Capítulo Tres

Harres se quedó mirando a la mujer que acababa de insultarlo a él y a su familia. E hizo lo único que pudo.

Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

Y, como el anestésico local estaba empezando a dejar de hacerle efecto, su cuerpo protestó ante el inesperado movimiento. Sin embargo, el dolor no le quemaba tanto como la mirada de desprecio de Talia.

Pero Harres no podía evitarlo. No podía controlar el alivio y la emoción que le producía el que, en vez de rendirse a sus pies al saber quién era, ella estuviera a punto de golpearlo de nuevo.

Y lo hizo. Le dio un puñetazo en el brazo sano, lo bastante fuerte como para que Harres dejara de reírse.

–¡No te rías de mí, bribón sinvergüenza!

El viento sopló con furia contra el helicóptero, haciendo que se moviera sobre el suelo.

Ella pareció no darse cuenta, mientras seguía atravesando a Harres con la mirada.

Y a él le encantaba.

Harres levantó la mano en son de paz, tratando de recuperar la compostura. Se contuvo para no agarrarla y volverla a tomar entre sus brazos.

–No me atrevería a hacer tal cosa. Me río de alegría –explicó él, sintiendo todavía el calor de los labios de ella. Lo que más quería era terminar con aquella confrontación para poder besarla de nuevo–. Otra más de tus sorpresas.

Talia apretó los puños.

–¿Qué te parece si te sorprendo rompiéndote la nariz de un puñetazo?

Tocándose la mandíbula, que todavía le dolía un poco del golpe de antes, Harres no pudo contener una risa de placer. Giró la cabeza, exponiéndole la nariz.

–Estuviste a punto de rompérmela antes… –bromeó él–. Menos mal que no te dije cómo me llamaba cuando tenías el escarpelo hundido en mi costado.

Ella lo miró con los ojos llenos de furia.

–Ahora lo sé y tendré que utilizar los escarpelos otra vez para drenar la herida antes de cerrarla. Si no, se infectará. Y no me digas que puedes hacerlo tú solo, porque los dos sabemos que no es así. No puedes llegar a la parte más profunda del impacto. Pero, la próxima vez, puede que la anestesia no sea tan… efectiva.

–No sólo alardeas de tu poder sobre mí, sino que estás dispuesta a usarlo, a pesar de tu juramento hipocrático. ¿Me torturarías mientras estoy a tu merced? ¿Disfrutarías con mi dolor? –replicó él y sonrió con excitación–. Lo estoy deseando.

Ella lo recorrió con una mirada desdeñosa.

–Así que, entre otras perversiones, eres masoquista, ¿eh? Debí imaginármelo.

–Que yo sepa, no lo era. Pero estoy descubriendo que me gusta cualquier cosa que venga de ti.

Ella dio un respingo y él tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse de nuevo.

Suspirando, admitiendo que por primera vez en su vida estaba experimentando algo fuera de su control, Harres alcanzó sus ropas. Notó el calor de los ojos de ella sobre el cuerpo, mientras se vestía despacio.

Las reacciones de Talia habían sido una mezcla de entusiasmo y brutal honestidad, pensó Harres, satisfecho. Y una cosa estaba clara: lo que su salvadora sentía era tan fuerte como lo que sentía él. Tal vez, su mente le estaba diciendo que le diera una cuchillada, pero su cuerpo ansiaba estar junto a él. Y, por supuesto, eso la estaba haciendo enfurecer, adivinó él.

Cuando terminó de vestirse, Harres volvió a posar los ojos en ella. Talia le respondió con una mueca de desaprobación.

–Ahora, enciende la calefacción –rugió ella–. ¿Quieres ver cuánto tardamos en caer en la hipotermia? ¿O, tal vez, estabas esperando que yo te calentara?

–Piel con piel –dijo él y se estremeció al imaginar un acto de tanta sensualidad–. Lo siento, no sé cómo se me ha podido olvidar algo así. ¿Sería un atenuante si te digo que estaba demasiado aturdido con tu belleza como para acordarme de la calefacción?

–No. Yo tengo otra explicación. No te has acordado porque eres un animal de sangre fría, como todos los de tu familia.

Una carcajada hizo que le dolieran un poco más las costillas.

