La siguiente premisa constituye la primera conclusión que puede obtenerse tras conocer la historia de un personaje como el Chapo Guzmán: “El crimen no paga”. Es una conclusión a medias, pues la premisa, en tiempo presente, se queda estática frente a un negocio —el narcotráfico— que se mueve y crece permanentemente.
Por este negocio muchos quedan huérfanos, sin hermanos, sin hijos, sin padres, víctimas de una masacre brutal. Conclusión: la premisa —“El crimen no paga”— es verdadera, pero mientras se acepta como verdad, la gente sigue perdiendo la vida, porque saberlo de nada sirve.
Que el crimen no paga lo saben quienes, de una u otra manera, han caído en los tentáculos mentirosos del narcotráfico y, sin embargo, no se resisten. Lo hacen por ambición, necesidad, emoción; tal vez por venganza contra un Estado o contra una sociedad que nada les ha dado. Son múltiples las razones por las que personas como el Chapo Guzmán deciden torcer su vida. Es el cauce de un río imposible de contener, que penetra e inunda los rincones de una comunidad que no toma medidas para liberarse del flagelo.
La mala noticia es que soñar un mundo sin drogas no es realista. Se pueden controlar pero no terminar. El ser humano tiende a ellas desde tiempos remotos. El hombre siempre ha buscado sentir más allá de lo que le premiten sus cincos sentidos. Es su propia búsqueda la que lo lleva a confundirse, por eso no se puede mezclar, ni echar en el mismo saco a quien consume la droga y a quien la produce. El primero tiene una búsqueda, mal encauzada, en la vida; el segundo solo ve un negocio y su ganancia potencial, como lo hacen las empresas legalmente constituidas.
Tampoco puede mezclarse quien la siembra o la cosecha, con quien la procesa y distribuye. Son circunstancias distintas, aunque lo más sencillo es meter a todos en una misma bolsa y lavarse las manos para, desde mi comodidad o la comodidad de la justicia, salvar responsabilidades.
Estigmatizar un fenómeno como el narcotráfico y sus múltiples aristas no aporta ninguna solución a un problema que hemos creado todos desde todas las trincheras. Un caso concreto es el del Chapo Guzmán, quien nació en un entorno donde el narcotráfico era algo normal. Las actividades productivas giraban en torno a él y eran regidas por normas establecidas por los implicados, quienes desconocían las leyes de una sociedad que solo los tomó en cuenta cuando fueron en su contra, obviando algo fundamental: la prevención.
La buena noticia es que muchos de los personajes que permanecen en el negocio, si se reintegran a la sociedad, dejarían sus negocios. El problema fuerte aquí es la exclusión que hace la sociedad calificando como contrario a ella al que no se somete. Esto a la larga termina siendo conveniente para ciertas autoridades que sacan provecho de eso y se enriquecen a costa de aquellos excluidos que de alguna manera quieren ser aceptados. ¿Quién manda a quién?
Lo más cómodo es juzgar y estigmatizar al otro, pues al hacerlo se diluye cualquier sentimiento de responsabilidad, olvidando que todos formamos parte de un todo, y que lo que haga el otro me afecta directamente o indirectamente a mí. Un planteamiento responsable en este sentido ahorraría muchas muertes, guerras y enfrentamientos cuyos costos son muy elevados para cualquier sociedad.
No se trata de bajar los brazos. Se trata de utilizarlos para abrazar a aquellas personas que, como el Chapo Guzmán, hubieran preferido tener un espacio para reflexionar sobre el mal que ocasionaban, a cambio de poder vivir junto a su familia, ese primer círculo afectivo que nos vuelve seres humanos.
Un ejercicio interesante es ver la vida en todas sus dimensiones, no solamente en blanco y negro. Esa perspectiva es más constructiva que el juicio descarnado hacia los demás, que no es otra cosa que un juicio contra nosotros mismos.