Las noches de pasión entre Teresa y el Chapo eran cada vez más frecuentes. Al Chapo lo satisfacía saber que tanto en los negocios como en la cama él llevaba las riendas. Teresa, poco a poco, fue entregándose a él, enamorada.
Teresa era de carácter fuerte, apretado, diferente del resto. Para empezar, le advirtió que no le permitiría otras fiestas que no fueran las de ella, ni locuras con mujeres de la vida fácil. El Chapo la frenó, él no aceptaba órdenes. Le dijo que ambos eran adultos e independientes y que ella no podía decirle qué podía o no podía hacer. Teresa se encabronó. Era celosa, posesiva, obsesiva y determinante.
El Chapo hacía sus bacanales a escondidas de Teresa. Les pidió a las mujeres de la vida fácil y a sus escoltas discreción absoluta. Teresa descubrió varias veces las aventuras del Chapo y ardía Troya. Teresa se lo advirtió miles de veces: “Solo puedes disfrutar de las bacanales que yo organice, pero sin tocar, solo ver y nada más”. Obviamente, eso aburría al Chapo, quien no podía aceptar semejante imposición. La mujer le reclamó con fuerza: no estaba dispuesta a tolerar infidelidades. Él era solo suyo y de nadie más.
Una noche Teresa lo visitó. Le llevó flores. Se compró ropa interior nueva, champán y fresas. El Chapo la recibió galante. Ella desconfiada, revisaba con la mirada para encontrar alguna pista que le indicara que ahí habían estado otras viejas. Solamente encontró unos aretes en un sillón y un labial en el baño. La verdad es que no descubrió nada de peso. La servidumbre había recogido los rastros y había limpiado la casa. Teresa y el Chapo se besaron apasionadamente. Era un momento perfecto que no podía ser interrumpido por nada más que su propia respiración, pero desgraciadamente se rompió al sonido de golpes insistentes a la puerta. Algo inusual en la casa del Chapo, presagio de que algo andaba mal. Y no estaba equivocado.
Los golpes continuaban. Teresa se arregló el cabello. El Chapo sacó su arma. Fue a abrir la puerta y, para su sorpresa, era Piedad, la viuda de su exsocio Coronel. Estaba borracha y buscaba drogas. Hacía tiempo se había fugado de un centro de rehabilitación y estaba hambrienta. Le pidió al Chapo que la dejara entrar.
Piedad, quien había sido reclutada por el general Mendoza cuando éste era coronel, nunca dijo a nadie que tenía un problema de adicción. Las drogas, todas, fueron un refugio para Piedad. Inició con calmantes, luego marihuana, coca y anfetaminas. El coronel Mendoza quien necesitaba a una mujer con clase dispuesta a infiltrar un narco, la convenció para que trabajara para él. Ella aceptó en gran medida por la facilidad para seguir viviendo esa vida de usos y abusos. Además de la sorpresa por verla, el Chapo sintió compasión por el drama y el dolor de su situación.
Teresa no podía creerlo y se preguntaba quién podría ser esa mujer. Se suponía que iba a ser una noche para ellos y resultaba que una buchona cualquiera se la arruinaba. Piedad balbuceaba tonterías sobre ella y el Chapo, los tiempos en que él la conquistó, las veces que hicieron el amor, las promesas y los regalos que le hizo. Era un momento bochornoso.
Pero el Chapo no podía dejarla en la calle: era la viuda de su socio. “¿Quién es esta mujer?”, preguntó Teresa. Él le explicó con lujo de detalles. Era inteligente, hermosa, dulce y había sido la mujer de Coronel. El Chapo lo mató y ella le había salvado la vida en esa ocasión. Teresa no podía contener los celos. Se sentía denigrada, humillada. El Chapo le pidió que no fuera tonta y le aseguró que jamás la tocaría de nuevo, pero Teresa no escuchaba razones. Con un arma en la mano le dijo: “O ella o yo; decide”. El Chapo no era de los hombres que se dejaban mangonear, y mucho menos por una mujer como Teresa, a quien utilizaba para dejar en la cama sus tristezas y problemas. Ella solo era su comodín y se tomaba libertades que no le correspondían. No había nacido la persona que le dijera qué hacer y qué no hacer. Ni su abuela —que en paz descanse— fue capaz de enderezar al chamaco. Para que bajara de la nube en la que andaba, le dijo: “Piedad se queda aquí en mi casa y punto. Mañana a ver qué pienso”.
“Te vas a la chingada”, respondió Teresa mientras recogía su ropa. Tomó la botella de champán, abrió la puerta decidida y antes de salir reflexionó un segundo y le clavó la mirada: “Hasta aquí llega lo que teníamos, te olvidas de mí y de la sociedad, cabrón”. El Chapo, con aparente tranquilidad —en realidad estaba que se lo llevaba la chingada—, le pidió que se calmara y pensara las cosas, que no mezclara la chamba con la cama, que así no se trabajaba en ese negocio, había mucho dinero de por medio, que ni él ni ella querían perder. A ella no le importaba. Le iba muy bien antes de asociarse con él. El Chapo le ofreció una alternativa: si no quería, no se volvían a ver, pero le pedía que renunciara a la tonta idea de romper los lazos comerciales. Teresa, sin más, salió hecha una fiera, lanzando insultos. “Me las vas a pagar, pinche Joaquín Guzmán. Te lo juro”, dijo al final.
El Chapo la juzgaba de loca, no tomaba en serio sus amenazas. Total, eran tantos quienes querían asesinarlo que sería una más en la lista. Además, estaba seguro de que al día siguiente, cuando todo se hubiera calmado, Teresa lo llamaría para solucionar las cosas.