Capítulo Nueve

Una explosión hizo temblar a Talia.

Harres la estaba rodeando el hombro con el brazo y se lo apretó un poco para tranquilizarla, riéndose.

–No, no es ataque enemigo.

Talia tragó saliva y dejó que él la siguiera guiando a través de la multitud, sin estar segura de dónde iba a ser la fiesta.

–¿Entonces, qué ha sido? ¿Una andanada para saludar al príncipe de Zohayd?

Él sonrió.

–Es su manera de anunciar que va a empezar el espectáculo –explicó Harres–. También son en honor de tu recuperación.

Ella sonrió con el corazón lleno de emoción. Por la fiesta pero, sobre todo, por la cercanía de Harres.

Talia se había recuperado bien y había dejado de estar en cama hacía tres días. Pero lo mejor era que la herida de él estaba casi curada.

Y, durante esos días, los dos habían permanecido juntos en la choza del antiguo jefe, recreándose en su jardín o en su interior, mientras la gente del oasis iba a verlos de vez en cuando para comprobar si necesitaban algo y para llevarles provisiones. Y Talia no había necesitado nada más.

Con Harres a su lado, era feliz.

En ese tiempo, también, se había dado cuenta de que los lazos que los habían unido en su experiencia en el desierto no habían sido fruto de la necesidad. Ni causados por la soledad o la desesperación. Habían surgido del fondo de sus esencias y sus corazones y los habían unido en un circuito cerrado de sinergia.

Estando con él, Talia no necesitaba nada más.

Esa noche, era la primera que se reunían con la gente del oasis. Ella se sentía muy agradecida por su hospitalidad. Aunque también se había sentido avergonzada.

Las hijas y esposas del jefe del poblado habían ido a verla, llevándole un maravilloso vestido para la fiesta. Harres había estado a su lado, traduciendo lo que habían dicho las mujeres. Mientras, éstas le habían estado comiendo vivo con la mirada. Ella había deseado poder hablar su idioma para compartir con ellas lo que sentía, pues al ser féminas también sabía que apreciarían los atributos de un hombre tan singular.

Sin embargo, cuando las mujeres la habían observado con un brillo de envidia en los ojos, había comprendido algo. Ya que Harres y ella estaban viviendo juntos, debían de pensar que eran… pareja.

Después, Talia le había preguntado si su situación lo estaba poniendo en un compromiso. Al fin y al cabo, él era un príncipe y vivían en un país muy conservador. Ya que ella se había recuperado, ¿no sería mejor que se mudara a otra choza antes de que llegaran los hermanos de él?

Harres había contestado que la gente del oasis tenía sus propias reglas. Eran uno con la naturaleza y no seguían intereses políticos ni materiales, tampoco imponían normas de moralidad. Vivían y dejaban vivir. Pero, aunque no hubiera sido así, a él no le habría importado lo que el mundo pensara. Le había dicho que sólo le importaba lo que ella pensara y le había preguntado si quería mudarse.

A Talia se le aceleró el corazón al recordarlo. Él había sido tan respetuoso, tan considerado al preguntárselo… Y ella no lo había dudado. Había querido seguir conviviendo con él, agobiada de pensar que pronto llegaría en día en que tendrían que separarse para siempre.

Pero no quería pensar en eso, ya tendría tiempo para hacerlo después.

En ese momento, con el corazón latiéndole como un tambor, prestó atención a su alrededor.

Bajo la luz de las fogatas y la luna llena, Talia reconoció una música que provenía del edificio más grande del lugar.

Era un edificio circular en medio de un claro, con espacio para miles de personas. Tenía más ventanas que paredes. Junto a la puerta principal, las ancianas del poblado, vestidas con túnicas largas y tatuajes en la barbilla y las sienes estaban sentadas con grandes urnas de madera entre las piernas, haciéndolas sonar con unos palos de madera.

Harres sonrió.

–Cuando no se usa como instrumento de percusión, el mihbaj se emplea para moler semillas, sobre todo café y… –explicó él y se interrumpió al escuchar el sonido de tambores proveniente del interior. Acercó los labios a los oídos de ella–. Toda la sección de percusión ha comenzado a tocar. Entremos.

A Talia le pareció como si hubieran dado un salto atrás en el tiempo.

Incienso especiado se mezclaba con el aroma a tabaco afrutado que muchos fumaban en sus pipas de agua.

El suelo circular estaba cubierto de alfombras tejidas a mano y las ventanas de las paredes blancas como la nieve estaban abiertas para dejar entrar la brisa nocturna del desierto y los rayos de luna.

Por todas partes, multitud de cojines yacían en el suelo y contra las paredes, junto a mesas bajas, preparadas para el banquete.

