Capítulo Dos

T. J. Burke se retorció para zafarse del hombre que la agarraba.

–¿Es que te has golpeando en la cabeza? –protestó Burke con voz ronca y baja.

El hombre que la sujetaba la miró a los ojos, sin intención de moverse, haciendo que el espacio de la cabina pareciera reducirse de manera alarmante. La sonrisa de sus ojos dorados se tornó peligrosa. Era una clase de peligro que le llegaba a lo más hondo, no porque fuera amenazador, sino porque le provocaba una respuesta impactante.

Entonces, el coloso habló con su seductora voz de barítono.

–El único golpe que me he llevado en la cabeza esta noche ha sido por cortesía de tus capaces manos.

–Ya que te golpeé con la intención de arrancarte la cabeza, es posible que se haya estropeado algo ahí dentro. Quizá odo el cerebro.

El hombre se apretó contra ella, invadiéndola con su aroma y su virilidad.

–Oh, el cerebro me funciona muy bien. Harían falta… –comenzó a decir Harres, y la recorrió el cuerpo despacio con la mirada–. Diez como tú para afectarme la cabeza.

–Yo estuve a punto de noquearte con un solo golpe hace poco –le espetó Burke, pensando que el oxígeno de la cabina parecía estar agotándose–. Y con las manos atadas.

–Puedes ponerme de rodillas, sin duda. Pero no te hace falta golpearme para eso. El efecto que me has causado no tiene nada que ver con tu fuerza física y, menos aún, con tu pequeño tamaño.

–¿Eso es lo único que se te ocurre? ¿Meterte con mi tamaño?

–No deseo meterme contigo –repuso él, mirándola con intensidad–. Y el tamaño de tu cuerpo me parece perfecto.

Con la piel de gallina y el corazón acelerado, T. J. hizo una mueca.

–¿Seguro que no estás aturdido por el golpe? ¿Siempre hablas así con otros hombres?

–Ni siquiera hablo así con las mujeres –repuso él con una sonrisa cada vez más peligrosa–. Pero es como te hablo a ti.

–¿Así que se te ha metido en la cabeza que soy una mujer? –preguntó T. J., intentando apartarse–. Acabamos de sobrevivir un choque terrible y estamos en medio del desierto… ¿y pretendes ligar conmigo? ¿Tienes idea de lo ridículo que resultas?

–Lo que es ridículo es que creyeras que una barba peluda y ese corte de pelo podrían ocultar tu feminidad. Yo me di cuenta… desde el primer momento. ¿Por qué no dejas de actuar y me dices de una vez quién eres en realidad?

–¡Soy T. J. Burke!

–Mi bella barbuda, sólo uno de los dos tiene testosterona en las venas –señaló él con una sonrisa desarmadora–. No me hagas mostrarte… la prueba tangible.

T. J. lo miró a los ojos, intentando no amedrentarse y mostrar la misma audacia que él.

–¿La prueba tangible es… que te sientes atraído por los hombres rubios de poca estatura?

La risa del hombre la recorrió como una corriente eléctrica.

–Lo primero que tienes que aprender de mí para que podamos entendernos es que soy inmune a los insultos. Ni siquiera te golpearía por lo que has dicho si fueras un hombre. Pero mi cuerpo supo que no lo eras desde el primer momento en que te puse los ojos encima en aquel sucio agujero. Así que… ¿estás dispuesta a admitirlo por ti misma o quieres que ponga la prueba sobre la mesa?

T. J. se hundió contra el asiento, mientras el hombre levantaba la mano hacia ella.

–Ponme la mano encima y te la destrozaré de un mordisco –amenazó T. J.

–Me encantaría que me mordieras por todo el cuerpo –replico él–. Además, tu amenaza no hace más que confirmar tu feminidad. Si fueras un hombre, me habrías dicho que ibas a arrancarme la mano o a rompérmela o cualquier otra cosa de machos.

–¿Eso es lo que suelen decirte a ti los hombres? ¿Y las mujeres suelen morderte?

Él afiló la mirada.

–No sigas provocándome. La reacción de mi cuerpo es tan evidente que ni siquiera una bala puede suavizarla.

