Capítulo Doce

–¿Has oído bastante, ya ghabeyah?

Talia sabía que ghabeyah significaba estúpida.

Y ella se sentía mucho más que eso.

Estaba destrozada.

–Eso es lo que tu amado le está diciendo a su rey. Ésa es la cruda realidad. ¿Sigues queriendo correr a él con la información que te he dado? ¿O vas a poner en práctica tu venganza de una vez por todas?

Talia se quedó mirando el teléfono que había sobre la cama. ¿Quién lo había encendido? ¿Cómo había vuelto a su habitación?

Sus captores debían de haberla llevado allí de nuevo y habían puesto el altavoz del móvil. Su jefe seguía hablándole, haciendo que se le revolvieran las entrañas.

Entonces, de pronto, la voz paró. Y el silencio acabó con lo que quedaba de ella.

Talia se quedó paralizada en el borde de la cama, inmovilizada por el dolor. Las palabras de Harres sonaban en su cabeza, despedazándole el cerebro como una taladradora.

Debía de haber una explicación, intentó decirse a sí misma. Sin duda, Harres había estado intentando aplacar a Amjad, su odioso hermano, para que me dejara en paz. O algo así. Debía de haberle resultado muy difícil decir aquellas cosas. Él se lo explicaría. La amaba. No podía ser de otra manera…

–Talia.

Era la voz de Harres.

Ella se sobresaltó y lo vio allí. Mirándola.

Rezó porque él se lo explicara. Si la miraba con amor en los ojos, sabría que todo lo que había oído había sido mentira…

Sin embargo, por primera vez desde que Talia lo conocía, los ojos de él no mostraban ningún sentimiento.

–Siento interrumpirte, pero mi jet privado está listo –señaló él con gesto inexpresivo.

–¿Listo para qué? –susurró ella, preguntándose cómo todavía era capaz de hablar.

–Para llevarte a casa.

Talia levantó la vista hacia él y se puso en pie como impulsada por un resorte, esperando que, si lo miraba más de cerca, podría entenderlo mejor.

Pero no fue así. En sus ojos sólo vio un negro abismo.

Entonces, Talia lo comprendió todo de golpe. El peso de su traición. La había utilizado sin ninguna piedad.

Pero, también, reconoció algo. A pesar de que la había herido más de lo que podía soportar, ella no le haría lo mismo a él. Era lo único con lo que su informante no había contado en su objetivo de destruir a los Aal Shalaan.

Harres la había destruido, por su familia, por su reino. Sin embargo, ella no arremetería contra la familia real ni contra el país para vengarse de él. No quería venganza. Sólo quería acurrucarse en una esquina y morirse, lejos de aquella tierra donde había perdido su fe y su corazón para siempre.

Sólo una cosa le importaba todavía.

–¿Y Todd?

–Su liberación está en proceso.

Talia creyó adivinar que no mentía. Entonces, le dio la información que él tanto ansiaba.

–El cabecilla de la conspiración es Yusuf Aal Waaked, príncipe de Ossaylan.

Los ojos de Harres brillaron. Pero Talia no entendió lo que escondían. Ni le importaba. Sólo quería alejarse de él. Irse a algún sitio donde poder morir en paz.

–Lo sé –dijo él al fin, con tono inexpresivo.

¿Lo sabía?

Sin duda, él debía de haber espiado su llamada, pensó Talia.

Estaba claro. El jefe de los servicios de espionaje había sabido engañarla y ella se había dejado engatusar. Él la había manipulado como a una marioneta, prohibiéndole que contactara con su informante cuando había sabido que lo haría sin dudar. Y, como golpe de gracia, se había ocupado de liberar a Todd. Era obvio que no le había costado nada conseguirlo. Había sido su forma de asegurarse de que ella haría cualquier cosa por él.

Sin embargo, ya no le era útil, adivinó Talia. Y estaba deseando librarse de ella.

Tenía sentido. Mucho más sentido que la historia de amor que ella había querido creerse.

La dura realidad se abrió paso en su cabeza, rompiéndole el corazón. El recuerdo de los veinte últimos días no la abandonaba, como una burla macabra.

Presa de la agonía y la humillación, Talia tembló y sintió que le faltaba el aire.

–Así que lo sabías. Al menos, te he dado algo a cambio de la liberación de mi hermano. Ahora que tienes lo que buscabas, estoy deseando irme de este maldito lugar cuanto antes –le espetó ella.

Harres la miró sorprendido.

Claro. Debía de haber esperado que ella se echara a sus pies, suplicándole, pensó Talia.

Antes de que Harres pudiera decir nada, Amjad asomó la cabeza por la puerta.