En un lado, había un escenario para los tamborileros, que producían aquel sonido tan seductor.

–El instrumento que tocan se llama reg –explicó él–. El doff, el más grande, hace de bajo –señaló con el dedo–. Los darabukkah, esos tambores con forma de jarrón invertido, mantienen el ritmo base. Normalmente, son los que comienzan a tocar, hipnotizando al público antes de que se unan los demás.

Sin duda, a ella sí la hipnotizaban, pensó Talia, sintiendo cómo el ritmo le latía en las venas.

Dejó que Harres la guiara al lugar destinado para ellos. Pero, con cada paso, se sentía más a merced del ritmo, deseando poder expresar la energía que la invadía con la danza y el movimiento.

De pronto, Harres le tomó la mano y la tomó entre sus brazos, todo el tiempo moviéndose al ritmo de los tambores.

–Baila, ya nadda jannati. Celebremos que estamos vivos y en el paraíso.

«Y celebraré que estoy contigo», quiso gritar ella.

Talia bailó, como si le hubieran quitado los grilletes que la habían inmovilizado toda la vida, dejándose llevar por el ritmo, meciéndose con él, el corazón latiéndole al unísono con la música.

Sin saber cómo, terminaron en medio de un círculo de personas bailando.

Los miembros jóvenes de la tribu danzaban a su alrededor con complicados movimientos. Los hombres se movían como pájaros de presa, cortejando a las mujeres, que imitaban los movimientos de grandes flores, coqueteando con ellos.

Harres ayudó a Talia a copiar sus movimientos y, luego, improvisaron su propia danza, embelesados el uno con el otro.

Y, durante un instante interminable, ella se sintió transportada a otro mundo donde no existía nada más que él. Estaban conectados a todos los niveles, sus voluntades y sus cuerpos movidos por los mismos hilos.

Saliendo de su estupor, Talia se dio cuenta de que todo el mundo estaba cantando. En cuestión de minutos, empezó a repetir la pegadiza melodía y su letra, aunque no entendía ni una palabra.

De repente, Harres la abrazó, convirtiendo su baile en una lenta danza de seducción, susurrándole algo al oído.

–Todo lo que he vivido sin ti no existe.

Talia se estremeció, invadida por una emoción demasiado grande como para racionalizarla.

Él se apretó un poco más contra ella.

La música se detuvo de forma abrupta. El silencio cayó sobre Talia como un jarro de agua fría, calmando el fuego de su deseo.

Ella quería que aquel instante no terminara.

Al levantar la vista hacia Harres, Talia se encontró con sus ojos, mirándola con intensidad. Él se inclinó y la levantó en sus brazos.

La gente corrió delante de ellos, indicándoles el sitio de honor donde debían sentarse. Ella intentó ponerse en el suelo, avergonzada porque la llevara así, pero él la sujetó con más fuerza.

Harres la colocó sobre unos cojines y le sirvió agua y esencia de rosas. Luego, empezó a pelarle dátiles y a dárselos en la boca.

Deseaba tomar la mano de él y lamerle los dedos pegajosos por la fruta. Luego, ir bajando por el resto de su cuerpo…

Talia suspiró, sumergiéndose en el momento, y se acomodó en los cojines. Harres se apresuró a ayudarla a colocarlos tras su espalda.

–¿Cuándo vas a entender que no necesito que me sigas cuidando? Nunca me he encontrado mejor –señaló ella con una sonrisa–. Has sido el mejor médico del mundo.

–Sé que ya estás bien, mi preciosa gota de rocío. ¿Pero vas a ser tan cruel como para privarme del placer de mimarte?

¿Qué podía una mujer responder a eso?

Sólo suspiros. Y eso fue lo único que salió de la boca de Talia, mientras los ancianos de la tribu se ponían en pie para dar unas palabras de bienvenida antes de que los camareros entraran con enormes bandejas con la cena.

Talia comió entre suspiros. Era la mejor comida que había probado jamás.

Harres le dio de comer, cortó las carnes a la brasa, le dijo sus nombres y las recetas de los distintos tipos de pan y del guiso de verduras. Le dio a probar, también, el vino de dátil, que a Talia le pareció la más deliciosa ambrosía. Pero el verdadero pecado de aquel festín eran los logmet al gadee, unos dulces redondos y dorados, crujientes por fuera y suaves por dentro, bañados en un denso sirope.

Después de la cena, bailaron de nuevo, luego se estrecharon la mano con cientos de personas y les dieron las gracias. En su camino de vuelta a la choza, Talia llegó a una conclusión.

Aquel lugar era mágico.

–¿En qué estás pensando, ya talyeti? Ella meneó la cabeza y sonrió.

–Eso quiere decir mi Talia, ¿verdad?

Él asintió, acariciándole el pelo.

