LVI

EL FIN DE LOS BELTRÁN LEYVA

 

 

 

Joaquín convocó a sus hombres a una reunión para anunciarles que había llegado el momento de terminar con los Beltrán Leyva. “Nos vamos ya”, ordenó. El Chapito lo detuvo: “A huevo que los vamos a chingar, pero hay que hacer las cosas bien, apá”. Ya había pasado algún tiempo desde la muerte de Edgar y necesitaban planificar con eficacia lo que harían.

El Chapo no podía esperar. Por culpa de esos cabrones, había perdido a su familia, a su hijo, había perdido todo. El Chapito —como su padre, experto en el arte de la guerra— diseñó la operación. Armaron un pequeño ejército y definieron el mejor momento para atacar.

Entraron al rancho de los Beltrán Leyva a sangre y fuego. Balacera total. Era el enfrentamiento definitivo, la batalla más sanguinaria. Caían hombres de un lado y otro. El Chapo lideraba las acciones, no le temía a nada. Sus hombres se echaron a unos cuantos. Los hombres del Beltrán Leyva también avanzaban, dispuestos a impedir que el Chapo se saliera con la suya.

Finalmente y luego de varias horas de combate, Carlos Beltrán Leyva logró salir del rancho con vida gracias a la ayuda de sus hombres, que pagaron con sus vidas la huida de su jefe.

El Chapo no tardó mucho tiempo en localizar a Carlos en Culiacán. El operativo había sido planeado para ultimarlo, pero una llamada anónima a las autoridades federales, que arribaron minutos antes de la llegada del Chapo y su gente, le salvó la vida. Al momento de su captura, Carlos, que se identificó con una licencia de conducir falsa, portaba un arma tipo escuadra calibre 45 y munición para varios días. Al día siguiente de su captura fue trasladado al aeropuerto internacional de Culiacán y de allí a la ciudad de México para formalizar su arresto.

Poco a poco el Chapo iba consumando su venganza. Esto le satisfacía, pero sabía que ya no podría recuperar lo que había perdido por culpa de ellos.

Carlos Beltrán Leyva, eterno rival y enemigo del Chapo, dormía en un calabozo de una prisión federal mexicana. Solamente quedaba Héctor, el más escurridizo de los Beltrán Leyva, pero el único que era inofensivo, según el Chapo. Decidido, éste llamó a Héctor y le recordó que era el último de los hermanos Beltrán Leyva que quedaba libre. Lo citó en una zona desértica y le dijo que si no se presentaba arremetería contra toda la familia, que mataría a sus hijos como hicieron ellos con el suyo.

Al día siguiente, a plena luz del día, en una árida zona de Sinaloa se encontraron. Héctor era contemporáneo del Chapo. Hablaron de frente y sin tapujos. Héctor Beltrán Leyva no tenía nada que perder, pero sabía que los tentáculos del Chapo tarde o temprano lo alcanzarían. Héctor le dijo que no quería más muertes ni broncas, que estaba harto de la violencia, que se quería ir lejos de ahí, olvidarse del negocio de la droga y reiniciar su vida.

El Chapo lo quería matar: a las cucarachas había que exterminarlas, y no dormiría tranquilo hasta no ejecutar su venganza. Héctor no mostraba miedo sino resignación: si lo mataba, solamente le pedía que lo hiciera de una vez. El Chapo desenfundó su pistola y se la puso en la frente, dispuesto a disparar. No obstante lo desconcertaba la actitud de Héctor, el último de los Beltrán Leyva. Finalmente, le perdonó la vida. Lo quisiera o no, por la relación con su padrino, era como sangre de su sangre y ya bastante sangre propia habían derramado. Lo dejó vivir, pero le ordenó que se fuera lejos y que no volviera jamás. Le advirtió que si lo volvía a ver por allí no tendría compasión. Héctor Beltrán juró que nunca más volvería a escuchar de él —y lo cumplió—, y el Chapo se marchó.

Quienes no se olvidaron de Héctor Beltrán Leyva fueron las autoridades. Permaneció dos años en la más absoluta clandestinidad, viviendo en una colonia en Salvador de Allende, Guanajuato, haciéndose pasar por empresario de inmuebles y obras de arte. Nadie en la colonia sospechaba que tras esa fachada se escondía el hermano del hombre que puso a temblar la estructura del cártel de Sinaloa encabezado por Joaquín el Chapo Guzmán. Su detención se logró de manera rápida y eficaz en un restaurante de mariscos muy cerca de su casa.

Con la captura de Héctor Beltrán Leyva, su organización prácticamente desapareció. Lo único que quedó de ella fueron mandos medios que no lograron nada distinto a simples escaramuzas en el mundo de la mafia, y fueron controlados poco a poco por los grandes capos, a los que, de un bando o del otro, terminaron uniéndose para poder sobrevivir.