Capítulo Siete

Por milésima vez desde que la habían raptado a punta de pistola de su apartamento alquilado, Talia se preguntó si aquello podía estar pasando de verdad.

Una cosa era segura. Harres era real.

Y ella lo estaba siguiendo por aquel inhóspito paisaje que le hacía sentir como si no fuera más que una de las minúsculas partículas de arena que había bajo sus pies.

Habían salido hacía unas seis horas. Antes, Harres había estudiado las estrellas y la brújula, mostrándole cómo pensaba combinar su información con su conocimiento del terreno para calcular el rumbo. Le había dicho que quería que ella supiera todo lo que estaba haciendo. Y a ella le había parecido imposible comprender cómo podía distinguir marcas en el paisaje que parecían todas iguales. Pero él había insistido en que era muy importante que ella también supiera por dónde tenían que ir y, de alguna forma, había conseguido explicárselo.

Acababan de embarcarse en su tercera caminata de dos horas. Harres andaba delante, como si su enorme mochila no le pesara nada, mientras ella se tambaleaba detrás. Él iba siempre primero, para poder protegerla de cualquier posible sorpresa desagradable que les saliera al paso, y se había encargado de elegir caminos de arena dura, así que tampoco era tan difícil avanzar. Al principio.

Pero, enseguida, ella había tenido que admitir para sus adentros que no habría sido capaz de cargar con más peso del que llevaba.

Siguiendo las huellas de Harres en la arena, tal y como él le había indicado que hiciera, Talia le agradeció en silencio su protección y sintió como si, con cada paso, su conexión fuera cada vez más íntima, más profunda.

Habían pasado horas desde que había amanecido y, con la subida del sol, la temperatura también había ido elevándose.

Harres se había ido quitando capas de ropa y se había quedado sólo con las vendas que ella le había cambiado hacía unas horas, unos pantalones ajustados negros y botas de cuero. Mientras él caminaba delante, pudo observarlo sin ser vista y se dio cuenta de algo: era perfecto.

No, más que eso. No sólo no podía encontrarle ningún fallo sino que, cuanto más lo observaba, más detalles admiraba.

Parecía hecho de bronce, satén y seda oscura. Sus proporciones eran una obra maestra de proporción y equilibrio, un patrón de fuerza y esplendor. Ella nunca había creído que un hombre de su altura y su envergadura muscular pudiera caminar con tanta gracia y elegancia. ¿Cómo era posible que un cuerpo tan impresionante pudiera desplegar esa combinación de poder y poesía?

Y su rostro… En la penumbra, sus ojos la habían capturado pero, a la luz del día, percibió algo nuevo. Entre la inteligencia impresa en su frente ancha y leonina, el corte de sus mejillas, su poderosa mandíbula y el humor y pasión que se dibujaban en sus labios, ella no sabía qué le gustaba más. Y eso sin contar sus cejas, las pestañas, el cuello… incluso las orejas.

Además, estaba el pelo.

Desde que los primeros rayos dorados del amanecer lo habían iluminado, Talia se había quedado fascinada con el pelo de su acompañante.

El color parecía sacado de la paleta de la creación, con todos los tonos fundidos con el brillo y la energía del sol. Mientras Harres caminaba, su sedoso cabello ondulado parecía una extensión de su virilidad. Talia tenía que contenerse para no ir hacia él y acariciarlo.

Cuando Harres se giró para comprobar que ella estaba bien, Talia tragó saliva, percibiendo esa mirada suya tan especial, una mezcla de ánimo, apoyo y desafío que la llenó de energía para continuar. Entonces, ella se dio cuenta de algo más.

Él era la viva imagen del Príncipe de la Oscuridad. Capaz de seducir sin ningún esfuerzo, de inducir a cualquiera a toda clase de pecados… de hacer que una mujer estuviera dispuesta a vender su alma… o regalarla.

Debía de estar alucinando por el cansancio, se dijo Talia.

Tal vez, debería pedirle que pararan un poco más, antes de desmayarse.