–¿Por qué tardas tanto?

Harres apartó sus atónitos ojos de ella y se volvió hacia su hermano, en silencio. Luego, meneó la cabeza, como intentando digerir las palabras de ella.

Talia le precedió fuera de la habitación.

Amjad estaba apoyado en la pared, delante de la puerta, de brazos cruzados. Cuando ella pasó, la miró con crueldad.

–Saluda a tu hermano de mi parte. Tiene suerte de tener una hermana como tú.

Talia se quedó mirándolo, queriendo pedirle una explicación. Pero no lo hizo.

Ella se giró y precedió a Harres hacía la salida. En la limusina, un pesado silencio se cernió sobre ellos.

Cuando llegaron al aeropuerto, Harres salió primero y le abrió la puerta. La condujo a un flamante Boeing 737 que tenía los motores ya encendidos.

Aunque los movimientos de él eran contenidos, controlados, su cuerpo parecían esconder toda la tensión del mundo.

Cuando Talia iba a subir las escalerillas, él la miró con ojos llenos de agitación.

–¿Por qué me dijiste eso en el palacio?

¿Qué esperaba él que le contestara?, se dijo Talia. Y se encogió de hombros, a punto de salir corriendo.

Harres la agarró para detenerla. Cuando ella vio la confusión y el dolor que tintaba sus hermosos ojos, se paró en seco.

–Todo lo que ha pasado entre nosotros, ¿lo hiciste sólo por tu hermano? ¿Has ido tan lejos sólo para que lo liberara?

¿Cómo podía él sonar tan sincero?, se preguntó Talia, deseando poder creerlo y proclamarle su amor.

Ghabeyad. Como le había dicho su informante, era una estúpida, se dijo a sí misma.

No. No le daría la satisfacción de verla llorar. Lo único que le quedaba por preservar era su orgullo, se dijo Talia.

–No he hecho más que conseguir que probaras la inocencia de un hombre inocente –repuso ella, fingiendo frialdad.

El rostro de Harres se ensombreció y dio un paso atrás, mostrando más dolor del que había mostrado cuando le habían disparado.

–Soy yo quien ha ido demasiado lejos para que un hombre culpable quedara impune.

Talia tardó un instante en comprender.

–Supongo que en tu familia estáis acostumbrados a hacer ese tipo de cosas –le espetó ella y se volvió, dándole la espalda para subir las escaleras al avión.

Harres le obligó a girarse y la miró a los ojos. Su rostro el epítome del dolor.

Con el corazón hecho pedazos, Talia no pudo seguir fingiendo indiferencia.

–¿Qué sucede? –inquirió ella–. ¿Es tu ego lo que te duele? ¿Es que esperas que me ponga de rodillas? ¿O quieres que te pague de nuevo por haber liberado a Todd? ¿En tu avión? Así podrás cumplir otra de tus fantasías, aunque en esta ocasión yo no pondré nada de mi parte.

Durante un segundo eterno, Harres la miró horrorizado. Entonces, sonó su móvil. Él se sobresaltado, como si no entendiera de dónde provenía aquel sonido.

Talia aprovechó el momento para correr escaleras arriba. Se sentó y se abrochó el cinturón. Sólo quería estar sola. Dejar que el dolor acabara con ella.

–¡Talia! ¡Lo has conseguido!

Talia se desplomó contra la puerta de su casa, nada más entrar.

Todd corrió hacia ella con los ojos llenos de lágrimas y la abrazó con fuerza.

–¿Cómo lo has hecho? Mark me dijo que estabas intentando liberarme, pero no esperaba que lo consiguieras –le dijo su hermano, emocionado por verla.

Talia estuvo a punto de contestarle que le había vendido su alma al diablo para lograrlo.

Sin embargo, ver a Todd libre, a su lado, merecía la pena.

Aunque ella no quería estar en contacto con nadie, ni siquiera con su adorado hermano.

Encogiéndose de hombros, se apartó de él.

–Da igual el modo. Lo importante es que estás fuera.

–¿Cómo puedes decir eso? –repuso su hermano y, de pronto, adivinó algo en el rostro de ella–. Oh, Dios. Has hecho algo terrible, ¿verdad? –preguntó, tomándola de los hombros, temblando–. Sea lo que sea, deshazlo. Prefiero volver a la cárcel y pasarme allí el resto de mis días.

–No te preocupes, Todd. Lo superaré.

Pero Todd empezó a llorar sin poder contenerse.

–Por favor, Talia. Deshazlo. No lo merezco.

–Claro que lo mereces. Eres mi hermano gemelo. Y lo más importante es que eres inocente.

–No lo soy.

