El Chapo y sus camaradas presos con él en Puente Grande, tras una minuciosa labor de inteligencia decidieron que, tal como Joaquín había pensado antes de su llegada, el único modo de escapar de la custodiada prisión era por la enfermería.
A esas alturas el Chapo había realizado un estudio pormenorizado de la logística de la enfermería: conocía los horarios de citas, los instrumentos que utilizaban, los uniformes y dónde los guardaban, a qué hora llegaban y salían los asistentes, qué tipo de medicamentos suministraban para calmar a los enfermos y cuáles eran los días de más trabajo y los más tranquilos, entre otras cosas.
Uno de sus hombres fue el encargado de levantar el censo a todos los externos que tenían que ver con la enfermería. Investigó proveedores, laboratorios clínicos, servicio de ambulancias, paramédicos, lavandería y hasta a los que traían las cofias y tapabocas.
Fueron varias noches las que dedicaron a estudiar el minucioso plan que contemplaba dominar el pabellón, hacer alianzas, tener tanto a presos como custodios y personal administrativo controlado. Para lograrlo, a menudo invitaba licor, mujeres y droga dentro del penal; el Chapo se convirtió en el amo y preso simbólico al que otros presos y custodios querían proteger por tanta “bondad”.
Con ese dominio y esa confianza es que el Chapo y sus secuaces celebraban en la celda trescientos siete. Después de tener la información suficiente, habían decidido echar a andar el plan. En una botella de Coca-Cola que hacía las veces de vaso sirvieron el Bacardí con el que brindaron mientras el Chapo se deshacía de su vestimenta de reo para ponerse ropa especial, capaz de evitar que los sensores detectaran el calor del cuerpo. Por última vez y ante el nuevo horizonte, el Chapo le dio un repaso al que fue su segundo hogar.
La vida en la celda —decorada en las paredes con una imagen del sagrado corazón, otra del santo Malverde, una foto de Griselda con sus hijos y un póster del boxeador mexicano Julio César Chávez— que por varios años lo hospedó le enseñó lo que antes intuía pero que jamás había sentido hasta que llegó a Puente Grande: más importante que el dinero y el poder es la libertad.
El custodio, según lo previsto, llegó a la hora indicada haciéndose notar. El Chapo se despidió de sus dos grandes amigos prometiéndoles que, mientras él viviera, nunca les faltaría nada. El más emotivo le dio un fuerte abrazo: “Es cuestión de honor compadre”, le dijo, mientras el custodio presionaba confirmando que era hora de salir.
El custodio, un moreno fuerte de treinta siete años, empujaría el carrito con ropa sucia desde la enfermería hasta la lavandería. No andaba ni lento ni rápido, caminaba como lo hacía cada miércoles que sacaba la ropa sucia de la enfermería para llevarla al camión de la lavandería. En el fondo del pasillo lo esperaban dos estaciones de vigilancia, con un oficial en cada una, encargado de examinar los carritos que se amontonaban frente a los sensores.
El primer vigilante se acercó para revisar el contenido del carrito. Antes de hacerlo miró al custodio fijamente. Éste le sonrió y dijo: “Si las miradas mataran…”. El comentario no fue bien recibido por el vigilante, quien le reclamó que llevara tanta ropa. El custodio simplemente se encogió de hombros. El vigilante no escondía las ganas de mirar en el interior del carrito.
Fue un momento de gran tensión para el Chapo, quien, escondido en el fondo del carrito, sudaba, esperando que todo saliera según lo planeado. Los traumas permanecen y tuvo que taparse la boca para no gritar. No había considerado que una vez más lo afectaría la experiencia infantil de haber sido encerrado en un armario por su padre. Fueron tres segundos que lo obligaron a rogar de nuevo al santo Malverde que le hiciera el milagro; prometió que si lo lograba nada le faltaría a su santuario y se comprometió a ayudar a la gente pobre haciendo obras sociales a cambio de su libertad.
El vigilante, al ver el rostro despreocupado del custodio —quien resultó ser un actor de primera línea y que por esa pequeña hazaña recibiría una fortuna y una casa para su madre—, le hizo un gesto para que acercara el carrito a los sensores de calor y movimiento. Los dos vigilantes se acercaron a los monitores adonde los sensores enviaban señales digitales en caso de encontrar algo anormal. La vestimenta y el revestimiento del carrito habían funcionado a la perfección, como lo habían planeado los camaradas del Chapo. En la celda 307 celebraban el éxito de la operación. Mientras tanto, en la enfermería la doctora se preguntaba adónde había ido a parar su indumentaria que había desaparecido.
En el abastecimiento del penal —el lugar donde llegan todo tipo de camiones, cajas, vehículos y provisiones— el custodio entregó el carrito con la ropa sucia a un hombre que iba vestido como empleado de una empresa de lavandería. “Eso fue lo que pidió el señor”, le dijo. Ésta era la clave para asegurar que todo estaba bajo control.
En el interior, en al área médica del penal, el custodio que venía de regreso fue abordado por el primer vigilante, quien quería confirmar con tabla en mano si le habían hecho la segunda revisión. El custodio, siguiendo su buena actuación lo miró a los ojos para responderle que lo habían contratado para la limpieza, para nada más. El vigilante se sintió molesto por la respuesta y desenfundó su arma; la tensión podía cortarse en el aire. Otro guardia que hacía su ronda rompió el momento; quería saber qué pasaba.
Las aguas bajaron cuando el custodio se quejó de que los vigilantes abusaban de su poder. Él solo hacía su trabajo. La situación se calmó al interior del penal, mientras que en la carretera desolada que lleva a Puente Grande, del camión de la lavandería bajó el Chapo, sonriente, con la mirada fija en el horizonte: estaba dispuesto a cobrar venganza y poner las cosas en orden.
El Chapo, rápidamente, se vistió con su ropa habitual: zapatos de plataforma, pantalones vaqueros, camisa ceñida al cuerpo y cinturón de piel de serpiente. Después se acercó a uno de sus hombres, que había bajado de un sedán, quien le dio lo que no podía faltarle: una gorra de beisbolista. Luego de acomodarse la gorra con la visera hacia atrás, abordó el coche, que arrancó de inmediato para perderse por la carretera rumbo a la libertad.