–Nunca me habían insultado con tanta creatividad antes. Me encantan tus andanadas verbales.

–Soy para ti un refrescante baño de ácido, después de que estás acostumbrado a sumergirte en las sucias y viscosas alabanzas de tus esbirros, ¿verdad, imbécil?

Harres rió de nuevo, llevándose la mano al costado, y gimió de dolor.

–Eres capaz de embrujar a cualquiera con tus garras de gata salvaje, ya nada jannati.

–¡No te atrevas a llamarme así!

–Talia…

–¡No me llames así tampoco! –le espetó ella, golpeándose el muslo con frustración–. Soy T. J. No, mejor, llámame doctora Burke. No, mejor… ¡no me llames de ninguna manera! Y retiro todo lo que te he llamado. No eres monqethi ni buttuli. Eres sólo uno de esos crueles dictadores. Aunque, ya que te han enviado a salvarme… debes de ser de los rangos inferiores. Pero eso no te hace ser mejor que los de más arriba.

Harres se quedó paralizado.

–¿No sabes quién soy? –preguntó él, despacio.

–Eres un Aal Shalaan –le espetó ella, pronunciando con asco su nombre–. Es lo único que me interesa.

¿Cambiaría su actitud si sabía quién era con exactitud?, se preguntó Harres. Esperaba que así fuera. Su hostilidad estaba empezando a dejar de ser divertida.

–No soy sólo un Aal Shalaan. Soy Harres.

–¿Y qué me quieres decir con eso?

–No sabes quién soy, ¿eh?

–¿Acaso eres algún pez gordo?

–El tercer pez gordo de por aquí, sí –contesto él, poniéndose serio.

Harres arqueó una ceja, esperando que ella comprendiera y lo mirara como todas las mujeres lo contemplaban cuando descubrían quién era.

Pero ella meneó la cabeza, abriendo y cerrando la boca varias veces a punto de decir algo, hasta que al fin consiguió articular palabra.

–¿Eres Harres Aal Shalaan?

–El mismo.

–Si piensas que voy a tragármelo, estás muy equivocado. El estereotipo de rubia tonta no va conmigo.

–La verdad es que pienso que eres una rubia muy inteligente e informada. Aunque, en este caso concreto, me parece que debe de haber algún malentendido respecto a mi familia.

–De acuerdo. Pues te escucho, dispuesta a que me saques de mi error. ¿Qué está haciendo el segundo hijo del rey y ministro del Interior en una misión de rescate en medio del desierto?

–¿Lo ves? Eres brillante. Vas al meollo de la cuestión con la precisión de una flecha. La respuesta es que no podía confiarle a nadie tu liberación. He tenido que hacerlo yo mismo. Y me alegro.

Ella soltó una carcajada de amargura.

–Claro, pero ha resultado que soy una mujer, única, mágica e irrepetible, ¿no? –se burló ella.

Harres tuvo tentaciones de capturar aquella cabecita obstinada y orgullosa y resucitar su deseo.

Pero sabía que sería contraproducente. Al fin, estaba dándose cuenta de la gravedad de la situación. No tenía ni idea de lo que le había hecho formarse aquellos prejuicios, pero parecían muy asentados. Y, si no era cuidadoso, todos sus esfuerzos por ganarse la confianza de aquella mujer increíble no servirían para nada.

Harres puso gesto serio.

–Hace unos minutos, antes de conocer mi identidad, estabas derritiéndote en mis brazos.

Ella lo miró con desagrado. Parecía más furiosa todavía.

–Claro. Estaba siendo manipulada por un maestro. Aunque, teniendo en cuenta que había sido secuestrada por una panda de bestias sin escrúpulos, cualquiera me habría parecido un caballero andante. Sin embargo, no has sido muy listo. Decirme quien eres ha sido el mayor error que podías cometer. Hubiera sido mejor que me hicieras creer que eres uno de los cientos de jeques que andan por ahí con sangre Aal Shalaan en sus venas. Confesar que eres hijo del rey, sólo te hace más culpable de los crímenes de tu familia. Eres el enemigo que he venido a derrotar.

Talia observó cómo Harres Aal Shalaan digería sus palabras.