–¿Una bala? –preguntó ella con los ojos muy abiertos–. ¿Te han dado?

Él asintió.

–¿No vas a apiadarte de un hombre herido? Dime tu nombre, al menos. Y muéstrate tal como eres.

–Oh, cállate. ¿De verdad estás herido o me estás tomando el pelo?

De pronto, el hombre le agarró la mano y la apretó contra su torso. Primero, T. J. sintió la fuerza de su pecho, vibrante y lleno de vida. Luego, la viscosidad de la herida.

Antes de que ella pudiera apartar la mano alarmada, él la agarró con suavidad de la cabeza, haciendo que sus miradas se encontraran.

–¿Lo ves? Estoy sangrando. Por ti. Podría morir.

¿Vas a ser tan cruel como para dejar que eso pase sin decirme quién eres?

–Cállate –pidió ella, intentando apartarse.

–Lo haré si me cuentas la verdad –repuso él.

–No necesitas que te hable, sino que te cure la herida.

–Yo me ocuparé de eso. Tú, habla.

–No seas estúpido. Puede que la bala haya llegado a las arterias intercostales. Debemos averiguar cuál ha sido el daño. Te puede bajar la presión sanguínea de golpe, sin avisar. Y si eso pasa, ¡no habrá nada que hacer!

–Hablas como una experta. ¿Te han disparado alguna vez?

–He tratado a gente herida. Y ninguno fue tan estúpido como para rechazar mi ayuda.

–¿Crees que ésa es manera de tratar al hombre que te ha salvado? ¿Y puedes quitarte esa barba falsa de la cara?

–¡No puedo creerlo! Puede que pierdas la conciencia en cualquier momento y sigues intentando probar esa loca teoría tuya.

Él sonrió, imperturbable.

–De acuerdo. Hablaré –se rindió T. J., apretando los dientes–. Después de ocuparme de ti.

–Te dejaré ocuparte de ti. Después de que hables.

–Vamos. ¿Dónde está el botiquín del helicóptero?

–Te lo diré cuando me digas lo que quiero escuchar.

–No quieres que te diga la verdad, ¿eh? Porque eso ya te lo he dicho.

El hombre dio un paso atrás cuando T. J. alargó las manos hacia su herida.

–No me toques hasta que no admitas que eres una mujer. Sólo dejo que me toquen las mujeres.

T. J. lo miró a los ojos, que brillaban con malicia.

–No quieres comprender lo grave de tu situación, ¿verdad? ¿Y que te importa que yo lo admita o no? Tú lo sabes ya. Además, no voy a limitarme a tocarte. Voy a sumergirme en tu sangre.

El hombre abrió más los ojos, contemplándola con intensidad.

–Supe que estabas hambrienta de sangre desde el momento en que me atravesaste con tu mirada matadora. Luego, intentaste pulverizarme los dientes.

Aquel hombre era terrible. En todos los sentidos. T. J. no pudo reprimir una sonrisa, a pesar de que estaba preocupada por su estado. No había manera de valorar lo grave de su situación hasta que no lo examinara.

–Y yo que creí que eras inteligente. Sin duda, las apariencias engañan.

–Habla –pidió él hombre de nuevo.

–No sé qué quieres que te diga. Según aseguras, desde el primer momento, no te cupo duda de mi feminidad.

–Ay. Si perezco, será culpa tuya.

–Dame un respiro –protestó ella, exhaló y se arrancó la barba que llevaba pegada. Se frotó la cara dolorida después de habérsela quitado casi por completo; una parte le quedó colgando del rostro–. Ya está. ¿Estás contento, asno tozudo?

–Qué cosas tan bonitas me dices.

Con cuidado, él le retiró el resto de la barba. Luego, le dio un masaje en la mandíbula y las mejillas, calmándole el dolor con sus fuertes dedos. Ella gimió sin poder evitarlo, sintiendo su cuerpo recorrido por un fuego abrasador.

Ya Ullah, ma ajmalek –susurró él–. Qué hermosa eres. Pensé que había visto toda clase de bellezas, pero nunca había posado los ojos en nadie como tú. Pareces hecha de oro y piedras preciosas.

