Capítulo Seis

El desierto de noche era el espectáculo más majestuoso e impresionante que Talia había soñado jamás.

Aunque también era aterrador y extraño. El paisaje era impresionante.

Harres había aterrizado a unos dieciocho metros del suelo en una duna. Desde allí, tenían unas vistas ilimitadas de los océanos de arena que los rodeaban, bañados en un color y una luz indescriptibles. Y en el horizonte, se abría una profunda eternidad cuajada de estrellas. Su luz pintaba sombras ocultas en la tierra, que parecían transformarse en entidades con vida propia. Parecía un escenario sacado de Las mil y una noches.

Harres estaba apartando los escombros de la parte trasera de helicóptero para acceder a ella y tomar las provisiones que iban a necesitar para la excursión.

Talia se estremeció de nuevo, en parte sobrecogida y, en parte, helada por el frío aire del desierto. Los dientes le castañetearon.

Harres la oyó y se enderezó.

–Hace mucho frío. Vuelve a la cabina.

Ella meneó la cabeza.

–De acuerdo. Dejemos esto claro. Cuando yo diga algo, tienes que obedecer. Yo estoy al mando.

Ella se puso en jarras.

–No estamos en el Ejército y yo no soy uno de tus soldados.

–Yo soy el nativo aquí –repuso él, mirándola a los ojos–. Y soy el jefe de la expedición.

–Pensé que habíamos acordado un trato de igualdad.

–Así es, pero en nuestras áreas de especialización.

–Y tú eres el caballero del desierto, ¿no?

–¿Qué pasa? –bromeó él, llevándose la mano al pecho y fingiendo ofensa–. ¿No lo parezco?

–Claro que sí –contestó ella, pensando que era cierto–. Eres un caballero andante, de acuerdo. Pero yo estoy cualificada para decidir quién está en peligro de hipotermia y, hasta que no te pongas la ropa adecuada, tú lo estás. Ya has actuado como el increíble Hulk, apartando escombros para poder acceder a las provisiones, ahora puedes volver a la cabina. Yo tomaré lo que necesitamos.

Harres dio un paso al frente con gesto desafiante.

–Tardarías horas en descubrir dónde está cada cosa. Yo puedo organizarlo todo en unos minutos. Es mejor no perder el tiempo discutiendo.

–Yo no estoy herida, estoy vestida de forma apropiada y soy médico, pero tú eres experto en este helicóptero siniestrado y en supervivencia en el desierto. ¿Lo ves? Estamos empatados. Así que ambos nos quedaremos, cooperaremos y terminaremos en la mitad de tiempo.

Harres posó los ojos en la boca de ella, deseando acallarla con un beso.

–Te gusta tenerlo todo controlado, ¿verdad? –preguntó él, contemplándola despacio.

–Igual que tú –replicó ella, encogiéndose de hombros.

–Tienes razón –admitió él y sonrió.

Y, aunque sabía que estaba en peligro de muerte y la luz de la cabina lanzaba sombras fantasmagóricas sobre ellos, Talia nunca se había sentido tan… viva.

La compañía podía cambiarlo todo, incluso en las situaciones más extremas, reconoció ella.

Y lo cierto era que estaba deseando meterse en la aventura imposible de atravesar el desierto a su lado. Siempre le habían entusiasmado los retos, pero nunca antes había estado tan cerca del peligro. Con Harres a su lado… todo parecía posible. Y superable. Incluso… placentero.

Talia meneó la cabeza, tratando de dejar de pensar esas cosas.

Parecía una locura. Sin embargo, estar con aquel hombre estaba transformando lo que podía haber sido una pesadilla en la experiencia más emocionante de su vida.

Ella observó cómo Harres quitaba el último pedazo de metal retorcido de su paso y daba un paso atrás.

–Comencemos a preparar las mochilas, dulce gota de rocío.

A Talia se le aceleró el corazón. Nadie, ni siquiera sus padres, le habían hablado con unas palabras tan imaginativas y tan… tiernas.

Debía tener cuidado para no acostumbrarse a ellas, se dijo. Por un millar de razones.