Pero no estaba cerca del colapso, no. Era su libido desbocada la culpable de aquellos pensamientos, no el cansancio.

Apartando los ojos del hipnótico movimiento del cuerpo de Harres, Talia intentó centrar la atención en los mágicos cambios que se operaban en el desierto a cada paso de su excursión.

Mientras el calor y el brillo del sol no dejaban de aumentar, Talia se alegró de que él le hubiera prestado unas gafas de sol y un pedazo de tela de algodón para cubrirse la cabeza.

A las diez en punto de la mañana, Harres se detuvo.

–Puedo continuar –dijo ella con voz ronca, a pesar de que lo único que deseaba era sentarse y no levantarse nunca más.

Él meneó la cabeza y le quitó la mochila.

–No tiene sentido cansarte más, luego necesitarías más tiempo para reponerte. O, peor aún, podrías quedar exhausta del todo.

–Eres tú quien tiene una herida de bala. Yo estoy acostumbrada a pasar días de pie en mi trabajo.

–Has pasado por el equivalente a cuatro días de trabajo en las últimas doce horas –comentó él con una sonrisa y, antes de que ella pudiera protestar, continuó–: pero, ya que va contra tus principios no hacer nada, puedes ayudarme a poner la tienda.

Talia asintió con reticencia. Se estaba muriendo por descansar, pero quería terminar con aquella excursión de una vez.

Él le dio la tienda y, enseguida, Talia comprendió por qué le había encargado esa tarea. Después de desdoblarla, no había nada más que hacer. La tienda se abría sola sin necesitar apenas intervención humana.

Después de recoger provisiones para las siguientes horas, Harres la condujo dentro. Talia se quedó impresionada. Había espacio para unas diez personas y tenía altura suficiente para que él caminara de pie. Era de un tejido fresco y aislante, con un ingenioso sistema de ventilación.

Pero seguía haciendo calor. Mucho calor. Y la mayor parte provenía del deseo que Talia sentía.

Cuando levantó la vista después de beber algo de agua, ella se lo encontró mirándola con ojos ardientes.

–Quítate la ropa.

Ella se sobresaltó y sintió que un volcán le estallaba en el pecho. Se sonrojó de pies a cabeza.

–Toda –añadió él, observándola.

Talia se quedó mirándolo, sin saber qué decir. Lo último que había esperado había sido que él…

Entonces, Harres esbozó una traviesa sonrisa.

–Si no lo haces, sudarás litros de agua que no vamos a poder reemplazar.

Ah. Claro, pensó Talia, y se mordió el labio inferior, sintiéndose como una tonta.

Lo malo era que, si se quitaba la ropa, no tenía debajo un conjunto de ropa interior de mujer, sino sólo unos calzones masculinos. Y no sabía que la avergonzaba más: que él le viera el pecho desnudo o que viera lo ridícula que estaba con esos calzones.

Sin embargo, su objetivo debía ser evitar la deshidratación, se recordó a sí misma.

Talia asintió y exhaló.

–¿Puedes darte la vuelta?

–¿Para qué? –preguntó él, fingiendo inocencia.

Entonces, Harres empezó a quitarse la ropa que le quedaba. Se sacó las botas, luego se desabotonó los pantalones. Ella se quedó embobada mirándolo. Tardó un poco en darse cuenta de que había bajado la vista y que tenía la boca abierta, esperando que quedara al descubierto el miembro de él.

Recuperando la compostura, Talia lo miró a los ojos con gesto desafiante y comenzó a desvestirse también. ¡Si él pensaba que iba a esconderse o a comportarse como una damisela asustadiza, estaba muy equivocado!

Cuando ella iba a quitarse la camiseta interior, Harres tocó algo en el techo de la tienda. Una pesada separación de tela cayó entre ellos.

Talia se quedó petrificada, mirando la superficie opaca que los separaba, hasta que oyó la provocativa voz de él al otro lado.

–Cada uno tiene su dormitorio.

–¡Tú… podías haberlo dicho! –gritó ella.

Con una mezcla de alivio y decepción, Talia se quitó el resto de la ropa y se tumbó en la colchoneta.

