Era una situación en la que ambas partes ganaban.

El Chapito y Gabriela, los hijos de los nuevos socios, se conocieron y la atracción fue inmediata. Ambos eran jóvenes, atractivos y vivían en mundos similares. Amor a primera vista.

Esa noche, para sellar su nueva sociedad, Joaquín y Teresa se emborracharon, bailaron corridos y se contaron chistes. Pero todo como amigos, al menos desde la perspectiva del Chapo. En cambio a Teresa le gustaba mucho su nuevo socio. Le parecía “un mango”. Perfecto para ella, que ya no era una jovencita, sino una mujer madura, en sus cincuenta, que se conservaba muy, pero muy bien: grandota, curvilínea y sensual, como todas las de Sonora. Y estaba buscando un hombre o una pareja que la aceptara sin cuestionar a qué se dedicaba, así que Joaquín le caía como anillo al dedo. Teresa le coqueteaba, hacía todo lo posible por enamorarlo. Y el Chapo que por primera vez quería mantener los negocios separados de la cama, se resistía. Sabía que cientos de veces había metido la pata con las mujeres y no quería volver a hacerlo. Pero Teresa tenía sus propias herramientas de conquista, que eran muy particulares. Ella misma le armaba las fiestas, las parrandas, contrataba mujeres para que fueran al rancho del Chapo a hacerle espectáculos, pero solamente para ver, disfrutar y no tocar.

El Chapo nunca había conocido a alguien como ella. Poco a poco la mujer lo fue calentando, después lo enloqueció, pero había podido contenerse a duras penas para mantener el compromiso de hacer las cosas de otra manera. Hasta que por fin, tras una serie de acercamientos, el hombre decidió que era suficiente, que Teresa estaba buenísima, que lo volvía loco y que ya se había fastidiado de sus promesas consigo mismo. A fin de cuentas, él no era un monje tibetano. Se la llevó a la cama una y otra vez y ardió Troya.