–¿Es eso lo que me respondes a todos mis insultos? –replicó ella, mirando por encima del hombro mientras le precedía en el pequeño espacio de carga. Se acuclillaba y esperaba sus instrucciones.

Harres rebuscó con eficiencia entre las provisiones, sabiendo con exactitud dónde estaba cada cosa. Después de ponerse una chaqueta térmica, se volvió para responder.

–Sé que no debería decírtelo, porque lo más probable es que cuando lo sepas dejes de hacerlo, pero tus insultos me encantan. Viniendo de ti son como una… caricia.

Para ocultar su azoramiento, Talia fingió toser.

–No me vengas con cuentos. Ya sé que estás a prueba de insultos, como me dijiste antes.

–¿Lo recuerdas? –repuso él, complacido porque así fuera–. Nunca he tenido un ego demasiado grande. Además, los insultos suelen ser falsas acusaciones o exageraciones, intentos de provocar. Mi mejor respuesta a ellos es ignorarlos.

Ella lo miró estupefacta.

–¿Quieres decir que hay quien se atreve a insultarte?

–Tengo un hermano mayor… muy agresivo. Y tres hermanos pequeños. Los insultos no son algo nuevo para mí. Pero sé que tú me insultas sólo a causa del miedo o de la desconfianza.

Talia se quedó paralizada por la súbita seriedad de su tono. Reconoció que lo que él acababa de decir era cierto y se tragó la respuesta burlona que había estado a punto de darle.

Y, a pesar de que su resentimiento por lo que le había pasado a Todd y de que sabía que lo único que el príncipe quería de ella era sacarle información, Talia no pudo evitar ser justa. Era cierto que él no había tenido nada que ver con el encarcelamiento de su hermano.

Además, tenía que admitir algo más.

No quería herir a Harres. De ninguna manera.

Bajando la vista en silencio, Talia le ayudó a sacar las mochilas.

–Pero hay una cosa de la que no puedo recuperarme –indicó él, mirándola a los ojos con gesto provocativo–. Que no creas que los cumplidos que te hago sobre tu belleza son ciertos… rocío de jazmín.

Ocultando el efecto que sus palabras le causaban, Talia siguió sus señas y metió botellas de agua y paquetes de comida seca en las mochilas. Entonces, se dio cuenta de que una era mucho más pequeña que la otra.

Harres le tendió unas latas de comida, que ella metió en la mochila también. Luego, abrió otra caja que contenía pistolas, linternas, bengalas, baterías, brújulas y otros muchos artículos, que distribuyó entre los dos.

–Ahora, cierra tu mochila y vamos a preparar los sacos de dormir.

–¿Quieres decir que esta bolsa tan pequeña es la mía? –preguntó ella y miró el otro macuto, que era casi de su propio tamaño–. ¿Y ese mamut es la tuya?

–Yo soy el doble de grande que tú y puedo llevar cuatro veces más peso.

–Mira, eso está pasado de moda. No pienso quedarme de brazos cruzados mientras se te rompen mis suturas.

–Pensé que eran mías –respondió él–. Si veo que no puedo soportarlo, te lo diré.

–Sí, claro, eso no hay quien se lo trague.

–Soy muy cabezota, lo siento, pero es lo que hay –señaló él y le tomó el rostro entre las manos con ternura–. Gracias por preocuparte por mí, pero he pasado por cosas peores. Me he entrenado a sobrevivir en condiciones extremas durante un cuarto de siglo –explicó y sonrió–. Tal vez, desde antes de que tú nacieras.

–¿Qué? ¿No te he dicho que llevo años practicando la medicina? ¿Es que crees que dan el título de médico a los niños?

–Si es a una niña prodigio, sí.

–Bueno, pues yo no lo soy. Cumpliré treinta años en agosto.

–No puedo creerlo –admitió él, sorprendido.

–Pues así es.

–¿Lo ves? No dejas de sorprenderme.

–Antes o después, dejaré de hacerlo, si te quedas para verlo.

–Pretendo quedarme. Y apuesto a que siempre me sorprenderás.

–No pensaba que fueras jugador.

–No lo soy. Pero apostaría cualquier cosa por ti.

