Al día siguiente, el Chapo se encontró con el nuevo enlace del gobierno. Le habló de frente. Ya había hecho lo que le pidieron. Acabó con los enemigos, principalmente con los Beltrán Leyva, y a los Zetas estaba a punto de hacerlos desaparecer. Reunificó narcotraficantes y los organizó a todos en un solo cártel bajo su mando, y controló los índices de criminalidad en las calles. Esperaba que ellos cumplieran lo prometido. Una estadía en una prisión mexicana y por ningún motivo ser extraditado a los Estados Unidos.
El único inconveniente que tenía el Chapo era que las cosas en el gobierno habían cambiado. Ahora ningún funcionario reconocía el acuerdo que tenían con él, en el que su parte era ayudarlos a controlar los índices de criminalidad. Los altos mandos sufrían amnesia conveniente. En lo único que pensaban era en su captura y su inminente reclusión.
La razón por la que lo usaron había pasado a la historia. Ahora su cabeza tenía precio, el precio de la dignidad de un país que reclamaba un triunfo en la lucha contra el narco.
El Chapo se sentía acorralado. El gobierno no reconocía que había hecho un acuerdo con él. Eso significaba, para un buen entendedor, que el gobierno trataría de acabar con él utilizando sus tres fuerzas. Después de reflexionar, concluyó que solo contaba con sus hijos y posiblemente con Emma, a quien definía como la mujer que más lo había comprendido.
El Chapo se acercó a la casa de su familia, para verla y para pedirle lo que él muy poco sabe hacer: perdón.
Emma recibió la razón con tristeza pero siempre optimista. La vida había sido dura pero, total, él era el padre de sus gemelas. Al ver que el Chapo llegó con una sonrisa llena de dulzura, sin fuerza ni ganas de discutir con él, aceptó escucharlo. El Chapo le preguntó: “¿Puedo?”. Y ella respondió que sí. Se sentó a su lado, la abrazó y le dijo que le hacían falta sus hijas. Le pidió perdón por todo el daño que le había ocasionado y por no haberla escuchado. Le dijo que no lo había hecho porque era un idiota que no escuchaba a quien debía, que ella era la mujer más importante de su vida, la más respetable, la que mejor había llegado a conocerlo. Emma lo escuchaba sin decir palabra.
El Chapo reconoció sus excesos. Le dijo que tal vez los había cometido tratando de olvidar su propia realidad, que jamás se había visto ante el espejo de la vida y sentía que había algo mal por lo que estaba pagando. A Emma le parecían buenas razones, pero pensaba que echar mano del pasado no era una buena idea para resolver lo que tenían que arreglar en el presente. Para él el pasado era importante, le dijo, porque nunca se había detenido a pensar y haciéndolo es como pudo reconocer la calidad de mujer que había sido ella, que había sacrificado todo por nada.
El Chapo no quería perderla. Tenía tantos problemas que había pensado incluso en someterse a la justicia, y quería tenerla a su lado. No deseaba estar un día más en libertad si no era con ella. Si se entregaba, quería irse con la certeza de que contaba con su amor y con el de sus hijas. Emma lo perdonó. Entendía que no había buscado hacerle daño, ni a ella ni a las niñas. Emma lo besó en la frente y concluyó: “Si te sigues portando mal, te vas a quedar solo para siempre”.
Arreglar las cosas con Emma no iba a ser tan fácil. Emma tuvo que recordarle las mujeres que había tenido y que ella tuvo que soportar sin decir nada. Nombró a Camila, la de la prisión; a Piedad, la esposa del difunto Coronel; a Alejandrina y Griselda; a las mil buchonas con las que se había involucrado por diversión; a tantas otras que no había podido olvidar. Emma reveló que sabía de todas sus mujeres, pero ella, al igual que él, era dependiente de una creencia que había descubierto que era mentira.
El Chapo estaba seguro de que por ser quien era —una máquina de hacer fortuna— tenía derecho a tener las mujeres que quisiera. Para él el amor era un trueque. No importaba si las mujeres a su lado le daban mucho o poco, con todas era especial y a todas las llenaba de joyas y riquezas a cambio de caricias.
Las palabras de Emma hicieron sentir al Chapo más pequeño de lo que era. Trataba de justificar su conducta como padre y esposo, cuestionando si le había hecho falta algo. Emma, sin sobresaltarse, le agradeció todo lo que le había dado, sabía que era importante, pero por encima de lo material estaba la dignidad de una mujer, y cuando ella tomó la decisión de dejarlo había sido porque sentía que la suya estaba como petate para que él pusiera sus pies.
El Chapo hubiera preferido que le dispararan con una .50, como hicieron con Edgar. Era lo más duro y contundente que había escuchado. Nunca lo había pensado así. Si todos los hombres en México tenían varias mujeres, cuál era el problema, decía con la intención de justificarse. “Y los mexicanos lo merecemos porque somos bien machos”, remató el Chapo. “Es una cuestión de dignidad”, le repitió Emma, “por personas como tú es que tenemos el país que tenemos”.
“¿Dignidad?”, preguntó el Chapo. Qué es, dónde la venden, dónde crece que él no la conoce. Para él la dignidad eran las palabras grandotas que le decía su mamá a su papá cuando llegaba borracho a pegarle; dignidad era guardarse las ganas de matarlo para que no le pegara a la única mujer que lo consentía; dignidad era tener que trabajar a los ocho años para mantener a su familia. Esa era la única dignidad que conocía, así que, ¿de qué dignidad le hablaba? La respuesta de Emma fue contundente: “De la que se siente cuando un hombre la respeta a una como esposa, como mamá, como mujer. Tú te creíste que si respondías económicamente tenías el derecho de hacer lo que quisieras, y para que lo sepas, lo que la mayoría de las mujeres buscamos es que se nos respete, no que se nos llene de oro”.
Fue otro duro golpe para el Chapo. Emma, viendo que estaba sufriendo, le pidió que se marchara. El Chapo aceptó. Se fue sintiéndose un pobre diablo, pero también pensando en un plan. Es que Joaquín Guzmán Loera no daba su brazo a torcer y jamás se daba por vencido, así no entendiera lo que es la dignidad.