Talia había creído que nada más podría volver a sorprenderla. Se quedó mirando a Todd, luchando por comprender sus palabras.

–Yo… cometí esos crímenes. Me metí en las cuentas privadas de la familia real que encontré una vez que Ghada me pidió que le arreglara el ordenador. Ella sólo era una amiga y me inventé que la amaba para que tú quisieras ayudarme. Robé millones de dólares, vendí secretos vitales. Hice mucho más de lo que ellos creen. Pero no quería admitirlo delante de ti. En parte, me avergonzaba y, en parte, quería que me apoyaras, que me ayudaras a salir de esta pesadilla. Temía que, si sabías la verdad, pensarías que me merecía el castigo, pues sé que tienes un alto sentido del honor y la justicia. Pero ya no me importa. Volveré a prisión. Sólo espero que, algún día, puedas perdonarme.

Talia se quedó mirándolo. Aquello era demasiado.

Todo era mentira. Los dos hombres que más había amado en su vida la habían utilizado y manipulado su amor incondicional por ellos.

Ella se apartó de su hermano.

–No vuelvas a meterte en líos –le espetó Talia antes de desparecer en su habitación–. No podré volver a ayudarte. He dado todo lo que tenía.

Y era cierto. Había entregado su alma, su corazón, su fe y sus ganas de vivir.

Al parecer, Talia era más resistente de lo que pensaba. Al amanecer, seguía viva. Y un deseo irresistible la impulsaba. Quería hablar con Harres.

En sus sueños, no había hecho más que revivir el tiempo que habían pasado juntos. Había algo que no encajaba con lo que le había oído decir. Y necesitaba respuestas.

No podía soportar seguir pensando que Harres era un monstruo sin más. Necesitaba saber por qué había dicho esas cosas.

Así que lo llamó. Pero, durante seis horas seguidas, el teléfono de él estuvo apagado.

Loca de frustración, Talia se fue a trabajar. Al menos, podría distraerse…

Pero, cuando iba a entrar en la consulta, sintió… algo.

Se dijo que era una estúpida, que no podía ser.

Sin embargo, corrió dentro y allí estaba.

Harres.

No había sido fruto de su imaginación, reconoció Talia. Era capaz de sentir su presencia. Lo que podía significar que él era el hombre al que había amado, después de todo.

Allí estaba él, apoyado en la mesa de la sala de consultas, con las manos en los bolsillos.

Siempre había tenido un aspecto imponente, pero rodeado por aquel entorno mundano, parecía un dios. El orgullo de su raza y el poder de su sangre real emanaban de él de forma inequívoca.

Harres esperó a que ella entrara y levantó los ojos, como dos soles, hacia ella.

Talia tuvo ganas de correr, de tirarse sobre él encima de la mesa, de arrancarse las ropas y perder la cabeza…

Sin embargo, fueron los ojos de él los que la sacaron de su loca fantasía. En ellos, percibió una mezcla de rabia y dolor.

–Has visto mis llamadas perdidas, ¿no? –dijo Talia y se giró hacia sus colegas, que estaban observándolos a los dos como si se tratara de una serie de televisión. Ella apretó los labios y continuó con sarcasmo–: Debieron de ser una doscientas. Por eso, tal vez, el príncipe Harres ha pensado que cruzar el océano para verme era la única manera de averiguar qué era tan importante.

Sin dejarse amedrentar, Harres dio un paso hacia ella, mirándola con gesto indiferente, y la agarró del brazo.

–Ya veo, doctora T. J. Burke, cómo se alegra de que me haya tragado todas sus mentiras y haya vuelto a por más.

–Nunca te mentí. No sé mentir –repuso ella, y sintió el aguijón del dolor. Entonces, le apretó con fuerza en los antebrazos–. Pero a ti se te da muy bien.

Harres frunció el ceño, como si le sorprendiera su comentario.

–Nunca te he mentido. Pero tú a mí… ¿creías que tenías que seducirme para que ayudara a Todd? Pues no era necesario que fingieras, ni que dijeras que sentías nada por mí, porque yo te habría ayudado de todas formas.

Las palabras de Harres la recorrieron como un bálsamo curativo, borrando sus dudas y su dolor.

Entonces, Talia recordó la confesión de Todd y se le encogió el corazón. Sin duda, Harres había tenido que romper la ley para poder liberar a su hermano.

–Te hablé así el día de mi marcha por despecho.

–¿Por qué? –preguntó él, sin comprender.

–Porque te oí. Te escuché decir que no te importaba si vivía o moría. Debías de estar mintiéndole a otra persona. Por eso te he llamado, para saber a quién y por qué –indicó ella y se apartó de sus brazos, poniéndose en jarras–. ¿Y bien?