En cuanto se puso en posición horizontal, ella se quedó profundamente dormida. Y no se despertó hasta que sintió… sus caricias.

Confundida, Talia parpadeó. Él estaba acuclillado a su lado, tocándole con suavidad la cara y el pelo.

Durante un instante, ella sólo puso pensar que era una manera deliciosa de despertarse.

Entonces, él sonrió.

–Te he estado llamando. Pero no te despertabas. Ella parpadeó de nuevo, se miró el cuerpo y se vio cubierta con una fina manta de algodón. Pero, como era él quien debía de haberla cubierto, tenía que haberla visto desnudo. De todas maneras, la había tapado, para no herir su sentido del decoro.

Talia se esforzó para no atraerlo junto a ella y agradecerle el haber sido tan considerado.

–¿Qué hora es? –preguntó ella.

–Está atardeciendo.

–¡Pero teníamos que haber salido hace una hora! –exclamó ella, preocupada.

–Necesitabas dormir. Ahora, iremos más rápido –comentó él, le acarició el pelo y le guiñó un ojo–. Levántate, mi doctora de rocío.

Talia hizo una mueca, pensando que él la estaba tratando como si fuera su hermanita pequeña. Aun así, la incendiaba de deseo sin remedio.

Cuando ella iba a tomar sus ropas, Harres la ayudó. Le puso la camiseta por la cabeza y le metió los brazos, sin dejar al descubierto sus pechos. Y le quitó manta cuando ya le había puesto la camiseta.

Justo cuando Talia se creía a punto de explotar de deseo, la mirada de él se llenó de intensidad. Entonces, inclinó la cabeza, con los labios entreabiertos, hacia el cuello de ella.

Sentir sus dientes y su lengua fue como ser tocada por un rayo. Talia se estremeció.

Pero lo que hizo él a continuación fue peor todavía. Le recorrió la clavícula con la lengua, lamiéndole el sudor seco. Luego, murmuró algo indescifrable, se levantó y desapareció en el otro compartimento.

Ella se tumbó sobre la espalda, soltando un grito sofocado, antes de reunir fuerzas para ponerse en pie. Entonces, entró en el otro lado de la tienda para examinarle la herida antes de continuar con la marcha.

Iba a tener horas para darle vueltas a lo que había sentido, se dijo Talia.

Al final del segundo día, apenas les quedaba agua, aunque sólo habían estado bebiendo cuando había sido necesario. Estaban perdiendo mucho líquido por el sudor.

Después de la medianoche, pararon para hacer un descanso de una hora.

Cuando bebió, Talia se dio cuenta de que él no lo hacía. Dejó el vaso e insistió en que él bebiera también, pues era quien más estaba sudando, llevando una mochila tan pesada. Él sólo aceptó una de las botellas de suero.

Después, ignorando las protestas de ella, Harres colocó una manta sobre el montículo de una duna y colocó más mantas encima. A continuación, tomó a Talia de la mano, tirando de ella.

Antes de que supiera cómo había pasado, Talia estaba tumbada encima de él, mirando hacia el cielo, con la espalda apoyada sobre su pecho y la cabeza sobre su hombro. Entonces, Harres los envolvió con las demás mantas.

Tras quedarse paralizada un instante, Talia intentó apartarse.

–Relájate –ordenó él, agarrándola.

¿Relajarse? ¿Estaba loco?

Y, por si fuera poco, Harres le estaba rozando la cabeza con los labios mientras hablaba.

–Descansa. Caliéntate. Hace más frío que ayer.

–T-tenemos bastantes mantas –protestó ella–. Podemos taparnos por separado.

–Éste es el mejor método para conservar la temperatura –repuso él–. Conserva tu energía, Talia. Duerme. Te despertaré dentro de una hora o dos.

–N-no quiero dormir.

–Ni yo. Preferiría estar despierto, disfrutando del momento contigo.

Y, aunque no tenía frío, Talia se estremeció.

