El Chapo continuó su vida entre las sábanas de Teresa. Los envíos pequeños de ella, comparados con las toneladas de él, le daban para la caja chica y para pagar los honorarios de los abogados que eran por partida triple. Al caer preso el Chino Ántrax en Holanda, su vida familiar se había reducido al tiempo que pasaba con el Chapito, su hijo.
Mientras eso sucedía con la vida de Joaquín, Jessica, tras volver de los Estados Unidos, se dio a la tarea de averiguar un asunto pendiente que no le permitía recuperar la paz. Seguía aferrada a la idea de saber cómo había sido en realidad la muerte de su padre. Viajó a la ciudad de México para revisar nuevamente los informes sobre el enfrentamiento, pero descubrió que muchos de los documentos que había visto tiempo atrás ya no estaban en el expediente, lo que generó aún más sospechas de las que ya tenía, primero por lo dicho por Carlos Beltrán Leyva y luego por la recomendación del Chapo.
Solicitó hablar con el jefe de archivo, un militar sexagenario al que le dieron el puesto como castigo por tratar de influir a sus tropas para que pensaran de manera diferente sobre el delito. El general Paredes, aun siendo director de archivo, llevaba con orgullo su uniforme de gala que lo distinguía como general de la República; lo hacía porque ese era su cargo aunque lo hubieran congelado.
Tras escucharla, Paredes le prometió a Jessica buscar en otros archivos clasificados. Si algo diferente pasó en ese operativo, él se comprometía a ayudarla a descubrirlo. A Paredes le caía bien la gente que tenía como meta obrar bien.
Luego de la grata experiencia con el general Paredes, Jessica se dirigió a la guarnición donde estaba confinado el general Mendoza. Éste se sintió feliz y sorprendido al mismo tiempo con la visita; le explicó que todas las acusaciones que pesaban sobre él eran un vil montaje de algunos funcionarios del gobierno y de ciertos generales que querían deshacerse de él por sus buenos resultados. Esa posibilidad tenía un alto porcentaje de ser verdad, consideró Jessica, quien se sorprendió cuando el general le dijo que en una semana recuperaría la libertad. Una vez fuera, la tomaría en cuenta para conformar un nuevo equipo de trabajo encargado de revelar quiénes eran los generales mexicanos corruptos que realmente estaban al servicio del narcotráfico. Era un halago para Jessica.
Después de expresarle su apoyo, Jessica le preguntó si recordaba el incidente en el cual su padre había perdido la vida. El general le aconsejó olvidarlo y continuar. Le explicó que, tal como dicen los informes, fue un accidente. Entonces le reveló el hallazgo del archivo: los informes están incompletos. Él lo justificó aduciendo que eso era común en el ejército: tal vez con la desaparición de los documentos protegían a alguien más para implicarlo a él.
¿A él? Las elucubraciones del general confundieron aún más a Jessica. Ella quería tener al Chapo a su lado, conversar con él como cuando se iban por montes y valles a conocer su bella La Tuna, en Badiraguato. El Chapo, además de contarle la rutina de su casa donde poco había que comer y la única entrada era la que él conseguía con la venta de naranjas, escuchaba sus preocupaciones, para las que siempre tenía una salida inesperada que, muchas veces, resultó ser la solución perfecta. Eso le encantaba, además de su humor su negro.
Jessica recuperó su ritmo habitual de trabajo; se quedaba hasta la medianoche revisando artículos de prensa, investigaciones, notas, informes, crónicas… hasta que, una noche, recibió la llamada del general Paredes, quien le dijo que tenía algo de la información que estaba buscando. Jessica viajó toda la noche para estar a las siete de la mañana en la puerta del archivo general del ejército. Allí se encontró con el general Paredes, quien la invitó a tomar un café.
Después de hablar sobre las aventuras de ambos en sus años de servicio, el general Paredes le entregó un sobre con documentos. Ya en la tranquilidad de su departamento, abrió el sobre y encontró algo que jamás habría esperado: el informe decía que hubo un enfrentamiento entre una banda de gomeros y una patrulla de soldados dirigidos por un oficial que comandaba el operativo en el que murió su papá. El oficial era el entonces coronel José Rafael Mendoza.
Lo que revelaban los documentos, que Jessica revisaba una y otra vez, trastocaban de nuevo la estabilidad que había logrado siendo miembro del equipo de Snowden. Sospechaba que alguien la engañaba, pero no tenía certeza de quién. Se preguntaba: “Si el general Mendoza dirigió ese operativo, ¿por qué nunca me lo dijo? ¿Cuál era la razón? ¿Y por qué nunca me contaron que hubo presencia del ejército?”.