T. J. sintió todavía más calor ante sus palabras. La primera vez que lo había visto, se había quedado petrificada de miedo. Pero, cuando lo había mirado a los ojos en aquel baño asqueroso, todas sus células habían respondido a él con excitación. Luego, la solicitud y la atención de su rescatador habían terminado de derretir el hielo de su corazón.

Aún no podía creerse que él hubiera sido capaz de descubrir su disfraz. Nadie la había descubierto desde que había llegado a Zohayd. Sus raptores no se habían enterado, y eso que había estado todo el día con ellos. Pero él había detectado su feminidad desde el principio, a pesar de la oscuridad de la noche y la situación de emergencia.

A pesar de su disfraz, de todas las ropas que ella llevaba, incluido el corsé que apretaba sus senos, él lo había averiguado. Y, del mismo modo que su rescatador había sentido su vibración, ella se había sumergido en la de él. Había percibido su olor, la fuerza de su cuerpo formidable y la sensualidad de su masculina voz en medio del caos de la huida y el viento del desierto.

Y, a pesar de haber reaccionado a su fuerza igual que había hecho a la de sus captores, con miedo, asco y desesperación, la de su rescatador le resultaba emocionante y apaciguadora al mismo tiempo.

Lo cierto era que ningún hombre le había resultado nunca tan… excitante.

Por eso, tal vez, era ella quien se había golpeado en la cabeza, pensó T. J. Algo debía de andar mal, pues lo único que deseaba en ese momento era abrazarse a él y no dejarlo marchar.

Como si hubiera leído sus pensamientos, el hombre se apretó contra ella, apoyó la cara en su cuello y la acarició con su aliento.

–Incluso con la colonia de hombre que llevas y los días que llevas encerrada, hueles a gloria. Y todavía no me has dicho tu nombre, jameelati.

Ella apartó la mirada de sus ojos hipnóticos.

–¿Crees que si sigues preguntándomelo te daré una respuesta diferente?

Él la miró a los ojos y asintió, como si hubiera tomado una decisión.

–Te llamas T. J. ¿Qué significan tus iniciales?

–¿Me crees? –preguntó ella, parpadeando.

–Sí. Mi intuición contigo no se ha equivocado hasta ahora. Creo que estás diciendo la verdad. Incluso es posible que no hayas desarrollado la capacidad de mentir.

–Lo dices como si fuera una delatora incontinente. No les he dicho a mis captores nada.

–No decir nada no es mentir. Si mantienes la boca cerrada cuando alguien te amenaza con hacerte daño, eso demuestra que eres valiente. Y yo no he dudado de tu coraje en ningún momento. Bueno, una vez aclarado eso… ¿Cómo te llamas?

T. J. respiró hondo.

–Talia Jasmine. ¿Satisfecho? Ahora dime dónde está el maldito botiquín.

Ella lo oyó inspirar y sintió su aliento en el rostro. Aquellos ojos llenos de profundidad la hicieron temblar. De todo, menos de frío.

Sin decir palabra, él levantó la mano y sacó un gran botiquín.

Ella lo agarró y revisó con alivio su contenido. Había allí todo lo que podía necesitar.

Sacó una bolsa de suero, la colgó encima de la cabeza de él, le tomó el brazo derecho, le introdujo la aguja, se la sujetó con un poco de esparadrapo y preparó la solución salina para que fuera restableciendo los fluidos en el cuerpo del herido.

Él le acercó algo a los labios. Una botella de agua. Entonces, T. J. se dio cuenta de que llevaba mucho tiempo sin beber y apuró la botella de un trago, bajo la atenta mirada de él.

Ella se lamió los labios y se aclaró la garganta.

–De acuerdo. Ahora tienes que descubrirte la herida y sujetarme la linterna. Es mejor que vayamos a la parte trasera del helicóptero, para que puedas tumbarte.

Él esbozó otra de sus seductoras sonrisas.