Los brazos de él la estaban sujetando por los pechos y ella tenía los glúteos apoyados en lo que sospechaba era una tremenda erección. Pero lo que les unía en ese momento no era sólo sexual. Ella nunca había sentido algo así por nadie.

Con las estrellas sobre sus cabezas, Talia suspiró como si los huesos se le hubieran derretido.

–Las estrellas son preciosas.

–No se ven muchas donde tú vives, ¿verdad? –murmuró él, rozándole la mejilla con los labios.

–No se ven todas. No sabía que hubiera tantas. Sé que hay incontables estrellas en el universo, sí, pero no creí que pudieran verse. Aquí hay millones –repuso ella, rendida ante la belleza del entorno y la virilidad protectora de su acompañante.

–En realidad, sólo pueden verse unas ochocientas mil desde cualquier hemisferio de la Tierra. Y éste es el lugar del mundo donde más claro se ve el cielo.

Talia se volvió hacia él y lo miró.

–No me digas que las has contado.

–Lo intenté. Pero he tenido que conformarme con la información científica disponible.

–Parece que hay muchas más –repuso ella–. Pero te creeré. Me encanta poder verlas.

–Les ordené que salieran para nosotros.

Proviniendo de cualquier otro hombre, su comentario hubiera sonado como una frase hecha. Pero, de alguna manera, Harres parecía ser uno con la naturaleza y el poder de la tierra. Parecía conocer los secretos y misterios del mundo que los rodeaba. Además, por ser el hombre que había arriesgado su vida para salvarla, que la estaba cuidando con tanto esmero y atención, a ella no le costó creer que deseaba de veras complacerla. Por eso, su comentario le sonó sincero, profundo.

Y, aunque una voz interior le decía que él podía estar haciéndolo todo para sonsacarla, ella no quiso escucharla. No era posible que Harres estuviera fingiendo. En medio de aquella situación límite, él nunca había dejado de comportarse con galantería, control y amabilidad.

Al fin, Talia suspiró.

–Lo suponía. ¿Son súbditas tuyas?

–Oh, no. Son sólo amigas. Tenemos un trato.

Tal y como ella había pensado.

–Te creo.

–Podría acostumbrarme a que me dijeras eso –señaló él.

Su sensual acento, mezclado con su español perfecto, le despertaba las sensaciones más embriagadoras. Sin embargo, en vez de sentirse agitada, tuvo ganas de dormir así, acurrucada bajo la protección de aquel hombre increíble.

–Eres muy cómodo –observó ella, bostezando.

–No soy cómodo, claro que no –negó él y su cuerpo se estremeció con una sonora carcajada.

Encima de él, Talia percibió de nuevo su poderosa erección, que parecía crecer por momentos.

–No te muevas.

–Pero tienes una… tienes una…

–¿Erección? Sí, estoy así desde la primera vez que posé los ojos en ti. Y, si me lo vas a preguntar, te diré que no siempre soy así. Pero no me importa.

–Pensé que a los hombres no les gustaba estar así.

–Yo no soy como todos los hombres. Y, aunque es una erección incómoda e incluso dolorosa, nunca había disfrutado tanto antes. Nunca me había sentido tan vivo.

Talia se estremeció al escucharlo e intentó permanecer inmóvil cuando se dio cuenta de que su estremecimiento no hacía más que excitarlo más a él.

Harres le acercó la boca al oído.

–Nunca te haré nada, si tú no me invitas a hacerlo, Talia –susurró él–. Hasta que no me lo supliques.

Talia lo creyó. Y se recostó en él, saboreando el modo en que sus cuerpos respiraban al unísono. Notando como sus latidos se fundían en uno solo.

Pasaron unos minutos interminables de tranquilidad y silencio, hasta que él la besó en la frente y suspiró.

El tercer día llegó y pasó.

Al final del cuarto día, se les habían acabado todas las provisiones y no había ni rastro del oasis.

El quinto día, después de la puesta de sol, Harres hizo algo que llenó a Talia de miedo y desesperación.

Había tirado todo su equipo.