Buscando una respuesta, pensó inmediatamente en el Chapo; estaba segura de que él sabía la verdad que ella buscaba. El Chapo la puso a investigar para que se diera cuenta de lo que no se daba cuenta. En otras palabras, para que dejara de ser tan confiada. Algo que sabía que le afectaba para llegar al punto que quería llegar en su carrera profesional.
Revisó su celular y al descubrir los registros de las llamadas de Salvador, sintió alegría. No se había imaginado las llamadas; eran una realidad. Se atrevió a marcar y se llevó una gran sorpresa al escuchar la voz del mismo Salvador, quien subrayaba con palabras grandes el milagro que estaba haciendo. Jessica le pidió un favor especial: conseguirle una cita con el Chapo, a la que prometió que llegaría sola.
Era impensable pero, como en este mundo nada es imposible, Salvador quedó en regresarle la llamada. Tres horas después le llamó y le dio un número para que llamara y le dijo que allí le indicarían cómo continuar el proceso para la cita. Jessica llamó. Le contestaron en un spa, donde le dieron día y hora para su tratamiento.
Jessica llegó muy puntual a la cita. En la recepción le exigieron que dejara su bolso, su celular y sus documentos. Tuvo que obedecer. Fue conducida a una habitación; al cambiarse, escondió su arma en la bata; el tratamiento comenzó con una relajación con piedras calientes.
Estaba sola en el salón de relajación, con su escuadra bien escondida en la bata y las piedras de las que salía humo con olor a sándalo que no lograba relajarla. Tal vez ésa era la condición para poder verse con el Chapo, pensó, estar relajada. Al no tener indicios de él, decidió seguir el juego y relajarse. Total, no tenía nada que perder: si el Chapo estuviera ahí y quisiera matarla, ya lo hubiera hecho.
Después de una hora, Jessica podía ver las cosas con más serenidad. Pensaba en ella como mujer, en su carrera como algo adyacente, en su objetivo de capturar al Chapo. También pensó en el general Mendoza, quien al día siguiente recuperaría la libertad y su cargo en el ejército. Pero en lo que más pensaba era en su propia vida, en que era, como se lo dijo la amiga de su madre en Amsterdam, más un apego a los recuerdos que una realidad en su corazón.
Pensar en todas esas cosas le impedía relajarse. Pero continuó. Se cuestionaba si estaba metida en una agencia federal por competencia, una competencia que no era la suya y que, simplemente, al saber lo que realmente había sucedido con su padre podría superar la obsesión para convertirla en una realidad y capturar al Chapo. Era consciente de que parte de su deseo de capturar al Chapo era aclarar la muerte de su padre. Tener la certeza de que el Chapo no estaba involucrado la dejaría tranquila, pues no se perdonaría haber compartido en algún momento de su vida con el asesino de la persona que más había amado en la vida.
En ese momento el Chapo habló a través de los parlantes por los que hasta ese momento escuchaba música. Le preguntó que si estaba relajada para platicar lo que tenían que platicar. La pregunta la volvió a la realidad. Jessica empuñó su fusca para contestar que le diera la cara. No hubo respuesta; se hizo un silencio que dio paso a que la música relajante sonara nuevamente, lo que la llevó a dudar si había escuchado la voz del Chapo o había sido solo su imaginación.
Una asistente entró en ese momento, la saludó con mucho respeto y cariño y la invitó a pasar a la segunda fase del tratamiento, los masajes.
En la sala de masajes estaban Jessica y otra señora que tenía cubierta la cara con una mascarilla especial. Al comienzo, Jessica intentó negarse al masaje, con la idea equivocada de que representaba una pérdida de tiempo. Estaba acostumbrada a la acción y desechaba de inmediato lo que no lo fuera. Pero la amabilidad de la masajista logró calmarla para empezar a disfrutar el recorrido de sus manos que se deslizaban por sus músculos, tratando de deshacer los nudos del estrés y las preocupaciones que guardaba su cuerpo.
Era tanta su prevención que la asistente tuvo que pedirle que se relajara porque la sentía muy tensa. Jessica no tuvo más remedio que hacerle caso. La asistente le sugirió dejar de lado los pensamientos. Entonces cerró los ojos y se entregó a la relajación total, tanto que dejó de percibir lo que sucedía a su alrededor, hasta que sintió que las manos sobre su espalda eran más pesadas. Abrió los ojos para descubrir que la asistente se había ido y estaba sola con el Chapo.
Jessica se levantó rápidamente, se acomodó la bata y desenfundó su fusca. El Chapo abrió los ojos temeroso pensando lo peor. Él estaba allí cumpliendo su palabra; ella debería cumplir la suya. Por encima de sus sentimientos y sus profesiones —el uno mafioso y la otra agente federal—, como amigos habían compartido buenos y malos momentos. El Chapo le pidió que se tranquilizara. Solo quería, como dijo por los parlantes, hablar.