–Cada vez entiendes mejor el árabe.

–Me resulta fascinante, tan rico y expresivo. Me encantaría aprender más.

–Pues lo harás.

Siempre era así. Cada vez que ella deseaba algo, Harres insistía en proporcionárselo. Ella sabía que él estaba dispuesto a dárselo todo, cualquier cosa que fuera posible.

Tras un largo silencio, entraron juntos en la choza y él la abrazó, apretándola contra su pecho.

Se quedaron así, saboreando el momento, envueltos en el poderoso calor de sus cuerpos y en el sonido de sus corazones.

Luego, llevaron a cabo su ritual para acostarse. Una vez en la cama, oyendo cómo él se movía al otro lado, Talia se dio cuenta de por qué nunca había querido entregarse a tener una relación. Ninguno de los hombres que había conocido daba la talla. Pero Harres cambiaba su visión de las cosas.

–Es… enorme –dijo Talia.

Harres apretó su duro cuerpo contra ella.

–Sí, lo es –murmuró él.

Acurrucada contra él, Talia recorrió con la mirada el extenso oasis que se abría ante ellos.

Habían tardado cuatro días en recorrer todo el lugar a caballo. En ese momento, desde lo alto de Viento, el caballo blanco que Harres había cabalgado para salvarla, tenía unas vistas magníficas del entorno.

Parecía una explosión de vida en medio de la esterilidad del desierto. Había palmeras de dátiles y miles de olivos, flores silvestres y cactus de gran belleza. Los lugareños cultivaban árboles frutales y verduras. Además, había caballos, camellos, ovejas, cabras, gatos y perros, compartiendo el territorio en libertad con los seres humanos. Los ciervos y los zorros salvajes parecían menos asustadizos que en otros lugares y, en un par de ocasiones, Talia se había podido acercar a ellos.

Talia suspiró, encantada.

–Enorme. Interminable. Parece que no se acaba nunca.

Harres rió, saltó del caballo y alargó las manos para ayudarla a bajar. Con fuerza y destreza, la puso en el suelo, mientras una corriente eléctrica de placer recorría a Talia de arriba abajo.

–Ahora entiendo por qué este lugar tiene un halo místico para la gente de tu país –observó ella.

–Es un paraíso, sobre todo, gracias a sus habitantes. Todo el mundo aquí es amable, sabio y de buen corazón.

Sin embargo, Talia se calló la verdadera razón por la que el sitio le parecía irresistible. La compañía.

Mientras la puesta de sol pintaba con sus bellos colores el paisaje, él la llevó a una cascada de aguas cristalinas, oculta tras un bosque de palmeras. El aire estaba cargado de aroma a flores y a tierra y tenía una temperatura perfecta. Era una especie de microclima, le explicó Harres.

–No me costaría nada quedarme a vivir aquí –comentó ella.

Si Todd estuviera con ella, añadió Talia para sus adentros. O, al menos, fuera de la cárcel.

Harres extendió una alfombra en el suelo y la miró.

–¿No echarías de menos las comodidades del mundo moderno?

Ella se sentó en la alfombra y tomó la cesta de la comida.

–Echaría de menos algunas cosas, como las duchas calientes, Internet… Y seguro que más cosas, pero ahora mismo me he quedado en blanco…

–¿Y la Medicina? –preguntó él, sacando vasos de la cesta.

–Oh, podría practicarla aquí. Seguramente, sería más útil que en una clínica de ciudad remendando a gente que corre demasiado con sus coches.

Harres le llevó un pedazo de melocotón a los labios.

–La simplicidad y la paz que emana este lugar son maravillosas. Si pudiera hacer lo que yo quisiera, haría que éste fuera el ritmo de vida normal y que la velocidad que invade nuestro mundo moderno fuera la excepción.

–Pues será como tú quieres.

Sus palabras eran como una mágica promesa.

Sin embargo, Talia sabía que no podía albergar ninguna esperanza. Demasiados obstáculos se interponían entre ellos.

Ella era una extraña, de otra cultura y otro país, y él era un príncipe con un deber que cumplir. Además, estaba Todd. Ella no tenia ni idea de cómo iba a poder liberarlo sin dañar a la familia de Harres. Incluso, aunque hubiera una manera de hacerlo sin que Harres se convirtiera en su enemigo, era probable que él estuviera destinado a casarse con alguien de su linaje.

Casarse. Por primera vez, Talia fue consciente de que, en sus fantasías, había acariciado la idea de estar para siempre junto a Harres.

–Ya sabes, llegué a tu país pensando que todos los Aal Shalaan eran unos seres despreciables que se aprovechaban de su riqueza y su poder heredados.

Harres la miró con gesto sombrío, de pronto. Y tomó aliento.