La sonrisa paternalista que había tenido hacía unos minutos se había desvanecido y su gesto se había transformado por completo.

Pero ella no podía contenerse. Tenía que dejar salir todo su resentimiento antes de que la devorara por dentro. Su héroe, su salvador, el hombre que había arriesgado su vida para salvarla era un Aal Shalaan. Y no uno cualquiera. Era uno de los importantes. Y tenía casi tanto poder como el rey. Lo que sólo podía significar una cosa.

Ese hombre tenía más que perder que cualquier otro miembro de su familia.

Y ella estaba empleando su poder de provocación para confesar su intención de hacérselo perder todo. Mientras, estaba perdida en el desierto con él, sin ninguna manera de volver a la civilización. Sólo él podía ayudarla.

Talia contuvo el aliento, temiendo la reacción de él y sus probables consecuencias.

Harres bajó la mirada, mientras Talia lo contemplaba con el corazón golpeándole las costillas. Estaba segura de que, cuando levantara la vista de nuevo, no habría en sus ojos ni rastro de la tolerancia y la paciencia que él había mostrado hasta entonces. Sería frío y despiadado. Y ya no sería su rescatador, sino su carcelero.

Sin embargo, cuando Harres la miró de nuevo, ella estuvo a punto de arrodillarse ante él.

Sus ojos dorados emitían una energía intensa y pacificadora que le llegó a Talia a lo más hondo.

¡El hijo del rey debía de estar intentando hipnotizarla!

Y estaba a punto de conseguirlo, se dijo ella.

Lo había subestimado, reconoció Talia. Había esperado que su indulgencia se quebraría y dejaría al descubierto su verdadera cara cruel y malvada. Pero, al parecer, debía ser un buen conocedor de las personas y había anticipado que, intimidándola, no conseguiría nada de ella, pensó.

Todo indicaba que el príncipe Harres no era quien era porque había nacido en la familia real, ni porque se había pasado la infancia jugando a ser un guerrero del desierto. Era evidente que llevaba el poder en las venas y sabía mantener la compostura en todo momento. Su inteligencia era brillante y previsora. Además, poseía carisma a toneladas y don de gentes, dos cualidades que lo hacían más peligroso todavía.

Pero Talia no dejaría que siguiera utilizándolas con ella.

Entonces, él habló con esa voz suya de barítono, envolviéndola con su rica sensualidad.

–No sé qué has oído sobre los Aal Shalaan, ni de dónde te ha llegado esa información, pero te han engañado. No somos ni déspotas ni criminales.

–Claro. Porque tú lo digas.

–Sí, debes creerme hasta que pueda demostrártelo. Y me gustaría que me dieras, al menos, el beneficio de la duda.

–Imposible.

–¿Es que no vas a decirme de qué se me acusa para que pueda defenderme?

–Estoy segura de que eres capaz de inventarte cualquier defensa y de que puedes muy bien confundir a cualquiera. Pero esto no es un juicio y yo no soy juez. Sólo soy alguien que conoce la verdad. Y he venido a recoger pruebas.

–¿Pruebas de qué?

–De que no sois tan inocentes como fingís.

Harres se encogió de hombros, sin saber a qué se refería.

–Cualquier persona en una posición de poder tiene enemigos. Dirigir un país no es fácil. Las leyes y las reglas encuentran oposición en personas con otros puntos de vista o intereses. Yo mismo, como defensor del orden, estoy seguro de que mis decisiones no pueden agradar a todos. Eso no quiere decir que sea un criminal. No he cometido nunca un delito.

–Eres demasiado listo para hacer nada a la vista de todos. Manipulas la ley y a las personas. Como hiciste conmigo y sigues intentando hacer. Pero te conozco. Y a toda tu familia. Muchos dirigentes en la historia han sido depuestos cuando se han hecho públicos sus crímenes. Y espero que eso mismo pase con vosotros algún día.

De nuevo, había hablado demasiado, se dijo Talia. Ya nada podría quitarle de la lista negra del príncipe.

Sin embargo, él siguió manteniendo su máscara de sinceridad.