–Puedo hacer dos de las tres cosas que me pides. Con gusto me quitaré la ropa. Y puedo sujetarte la linterna mientras revisas el impacto de bala que recibí porque estaba demasiado centrado en ti como para prevenirlo. Si me hubieran matado, no quiero ni pensar lo que habría sido de ti.

–Como si ahora estuviera en muy buena situación –murmuró ella, mientras se ponía los guantes de goma.

–Los dos estamos de una pieza, bueno, yo estoy un poco tocado, lo que es la mejor situación posible teniendo en cuenta las circunstancias. Pero tengo que informarte de que tuve que sacrificar la parte trasera del helicóptero en el aterrizaje de emergencia. Dudo que allí atrás haya espacio para tumbarse. Ni siquiera para alguien de tu especie.

Ella levantó la vista de la bandeja con utensilios médicos que estaba preparando.

–¿Especie? ¿Te refieres a las mujeres? Creía que éramos un género dentro de la especie humana.

–Felina –indicó él y sonrió mientras se levantaba la túnica para dejar el descubierto su herida–. No conozco otra cosa que sea capaz de salir por una ventana alta con tanta gracia y economía de movimientos.

–Se llaman gimnastas. Yo lo fui hasta los dieciocho años. Al parecer, recupero mis habilidades cuando estoy en condiciones difíciles.

Él terminó de desatarse el turbante de la cabeza. Era un hombre acostumbrado a embutirse en ropa antes de salir al desierto, para protegerse así de su hostilidad y crueldad, pensó ella.

De pronto, todos los pensamientos de T. J. se desvanecieron. El turbante dejó al descubierto el denso cabello color caoba de él, largo hasta los hombros.

–Deberías ser actor –dijo ella, tragando saliva.

–¿Eh? –dijo él, quitándose la túnica negra por encima de la cabeza. Se quedó sólo con una camiseta de manga larga, ajustada a su poderoso torso.

–Deberías estar en el teatro representando el papel del Rey León –sugirió ella–. No te haría falta casi maquillaje.

Cuando él intentó quitarse la camiseta, gimió de dolor y se detuvo.

–Parece que no puedo levantar bien el brazo izquierdo.

–¿Tienes en el helicóptero ropas para cambiarte?

–Sí.

–De acuerdo –dijo ella, sacó las tijeras y comenzó a cortarle la camiseta.

Él protestó por lo frías que estaban las tijeras sobre su piel caliente y gimió cuando ella llegó a la parte de tela que estaba pegada a la herida y tuvo que desadherirla. Luego, gritó cuando su enfermera improvisada le palpó los bordes de la herida.

No sólo era un grito de dolor. Para un oído hipersensible, el sonido tenía una levísima inflexión de inconfundible placer.

T. J. se estremeció al oírlo y se preguntó qué pasaría si lo tocara sin guantes, piel con piel, y sólo por placer, no para examinar una herida.

Debía dejar de fantasear y centrarse en lo que estaba haciendo, se dijo T. J. Sin duda, tenía que estar bajo los efectos del shock para dejarse seducir por un hombre así.

Así que, esforzándose en concentrarse, T. J. continuó con su labor.

De pronto, se dio cuenta de algo. Ella había estado llenando jeringuillas con anestésico, antiinflamatorio y un antibiótico de amplio espectro y, mientras, él le había estado ayudando, tomando las jeringuillas llenas y colocándolas sobre la bandeja con la precisión de un experto. Siguió ayudándola con total eficiencia, sabiendo dónde poner cada cosa. Ella preparó los escarpelos, la sutura, las vendas, las gasas y el antiséptico.

Sin duda, él no se había echado un farol cuando había dicho que podía curarse la herida solo. Ese hombre era experto en muchas cosas más que en rescatar secuestrados. Las operaciones médicas de urgencia tampoco le eran ajenas, pensó ella.

¿Quién era él?

Cuando T. J. abrió la boca para preguntárselo, él le tocó la mejilla con un dedo. La ternura de su caricia estuvo a punto de pulverizar sus defensas. Se tragó su pregunta.

–No estabas exagerando cuando dijiste que sabías tratar las heridas de bala. ¿Quién eres en realidad, Rocío del Cielo?

