Entretanto, el Chapito y Gabriela —la hija de Teresa Aguirre— se comprometieron en matrimonio. El joven, siguiendo los pasos de su padre, pagó para cerrar un restaurante en Culiacán: el lugar sería exclusivamente para su boda esa noche. Mientras comían y bebían, una banda grupera tocaba canciones en inglés que nadie entendía, pero el momento fue inolvidable.
Cuando el Chapito le contó su decisión de casarse a su padre, Joaquín le repitió las palabras que tantas veces le dijeron primero su tío y luego su padrino José Luis Beltrán, y que él nunca escuchó: “No te enamores ni tengas hijos si te vas a dedicar al negocio chueco”. El Chapito, por supuesto, tampoco lo escuchó.
La sociedad entre el Chapo y Teresa iba viento en popa y los negocios en ascenso. A veces tenían sus encerronas, pero ninguno de los dos quería complicarse la vida, así que los suyos eran encuentros casuales, más de amigos o de socios con derechos que de amantes. El problema fue que lo que comenzó como una relación de conveniencia, de a poco se convirtió en necesidad; eran tan parecidos que se hacían falta el uno al otro.
El Chapo y Teresa aprobaban el compromiso de sus hijos. Gabriela había sido educada para ser la esposa y compañera de un narco, así que no sería un impedimento para que el Chapito se convirtiera en lo que deseaba a pesar de la resistencia de su papá, quien sin querer lo estaba formando.
El Chapo, que tenía otra idea, debía rendirse ante la realidad. Para nada quería que sus hijos fueran narcos. Sí quería que fueran como él en cierto sentido —echados pa’lante, trabajadores, inteligentes y rápidos—, pero que se dedicaran a otra actividad, no a ese negocio, en el cual la vida está comprada. Así se lo dijo a Emma cuando la llamó para saber de sus hijas. La mujer, quien guardaba un buen sentimiento hacia el Chapo, le recordó lo que muchas veces le había dicho: “Los hijos son el ejemplo que uno les da”.
Pues si era así, entonces él le daría el mejor ejemplo al Chapito.