Jessica le pidió respeto. El Chapo no la quería molestar. Solo estaba allí porque andaba cumpliendo su palabra, pero si ella quería, se veían otro día, le dijo. Jessica le pidió que no. Le explicó que se refería a que esperara o diera la media vuelta mientras se vestía. El Chapo sintió un escalofrío de los pies a la cabeza: por primera vez en su vida estaba frente a una verdadera morra. Una que lo hace tartamudear con solo mirarla. Y es que Jessica tenía lo suyo y no solo lo suyo, lo de ella y cientos más: un cuerpo y una cara más parecida a una diosa que otra cosa.
Después de que Jessica se vistió, detrás de ellos se abrió una gran puerta que los llevó a un pasadizo secreto que el Chapo tenía para fugarse en caso de emergencia. Le pidió que entrara para evitar cualquier duda. El Chapo, aunque controlaba la situación, no podía ocultar cierto nerviosismo. Aunque su vida estuviera llena de mujeres como Teresa Aguirre, Alejandrina, Griselda o sus cientos de buchonas, sabía que Jessica era diferente. Era la conjunción perfecta: la combinación que inconscientemente quiere la humanidad entre atracción, deseo, amor, amistad y respeto.
Jessica, que era poco dada a dejarse deslumbrar, puso al Chapo en su sitio, porque daba la impresión de que quisiera celebrar su encuentro. Por otro lado, la sobrecogió intuir que podría ser la despedida para siempre, pues quizá en su próximo encuentro las cosas serían distintas.
Los dos alternadamente entraron en el juego de los recuerdos. Él recordaba una cosa; ella recordaba otra. A medida que llegaban más recuerdos, entraron en un torbellino que llevó a Jessica a recordar las palabras de la amiga de su mamá durante su estancia en Amsterdam. Volvió a la realidad pensando que, si no fuera por los recuerdos, no le gustaría estar con un hombre como el Chapo compartiendo su vida.
Esto volvió a poner los límites entre ambos. Jessica aprovechó para ir al grano y preguntar lo que deseaba saber: quería que le hablara del general José Rafael Mendoza.
El Chapo se levantó para servirse un trago de su whisky preferido. Luego de desocupar el vaso, le dijo que no le gustaba hablar de sus socios. Con eso bastó. Jessica cayó en cuenta de que todo el tiempo el general Mendoza la había engañado. El ser en el que ella más había confiado trabajaba para el Chapo. Una revelación no menos importante que la llevaría a la siguiente pregunta: “¿Fue él quien mató a mi papá?”.
El Chapo, que sabía quién lo había hecho y cómo había sido el falso positivo, lo negó. Le contó que habían intentado inculparlo a él, pero que él no había sido. “A tu papá lo mataron unas personas y otras hicieron lo que tenían que hacer”, concluyó. También le reveló que la persona encargada de esa zona estaba recibiendo dinero de los narcos, entre ellos de su padrino José Luis Beltrán Sánchez.
Otra gran revelación para Jessica, quien retomó su papel de oficial para preguntarle si tenía idea de que al día siguiente liberarían al general Mendoza. Ante el silencio del Chapo, furiosa le reclamó por qué le había revelado ese secreto. Ella podría pensar que lo hizo porque el general dejó de servir a sus intereses y al brindarle la información, provocar que ella la presente e impida su libertad.
El Chapo, luego de halagarla elogiando su inteligencia, le dijo que había cosas más sencillas que estar manipulando información. Y una de esas era el cariño, admiración y aprecio que sentía por ella, aunque estuvieran en bandos distintos. Por eso jamás la engañaría, y mucho menos la manipularía.
Nuevamente Jessica perdió la fuerza. El Chapo logró desarmarla de una manera que hasta para ella era extraña. Hablándole de cerca, le contó que su padre había sido víctima de la codicia y de un traidor que buscaba un cargo mejor en el ejército. Fue víctima de la ambición. Del abuso. Del Poder. Y aunque le ha servido, se lo cuenta por respeto a la honra de su padre y porque sabe que así podrá descansar su alma. Jessica le agradeció el detalle con un apretón de manos, lo máximo a lo que podía llegar en ese momento.
Después de la cita ambos se fueron como habían llegado: cada quien por su lado. Para Jessica solamente quedaría el recuerdo, porque si algo tenían ambos claro era que no habría una próxima vez. O al menos eso pensaban.
Jessica volvió al archivo del ejército. Buscó por todos los rincones hasta que encontró pruebas contundentes que comprometían al general Mendoza como cómplice de la muerte de su padre, evitando con ello que fuera dejado en libertad. Esa acción le compró un enemigo que antes era su aliado y que, aun estando preso, era muy poderoso.