T. J. se detuvo un momento, antes de continuar con la cura.

Nunca nadie se había parado a pensar en lo que significaba su nombre.

–Tus padres acertaron al elegir un nombre que expresa tan bien tu delicadeza y lo maravillosa que eres.

Ella lo miró ofendida.

–¡No soy delicada!

Él sonrió con indulgencia.

–Oh, pero lo eres de una forma increíble.

–¿Cómo tienes la mandíbula? –preguntó ella, afilando la mirada.

–Mi mandíbula siempre recordará su encuentro contigo. La verdad es que no tienes nada de frágil. Tienes una delicadeza refinada y llena de recursos. Por fuera, eres de puro oro, recubierto de diamantes y, por dentro, acero pulido.

Ella torció la boca.

–¿Estás seguro de que no te has golpeado en la cabeza? ¿O es que siempre estás preparado para improvisar poesía?

–No, más bien, no. Las mujeres me acusan de ser parco en palabras. Nunca digo algo que no piense. O que no sienta. Tal vez, por eso me eligieron para hacer cumplir la ley y no para la diplomacia.

–Entonces, entre las hordas de mujeres que han pasado por tu vida, ¿yo soy la única que después de una misión de rescate te ha conmovido tanto como para sacar tu poeta interior?

–Lo has resumido a la perfección.

De pronto, él se volvió y se tumbó, apoyando la cabeza en su regazo.

Petrificada, ella lo miró.

–Éste es el único sitio donde puedo tumbarme.

T. J. tragó saliva, mirándolo a los ojos, y reprimió su deseo de acariciarle el pelo y la cara, de inclinar la cabeza y besarlo en la frente antes de empezar a pinchar y cortar con el escarpelo.

Antes de sucumbir a aquellas ridículas ideas, ella puso la bandeja que había preparado en el suelo y centró la atención en el costado del herido.

–Bien. Así podré pasarte mejor las cosas –indicó él.

Ella asintió y se aclaró la garganta, con la esperanza de poder concentrarse en lo que estaba haciendo.

A continuación, comenzó a examinarle la herida.

Harres levantó la vista hacia aquella enigmática mujer. Él la había salvado y, a su vez, ella lo estaba salvando.

Le sostuvo la linterna con esmero y la observó mientras ella le inyectaba un anestésico local.

Era más que hermosa. Era única. Mágica. Él no le había dicho ni la mitad de lo que pensaba cuando ella le había acusado de poético.

Cuando ella se había aclarado la garganta, Harres había adivinado que estaba luchando por mantener la compostura y que eso no tenía nada que ver con lo delicado de la situación médica.

–De acuerdo. La bala ha hecho una entrada limpia en los músculos. Te ha dado en la escápula, astillando tres costillas. No hay tendones ni nervios heridos. Hay daño muscular en el punto de entrada de la bala. Al salir, te ha hecho un herida de cuatro centímetros. Lo peor es el sangrado, pues parece que ha afectado a algunas arterias. Voy a tener que abrir la herida y meterme en ella para alcanzar esas arterias y cauterizarlas. Pondré puntos de sutura internos para los tejidos más dañados, pero dejaré la herida abierta para drenar si es necesario. La cerraré cuando haya pasado la inflamación y estemos seguros de que no hay infección.

Mientras hablaba, T. J. iba ejecutando su plan con gran precisión. Él siguió ayudándola.

A cada minuto, Harres se sentía poseído por nuevas sensaciones. No sólo su reacción física por notar los muslos firmes y cálidos de ella bajo la cabeza, ni su aroma embriagador. Nunca había experimentado tanta sinergia, ni siquiera cuando había trabajado con sus hermanos o sus hombres. Nunca había dejado que ninguna persona se hiciera cargo de nada mientras él había estado allí y, mucho menos, de su bienestar físico. Y jamás había deseado a una mujer con tanta intensidad. Al mismo tiempo, respetaba sus habilidades, confiando en su eficacia, y quería mimarla y protegerla con su vida.

¿Era real o su cabeza estaba delirando por la pérdida de sangre?, se preguntó Harres.