–¿Y qué pensabas de mí?

Talia le debía la verdad, por desagradable que fuera.

–Cuando escuché las historias de tu valor y tus victorias, pensé que eras el más despreciable de todos, por jugar a ser un héroe, cuando eran tus hombres los que hacían el trabajo sucio en realidad –reconoció ella, sonrojándose de vergüenza–. Pensé que se demostraría que no eras tan valiente cuando te quedaras sin tu ejército y sin tus armas ultra modernas.

Él se llevó la mano al corazón.

–Vaya. ¿Y sigues pensándolo?

–Sabes que no.

–Pues dime qué piensas.

Harres la miró con gesto suplicante, como si necesitara saberlo. Talia se quedó sin respiración.

–Sabes cómo eres. Todo tu pueblo te adora. Besan el suelo que pisas.

Él se incorporó despacio.

–Yo nunca hago las cosas para recibir las gracias o la admiración de nadie.

Ella apretó los labios.

–Peor para ti, porque la gente te admira y te está muy agradecida. A juzgar por cómo te tratan los habitantes del desierto, eres casi un dios para ellos. Y no sólo tú, sino toda la familia real. Has hecho mucho por ellos.

–Sólo hago lo que puedo. No me merezco las gracias por hacer mi trabajo, pero sí merecería que me despreciaran si no cumpliera con mi deber.

–Te creo –aceptó ella–. Me di cuenta de cómo te encogías cuando anoche contaban historias de tu valor y tus hazañas. Me consta que no buscas el reconocimiento de nadie.

–No he dicho eso.

A Talia se le hinchó el corazón en el pecho.

–¿Buscas… el mío?

Él asintió con expresión solemne.

–Ansío tu aceptación, tu aprobación.

–Eh… hemos estado juntos las últimas dos semanas, ¿no es así?

Harres se puso de rodillas, junto a ella.

–Necesito escuchártelo decir, ya nadda jannati. Sólo me importa lo que tú pienses de mí.

Ella se esforzó en calmar los latidos de su corazón. Él se lo había pedido. ¿Y qué menos podía darle ella que la verdad, cuando le debía la vida?

Así que se la dio.

–Desde el primer momento, me obligaste a cambiar de opinión respecto a ti. Con cada una de tus acciones y tus palabras, me has demostrado que eres todo lo que dicen de ti y más. Sin la protección de tus hombres, has resultado ser lo contrario de lo que pensaba, lleno de recursos y valor. Me has mostrado que te tomas en serio tu deber de proteger a los que lo necesitan, a cualquier precio. Creo que eres único, príncipe Harres Aal Shalaan.

Los ojos de él se encendieron tanto que ella creyó que iba a estallar en llamas. Entonces, él le tomó la mano y se la llevó a la cara durante un momento.

–Tu opinión me honra –musitó él–. Siempre me esforzaré por merecer tus palabras.

Desde ese momento, la atmósfera entre ellos se cargó de emoción.

Como si lo hubieran acordado, apenas hablaron durante la comida. Ella agradecía el silencio. Le daba la posibilidad de lidiar con sus sentimientos y de reconocer ante sí misma algunas verdades más.

Tal vez, algunos Aal Shalaan no habían titubeado en destruir a su hermano Todd para conseguir sus fines, pero ella no podía seguir metiendo a toda la familia en el mismo saco. Y, del mismo modo que no sabía quién era el culpable directo del encarcelamiento de Todd, sabía que la historia podía tener más versiones de las que había anticipado.

Pronto, empezó a hacer frío y volvieron a caballo al oasis, bajo la luz de la luna llena.

Dentro, se turnaron para bañarse.

–Cuando creí que iba a morir, decidí algo –afirmó Talia cuando él salió del baño.

La sonrisa de Harres se desvaneció.

–No vuelvas a hablar de morirte. Ni quiera lo pienses.

–Tengo que decirte algo –continuó ella–. Cuando pensé que iba a morir, pensé que si tuviera la oportunidad de volver a vivir, haría lo que de veras quería hacer, sin pensar en los obstáculos o en las consecuencias. Entonces, cuando me salvaste y me recuperé, me acobardé.

Harres se quedó callado, mirándola con gesto serio.

Ella sabía que no iba a llegar a ninguna parte, pero necesitaba decírselo.

Lo amaba. Su amor, nacido en medio del peligro y alimentado por su confianza mutua, la invadía. Y no quería seguir conteniéndose. Necesitaba expresarle lo que sentía.

Talia se levantó con paso tembloroso, invadida por sus apasionados sentimientos. Se detuvo delante de él, se sumergió en sus ojos. Y dio el salto.

–Una vez, me dijiste que no harías nada que yo no quisiera. Pues te ruego que lo hagas. Te deseo, Harres.