Entonces, Talia se dio cuenta de que él seguía sosteniéndole el rostro entre las manos. Ella estaba temblando. Y él era consciente del efecto que le producía. Y sabía que antes o después sucumbiría a la atracción que ardía entre los dos.

«De ninguna manera», se prometió Talia.

–No estés tan segura –murmuró él, envolviéndola con su exótico acento.

Ella soltó un grito sofocado. Al parecer, él había escuchado sus pensamientos.

Talia meneó la cabeza, apartándose de sus manos.

Con una mirada desafiante, Harres se giró y siguió preparando las mochilas. Sacó una tienda de campaña doblada, mantas y sacos de dormir. Y, de nuevo, ella se sintió invadida por esa extraña sensación de intimidad y conexión que la había envuelto cuando había estado curándole la herida…

Además, su cuerpo ansiaba su cercanía, por mucho que ella intentara contenerlo.

Debía de ser el instinto de supervivencia, se dijo Talia. Sin duda, era eso lo que la impulsaba a acercarse a la única persona que había allí. Él era su fuente de seguridad y esperanza. ¿Acaso no era comprensible que quisiera lanzarse a sus brazos?, pensó, intentando calmarse.

Pero Talia sabía que no era sólo eso. Aquel hombre le hacía sentir cosas increíbles. Desde la primera vez que lo había mirado a los ojos, había dado vida a algo nuevo dentro de ella y había despertado su… hambre.

–Tienes hambre.

Ella se sobresaltó al escuchar su voz y lo miró. Harres parecía imperturbable como una roca. Con resentimiento, ella deseó conocer su punto débil, la manera de quebrantar a aquel héroe salido de un cuento de Las mil y una noches.

Además… ¿por qué él le había preguntado eso? ¿Es que podía leerle la mente?, pensó ella, avergonzada.

–Te suena el estómago –aclaró él.

Entonces, Talia se dio cuenta de que era cierto. Llevaba veinticuatro horas sin comer.

–Éste es el plan. Comemos, nos preparamos y seguimos. Es la una de la madrugada. Si nos vamos dentro de una hora, tendremos unas ocho horas para caminar antes de que haga demasiado calor. Cuando empiece a apretar el sol, pararemos, acamparemos y esperaremos al atardecer. Caminaremos dos horas y descansaremos una. O más, si lo necesitas. Si recorremos unos ocho kilómetros cada tres horas, llegaremos a nuestro destino dentro de tres días. Si racionamos las provisiones, podremos aguantar.

–Si se nos acaba la comida, podemos usar las botellas de suero. Todavía me quedan unas pocas.

–¿Lo ves? Eres la mejor compañía que podría desear en este lío –dijo él.

–Estoy segura de que podrías arreglártelas solo –murmuró ella, excitada, conteniéndose para no lanzarse a sus brazos.

–Me honra tu comentario. Así que no soy tan malo –Aún está por ver lo que eres –contestó ella–. Todavía puedes hacer que nos perdamos y acabemos fosilizados.

Harres rió, su masculina y fuerte risa mezclada con un gemido de dolor.

–Nunca me equivoco de camino. Es una cuestión de principios.

Sí, a Talia no le cabía duda. Y estaba dispuesta a apostar su vida por ello.

¿Qué elección tenía?

Ninguna.

¿Por qué preocuparse?

Harres la había llevado hasta allí, a pesar de lo imposible de la situación.

Si había alguien en el mundo que podía sacarlos de ésa, era él.

Pero… ¿y si no había forma de salir de ésa?

De pronto, Harres la tomó de la mano y la atrajo a su lado.

Y, dejándose poseer por la magia, por el instinto de supervivencia o por lo que fuera, Talia se dejó llevar. Lo necesitaba.

Se derritió en la boca de él, saboreándolo, sintiendo su lengua caliente y tierna, llena de deseo. Se rindió a su calor y al frenesí más apasionado.

Entonces, Harres apartó un poco la cabeza y la miró a los ojos.

–Te he dicho que estás a salvo conmigo, Talia, en todos los sentidos. Me ocuparé de que no te pase nada. Es una promesa. Dime que crees en mí.

Y Talia se lo dijo.

–Creo en ti.