Sí, aquello era más real que cualquier otra cosa. Su cuerpo se lo confirmaba. Y, por la manera en que su enfermera lo acariciaba con la mirada y con las manos, mientras lo curaba, no le cabía ninguna duda de que también para ella era real.

No importaba quiénes eran, ni cómo o cuándo se habían conocido. Lo que habían experimentado juntos era mucho más intenso que las fases normales de acercamiento y atracción entre un hombre y una mujer.

Cuando ella terminó, Harres se incorporó y la ayudó a vendarle el torso. Entonces, ella comenzó a apartarse y él no pudo soportarlo. La sujetó con firmeza para mantenerla cerca.

Ella forcejeó. Él la sostuvo.

Tras un largo instante, la soltó.

–¿Tienes miedo de mí? –susurró Harres.

–No –negó ella. Y sonrió–. Y no comprendo por qué, teniendo en cuenta que estoy en medio de ninguna parte con un hombre enorme, en una tierra hostil donde no conozco a nadie. Pero no, no te tengo miedo. Más bien… al revés.

No se había equivocado. Ella sentía lo mismo que él.

–Bueno, no es verdad del todo –repuso él, para provocarla–. Los primeros segundos de nuestro encuentro, te asustaste tanto que estuviste a punto de dejarme inválido.

–Eso fue antes de verte la cara y oír tu voz. Antes de eso, sólo eras una figura gigantesca en medio de la noche, que había venido a por mí.

–Tienes razón, he ido a por ti –afirmó él y deslizó un brazo alrededor de su cintura–. ¿Vas a contarme dónde has aprendido a operar así?

–En la facultad de medicina, ¿dónde si no?

–¿Eres médico?

–Es lo que me dijeron cuando terminé la carrera.

–Entonces, todo lo que pensaba de ti antes de conocerte era falso, desde tu sexo hasta tu profesión. Nunca dejas de darme sorpresas.

–¿Por qué iba a hacerlo? –preguntó ella a su vez con una sonrisa temblorosa.

Harres sintió la urgencia de devorarle la boca.

–Por nada, ya shafeyati.

–¿Qué quiere decir eso?

–Mi sanadora.

–¿Y cómo se dice «mi rescatador» en árabe?

Monqethi.

Ella repitió la palabra y su voz le resultó a Harres como una caricia, un dulce afrodisíaco que se le metía en cada poro de la piel.

–¿Y «mi héroe»? –preguntó ella.

Buttuli –contestó él, a punto de sucumbir a la exquisita tortura de su salvadora.

Cuando ella susurró la palabra, Harres se inclinó y la besó en la boca, devorando su aliento y su excitante fragancia. Con un grito sofocado, ella se abrió a él.

Harres quiso ahogarse en ella, mostrarle el feroz deseo que lo consumía. La besó como si quisiera marcarla, penetrándola con su lengua, sumiéndola en los más dulces gemidos.

Ella se entregó al beso, rindiéndose a la fuerza de su pasión.

Talia… nadda jannati… rocío del cielo…

–No es justo –susurró ella en los labios de él–. Yo no sé tu nombre… ni lo que significa.

Harres le chupó el labio inferior y ella gimió.

–Harres… Harres Aal Shalaan.

Dando un grito, ella lo empujó.

Él la miró, como si le hubieran arrancado un pedazo de sí mismo.

–¿Eres un Aal Shalaan? –rugió ella.

Harres asintió, lamentando habérselo dicho.

Todo terminaría, temió él. La atracción espontánea que había surgido entre los dos. Después de haberle contado quién era, nada volvería a ser lo mismo. Las miles de mujeres que había conocido, por muy atraídas que se hubieran sentido por él, lo habían visto siempre como una amalgama de poder y dinero. Nunca había sido sólo un hombre. Igual que había cesado de ser un hombre para su salvadora.

Harres exhaló. Sin embargo, ella hizo lo último que había esperado.

Lo miró con tal revulsión y hostilidad que, por un momento, él creyó que se había convertido en un monstruo.

–¿Así que eres uno de esos criminales de alta cuna? –le espetó ella.