–Puedes creer lo que quieras, Talia. Pero también yo diré lo que me parezca. Te habría salvado, fueras quien fueras. Y estarás a salvo conmigo. Estarás más segura conmigo que con tu propia familia. Ahora me detestas, pero hace un momento tú también pensabas que el destino nos había unido en una poderosa atracción mutua. Ahora te pido que veas más allá de lo que crees saber. Eres médico y estás acostumbrada a ver la gente tal cual es durante las intervenciones de emergencia. Me has visto como soy en la mejor prueba que existe: ante una situación de peligro mortal y ante tus esfuerzos de provocarme.

Ella lo observó durante un largo instante.

–Deberías dedicarte a la diplomacia –comentó ella con una risa beligerante–. Tienes unas impresionantes dotes de persuasión. Pero conmigo ya no van a funcionar, así que déjalo.

Él le sostuvo la mirada y Talia creyó adivinar que estaba esforzándose por no sonreír. Entonces, exhaló, como un hombre resignado a tolerar una incómoda molestia.

–Crees que tienes razones para odiarnos. Cuéntamelas.

–No pienso contarte nada. Por lo que a mí respecta, no eres mejor que mis secuestradores. Eres mucho peor. Mi enemistad con ellos era incidental. Yo sólo era una fuente de información que podía servirles para derrotar a su enemigo. Pero, con tu familia, mi enemistad es muy específica. Y no intentes hacerme creer que me salvaste por tu bondad. Quieres lo mismo que ellos. Y mi respuesta es la misma que les di a ellos. Puedes irte al diablo.

–¿Es así como siempre sacas tus conclusiones, Talia? ¿Juzgas los síntomas y dictas el primer diagnóstico que se te ocurre?

Ella apretó los dientes, conteniéndose para no darle otro puñetazo. Ese hombre sabía hablar. la pata?

–No sabes nada sobre mí.

–Puede que no sepa nada de ti, pero sé cuál es la verdad. Estoy seguro de que puedo probar mi inocencia. Eres valiente y atrevida. Eres apasionada en todo lo que haces y tienes un gran sentido de la justicia. Sé justa conmigo ahora. Dame la posibilidad de defender a mi familia. Y a mí mismo. Por favor. Talia, cuéntamelo.

Sus palabras invadieron el corazón de Talia, amenazando con convencerla. Ella se resistió con toda su fuerza de voluntad.

–Te he dicho que no me llames así. Si insistes en hablar conmigo, puedes llamarme T. J. Todo el mundo me llama así.

En esa ocasión, Harres sonrió abiertamente.

–Entonces, todo el mundo debe de estar equivocado, si son capaces de mirar tu belleza y pronunciar un nombre tan aséptico como T. J. Yo pienso llamarte Talia. O nadda jannati. No puedo hacer otra cosa.

–Por favor, deja de hablarme como si fuera una mujercita a quien seducir –le espetó ella, irritada–. Me estás poniendo enferma. Prefiero que uses los puños, como hicieron mis captores.

Como impulsado por un resorte, Harres se inclinó hacia ella con gesto de afronta.

–¿Te han golpeado?

–Sí, un par de veces, sólo para divertirse –confesó ella–. No era parte del interrogatorio, pues esos idiotas no eran los que iban a hacerlo. Apuesto a que tenían órdenes de no hacerme daño. Pero no pudieron resistirse a reírse de mí un poco por mi pequeña estatura y castigarme por haberme metido en los asuntos de su país.

Él apretó los dientes.

–Me hubiera gustado noquearlos con algo más que dardos somníferos. Debería haberlos matado.

–Deja de fingir que te importa lo que me pase –repuso ella con un respingo.

–No finjo. Me habría importado aunque hubieras sido un hombre, o un espía con malas intenciones. Nada es más despreciable que abusar de alguien indefenso, bajo cualquier pretexto. Esos hombres no son los patriotas que pretenden ser, son unos cobardes que aprovechan cualquier oportunidad para saciar su odio con los más desvalidos.

–Ya. Ni que tú fueras defensor de los débiles y de los opresores.

Él asintió con gesto solemne.

–Lo soy –afirmó Harres, como si hubiera recordado un juramento de sangre.

–¿Acaso defendiste a mi hermano? –le espetó ella, sin poder contenerse–. ¿Acaso lo protegiste del acoso y los abusos de tu familia, que terminó metiéndolo en la cárcel?