Aquello lo explicaba todo, se dijo Harres.

Ya Ullah. Es un milagro que no me mataras entonces –comentó él y rió, disipándose toda su confusión y su agonía–. La razón por la que dije esas cosas, que me pusieron enfermo, por cierto, es que recibí una llamada de alguien que me amenazaba con hacerte daño porque sabía que eras importante para mí. Tuve que decirle que no significabas nada para mí, para que perdieran el interés en lastimarte. Después, en tu habitación, tuve que seguir fingiendo frialdad, pues sé que hay traidores en el palacio y que podían estar espiándonos. Pensaba explicártelo después, pero me sorprendiste con tus palabras de desprecio y desapego. Al principio, no pude creerlo, pero luego empecé a pensar que podían ser ciertas.

–Harres… –musitó ella con una sonrisa de rendición y el corazón todavía encogido–. No sabes cómo siento lo de Todd… Debí haberlo sospechado, pero supongo que soy una tonta en lo que se refiere a él.

–Yo no lo siento. De hecho, estoy en deuda con tu hermano. Gracias a él, te he conocido. Me he encargado de devolverle el dinero con intereses a todas las personas que defraudó y me parece que es un precio pequeño comparado con tenerte.

Talia se acurrucó entre sus brazos.

Harres la sostuvo con fuerza, feliz por haber recuperado su razón para vivir. Y pensar que había creído que la había perdido para siempre… No podía soportar la idea, reconoció para sus adentros, estremeciéndose.

–No he venido porque me hayas llamado, ya talyeti –señaló él–. Ya estaba de camino, por eso tenía el móvil apagado. Pero me admira que siguieras intentando encontrarme, a pesar de las horribles cosas de dije de ti, y que me dieras el beneficio de la duda.

Ella lo miró con los ojos llenos de amor.

–¿Cómo no iba a hacerlo, después de todo lo que habíamos compartido? –contestó ella. Entonces, le habló de cómo su informante la había llamado y se las había arreglado para que pudiera escuchar la conversación de Harres. Al instante, cayó en la cuenta de algo–. Mi informante lo tenía todo planeado. Seguro que fue él quien te amenazó con hacerme daño, forzándote a hablar así y forzándome a mí a escucharlo.

–Pero en eso se equivocó –afirmó él y la abrazó con más fuerza, con el corazón lleno de amor–. No contó con tu ética ni con que me amaras tanto como para darme la oportunidad de probar mi inocencia.

–Ni contó con que tú no podrías creer que yo te hubiera usado así ni con que vinieras a verme, dejando atrás tu dolor y tus dudas.

Harres la levantó en sus brazos y le dio vueltas en el aire. La risa de ella lo envolvió como un baño de alivio y felicidad.

–Ahora ya no hay obstáculos entre nosotros –dijo él al fin, dejándola en el suelo–. Tu hermano está libre y estamos a punto de terminar con los autores de la conspiración contra mi familia –señaló y se puso de rodillas ante ella–. Te ofrezco todo mi ser. ¿Quieres tomarme, ya talyeti? ¿Quieres casarte conmigo y hacerme el hombre más dichoso?

Talia estuvo a punto de caerse redonda.

–¿N-no se supone que tienes que casarte con una princesa o algo así? –preguntó ella, sin dar crédito, abrumada por tanta felicidad.

–No –contestó él, sonriendo–. Puedo casarme con quien yo quiera. Y yo te quiero a ti.

–Soy tuya desde siempre –afirmó ella, echándose a sus brazos entre sollozos de alegría.

Los presentes comenzaron a aplaudir.

Talia se había olvidado de ellos. Pero no le importaba y se perdió en un apasionado beso con su amor.

–Hay un pequeño almacén vacío al otro lado del pasillo –indicó con tono de broma uno de los médicos que había por allí.

Entonces, Talia le lanzó una mirada cómplice a Harres, lo tomó de la mano y salieron corriendo de la sala.

–¿Y si el jefe pregunta por ti? –le inquirió una de sus compañeras de trabajo cuando salía.

–Dile que tengo que atender una herida de bala.

–Sí –añadió Harres–. Y el paciente está tan agradecido que va a donar mucho dinero a su departamento.

Una vez dentro del almacén, Harres la tomó entre sus brazos, apoyándola contra la pared.

–¿Y tú qué quieres que te done, deliciosa diosa de mi corazón?

–Sólo tu amor. Sólo te quiero a ti –rugió ella, devorando sus labios.

–Me tienes y siempre me tendrás –consiguió articular él, antes de perderse en el frenesí de su pasión.