Mientras investigaban y acusaban formalmente al general Mendoza, el Chapo intentó llevar una vida de muy bajo perfil. Con mucho sigilo, dio con el paradero de Camila, ubicó su residencia —un lugar nada bonito— y llegó hasta la puerta con un hermoso arreglo floral, bien vestido, peinado y con los nervios a flor de piel.
Camila no ocultó la sorpresa al verlo parado frente a la puerta de su casa. Él no sabía de vergüenzas o de la culpa, pero apenas podía respirar. Lo cierto era que el corazón latía aceleradamente. Camila desconfiaba, no sabía qué esperar del Chapo. Fueron a un departamento que él pensaba regalarle para que viviera en él. Estaba acostumbrado a pagar por el cariño, pero no era el caso de la doctora que lo había entendido y conocido en su peor momento, cuando las cartas de la baraja estaban en su contra. Aunque el departamento era realmente hermoso y con todas las comodidades, ella prefirió no escuchar sus justificaciones para aceptarlo y lo dejó con las llaves en la mano.
Y aunque el Chapo, como acostumbra hacer con todas las mujeres, es todo dulzura, con Camila lo es más para decirle que la sigue amando, que nunca dejó de pensar en ella y ansiar estar a su lado. Camila lo cortó de inmediato para tocar un tema incómodo para él, del que no quería hablar. Pero insistió; le dijo que así como ella pagó por su error, él también lo podía hacer. Quizá algún día podrían ser felices, aunque sus corazones y sus almas pertenecieran a otros seres. Pero ése era un tema que el Chapo no quería discutir; para él era una conversación que no lo llevaba a ningún lado.
Le explicó a Camila que tenía una deuda pendiente y que la cobraría así fuera lo último que hiciera en la vida. Los Beltrán Leyva le mataron un hijo y no descansaría hasta borrarlos de la faz de la Tierra. “Y no trates de convencerme de lo contrario”, le advirtió.
Camila miró al Chapo en silencio; la decepción que sentía con él era evidente. No había cambiado para nada. Fríamente y molesto, el Chapo le dijo que no cambiaría, que si no quería nada con él hiciera lo que se le diera su rechingada gana, que regresara a trabajar a la cárcel o lo que fuera, “pero no vengas a quererme cambiar, porque no lo voy hacer”. Camila, dolida y llena de odio, le soltó una cachetada por grosero y le dijo que no quería volver a verlo. Le advirtió que no se le ocurriera buscarla porque lo denunciaría. “Y quédate con tu cochino dinero y todas tus cosas. No quiero nada que venga de ti. Si antes no lo necesité, ahora menos”, le gritó indignada.
Con el alma herida y fuego en el rostro por lo sucedido, el Chapo se marchó. Si bien lo que le hizo la doctora no había pasado a más, eso no significaba que él la pudiera perdonar. Él era un hombre y a un hombre como él no había mujer que lo sometiera o lo rechazara, por eso lo llamaban el Varón de la Droga. A pesar de que se tenía que ir esta vez con la cabeza baja, juró que regresaría quién sabe con qué intenciones.