Cuando ella había protestado, él se había quedado en silencio un largo rato. Luego, la había mirado con gesto solemne y le había dicho que debía confiar en él y que su único propósito era que llegaran al oasis para sobrevivir.

Y ella había confiado en él.

Pero no habían llegado al oasis.

Diez horas más tarde, ella había sido incapaz de continuar.

Se había desmayado. Harres había podido sujetarla antes de que llegara al suelo. La había tumbado con la mayor ternura, bañándola de besos y dulces palabras.

Ella había caído inconsciente, pensando que aquellas serían las últimas palabras que escucharía en su vida.

Sin embargo, se había despertado más tarde, envuelta en las dos mantas de las que Harres no se había deshecho. Y en la chaqueta de Harres. Estaba asándose viva bajo el ardiente sol del mediodía.

Pero estaba viva.

Entonces, Talia se dio cuenta de otra cosa.

Estaba sola.

Se zafó de las mantas y se sentó. Harres no estaba por ninguna parte.

¿La habría abandonado?

No. Talia sabía que no era posible.

¿Y si le hubiera pasado algo? ¿Y si sus enemigos lo hubieran encontrado? ¿Qué le habrían hecho?, se preguntó asustada.

Entonces, comenzó a sollozar. A ratos, se sumía en la inconsciencia y volvía a despertar. Pero, incluso en sus momentos de lucidez, la acosaban las pesadillas. Soñaba con Harres pasando por lo peor… y todo por su culpa, porque él había ido a salvarla…

«Oh, Harres… por favor…».

De pronto, como si hubiera escuchado su plegaria silenciosa, Harres apareció. Debía de ser un espejismo, pensó Talia.

Estaba montado en un caballo blanco galopando como un caballero andante.

Lo único que Talia lamentaba antes de morir era no haber podido salvar a Todd y no haberle expresado a Harres sus sentimientos.

Si tuviera tiempo para seguir viviendo, se limitaría a disfrutar de su presencia todo lo que pudiera, se dijo.

En su sueño, Harres saltó del caballo antes de que el animal parara, se acercó a ella con las alas de su capa extendidas como si fuera un águila enorme y magnificente, envolviéndola en su paz y su protección. Talia le estaba tan agradecida por los sentimientos que había despertado en ella… Por primera vez, se había sentido enamorada… Sí, enamorada…

–Harres… me gustas tanto…

–Talia, nadda jannati, pérdoname por haberte dejado sola.

–No pasa nada. Me hubiera gustado que estuvieras… conmigo…

Él inclinó la cabeza para protegerla del sol, mirándola con ansiedad con sus mágicos ojos.

Ella suspiró de nuevo.

–Eres un… ángel… Harres. Mi ángel guardián. Es una pena que hayas llegado al mismo tiempo que… ese otro ángel… el ángel de la muerte…

–¿Qué?

Talia se encogió entre los brazos de él.

–Estás viva y a salvo. Te pondrás bien. Bebe, ya talyeti.

Talia sintió un líquido en los labios y bebió al instante, sintiendo cómo la vida volvía a su cuerpo.

–Si te hubiera llevado conmigo, no habría podido llegar al oasis –explicó él–. Así que te dejé aquí y me fui corriendo. He tardado seis horas en ir y dos más en volver a caballo. Estaba muerto de preocupación por ti. Pero he vuelto y estás viva, Talia.

–¿E-estás seguro?

–Claro que estoy seguro –contestó él, riendo–. Ahora, por favor, bebe, mi preciosa gota de rocío. Pronto estarás tan bien como siempre.

–Querrás decir tan mal como siempre, ¿no?

Talia sintió cómo el pecho de él se movía, pero estaba demasiado atontada como para comprender que Harres se estaba riendo.

–¿Lo ves? Eres mi preciosa protestona de siempre.

–Dices… cosas muy hermosas. Eres lo más… maravilloso… que me ha pasado jamás.

Entonces, Talia se desvaneció en los brazos de él.

En su sueño, le pareció que Harres le respondía.

–Tú eres lo más maravilloso que me ha pasado a mí, ya habibati.